Me enseñó que no se era español del todo hasta que no se conocía y se amaba Hispanoamérica. Y para que lo aprendiera me arrastró tras él por todo el continente y me hizo recorrerlo de arriba a abajo, de costa a costa, de manglares a nieves, de las selvas al desierto, de mares a ríos, de cascadas a lagos y de ciudades prehistóricas a malocas actuales, desde el camino de Santa Fe a la Bahía Lapataia, desde San Blas de las Californias a Nombre de Dios, desde Isla Colon a Pico Duarte y el Popocatepel, desde el Darién a Sonora, de Orinoco al mar de Cortés, del Salto del Angel o Basaseachic a Arareko y de Ingapirca al Pastaza.
Me hizo pasar hambre, sed, andar, sudar, no dormir, acometer las cosas más inauditas que me empezaban pareciendo auténticos disparates, y a veces lo eran, y acaban por convertirse en experiencias imborrables, a comer lo que nunca pensé que comería, a conocer a gentes que jamás soñé conocer, a convivir con todos tipo de gentes y a comprender que toda civilización y cultura tenía un por qué y una lección que aprender. Me descubrió lo que, como "buenos" españoles, nos empeñamos en ignorar y nos ufanamos en despreciar, nuestra historia que es común e inseparable de la suya.
Supe de Blas de Lezo, de Urdaneta, de Garay, Bodega y Quadra, que era un antepasado suyo de Hernando de Soto y seguí la ruta de Cortés desde Antigua hasta Tenochtitlan y de Pizarro de Tumbes a Cajamarca, leí por su consejo a Bernal Díaz del Castillo, a Álvar Núñez Cabeza de Vaca, el mejor hombre que España envió al Nuevo Mundo, a Junipero Serra y a los Colones, al padre, el gran Almirante y a su hijo Hernando. Todo ello y mil historias, mil personajes, mil anécdotas, mil amigos, mil recuerdos, mil amaneceres y mil noches le debo a Miguel.
Y España le debe a Miguel de la Quadra un reconocimiento que no le dio, un Premio Príncipe de Asturias que un jurado cegato le negó, un legado que jamás pagaremos en su justa medida. La Ruta Quetzal fue la obra de su vida y por ella vivirá Miguel en el corazón de miles de ruteros, de mas de 50 países diferentes, unidos por nuestra lengua y desde su paso por los campamentos por un espíritu compartido que les "cambio la vida", como repiten cuando recuerdan, que les dio una lección de igualdad, solidaridad y de abrir sus mentes y sus corazones a lo diferente.
Miguel era vasco-navarro, y no era nacionalista porque un hombre de su vivencia y mundo no podía serlo. Era "peor" que eso, era "imperialista vasco" pues, según él, todos, de una forma u otra acabábamos por ser vascones, aunque hubiéramos nacido en Jerez o en Trujillo. Manu Leguineche, otro vasco que se hizo alcarreño porque ya se sabe que no solo nacen donde quieren sino que se mueren donde les da la gana, está hoy en mi recuerdo. Porque ambos fueron los último de una estirpe, la de los reporteros, las de ir, ver, escuchar y contarlo. Y se quisieron y apreciaron, bien lo sé, mucho el uno al otro.
A mi hoy, para pillarme por sorpresa, Miguelón me ha sorprendido con la adiós en el río Eo, entre Galicía y Asturias, huyendo de las tertulias y la campaña, y así me parece que puedo sentirlo mejor en mi memoria y recordarlo en la multitud de cosas que fue, atleta, arponero, buscador de oro, camionero en los Andes, aventurero, periodista y sobre todo el más maravilloso flautista de Hamelin que, tras él, llevaba una gran multitud de jóvenes, pero no como ratones hipnotizados hacia despeñadero y la muerte sino como seres humanos hacia el conocimiento y para abrirles puertas de vida. Conmigo lo hizo.
"El último explorador. Miguel de la Quadra Salcedo" es la biografía que Antonio Franco, el médico de sus expediciones y gran amigo, y yo publicamos. Dos libros míos más, "Un sombrero para siete viajes" y "El pájaro de la aventura" lo tienen a él como el verdadero inductor y protagonista de la aventura.