Se amustia, vertiginosamente, el ‘talent’ culinario de La 1. Es su cuarta edición, sí. Pero se amustia cual florido ramillete de croquetas de chóped pork descongelado. Es lo que tiene la telegastronomía cuando se emite así, a granel. Siempre que se abusa de ella. Que empacha. Y, para más inri, puede ser peligrosa para la salud. Como el colesterol ‘malo’. No hay remedio, por mucho bicarbonato que haya en casa. Tanta estupidez junta sobre el modo más pomposo de emplatar dignamente unos guisantes es algo que indigesta a cualquiera. No obstante, ahí sigue esta tropa de ‘cocinillas’ distinguidos. Nunca darán su brazo (¿de gitano?) a torcer.

Con dos fogones. Y una cuchara de madera en medio, pasaporte de lo más cutre que ha llevado al personal a pillar delantal blanco. Se dice pronto, aunque, al final, se atragante un poco la cuenta: más de 20.000 aprendices de ‘masterchof’ han optado, a través de decenas de verbeneros castings de por medio, a las 15 plazas del programa.

¿Tantos ‘cocinillas’ emplatan en este país? Pues sí. Lamentablemente, sí. Es a lo que estamos abocados, al parecer. Somos una nación de servicios (con chiringuitos peperos al por mayor) en el que conviene tener presente una cruda realidad: por cada ganador de este programa, habrá 19.999 ‘fracasitos’ dispuestos a fregar los platos o pelar patatas.

Escuchaba yo el pasado miércoles preguntarse a un tipo mientras posaba frente a la turbamulta de aguerridos ‘cocinillas’: “¿Qué hace un guardia civil en ‘MasterChef’?”. Luego, con una sonrisa de oreja a oreja cruzando su benemérita cara, se contestaba a sí mismo: “Pues muy sencillo. Quiero cumplir el sueño de mi vida”. Y, al rato, se puso a pelar aguacates -sin el tricornio puesto, eso sí- como si estuviera poseído por el espíritu de la bisabuela de Karlos Arguiñano. Su deseo, finalmente, se frustró. Estos ‘castings’ han sido de traca. Una experiencia paranormal que hubiera obligado a rebozar su vergüenza ajena al mismísimo Chicote. Ver al personal equipado con infiernillos, sopletes, bombonas de butano y mecheros Bic para calentar sus ‘creaciones’, en mitad de la puñetera calle toledana, como ‘homeless’ hiperactivos, y empezar a escuchar en mi cabeza trompetas apocalípticas fue todo uno.

Habrá de todo esta noche, no os preocupéis. Continúan estos de TVE rascando el socarrat del morbo fácil que ha quedado pegado a su parrilla. Veremos a dos ‘gemeliers’. O sea, a dos concursantes clonadas: las gemelas Virginia y Raquel, amas de casa, y gaditanas (de Jerez). “Nuestra ilusión es montar un taller de cocina”, decía una. “Que gane la mejor”, soltaba la otra. Colaron las dos, gracias a un tonguete anunciado, con su delantalito blanco.

Veremos a madre e hijo, Jonathan y Rosa. De Valencia capital. Veremos a Salva, auxiliar de enfermería alicantino que se las da de superempresario y se declaró a su novia a cambio de entrar en el programa. Y veremos al niño Juan, un sevillano de 20 añitos, estudiante de enfermería, que promete dar buenos ratos. Pero yo me quedo con la sesentona Emilia, de Madrid, quien soltaba con todo ese desparpajo que otorga la edad: “¿Que cómo vamos de cocina? Pues yo me dedico a hacer la comida de la abuela, que está rica, rica. Y con ella hago engordar a la gente. Donde se ponga un puchero que se quite el tartar, las esferas y todas esas cosas”.

Ahí lo clavó, la abuelita Emilia. Propinando un ¡zasca! eroticomoral a Pepe, Samantha y Jordi, los tres miembros del jurado que han mutado en polis malos. En inquisidores de lo más chungo. En ‘ristomejides’ perejileros.

Veremos...

Ahora sólo nos falta saber cómo acaba, dentro de tres meses, la cosa.

Porque van a caer broncazos. Desde gratinados hasta ‘al dente’.

Estos jueces de chichinabo le han cogido gusto a liarla parda.