La muchachada –tanto la nui como la diurna– anda de mosqueo irreductible con los paisajes, los paisanajes, los hechos y las cosas que les hemos dejado en herencia ful. Sobrevive con las hormonas revolucionadillas, el adolescente celtibérico medio. Se cisca el grupúsculo ni-nil en todo viejales que, habiendo cumplido más de 25 años, se cruza en su camino. Se trata de una guerra incivil en la que, como si la violencia extrema fuera el pan suyo de cada día, participan todos contra todos. Arduo batalleo mundial zeta, de hijos contra padres.
Esto cobra visos de parque temático puertohurraquil, costapolvolanquero, inenarrable. Regresa ‘Hermano Mayor’ a nuestras vidas. En Cuatro. Y lo hace esta vez de la mano –o el certero izquierdazo– de un púgil superdotado. Golpe a golpe. Verso a verso. Acojona lo suyo lo que muestra cada viernes nuestro televisor. Estamos en las últimas.
Adrián. 19 añitos. Animalito el tal Adrián. “Sólo tiene dos caminos: o el cementerio o la cárcel”, advierte Jero García a sus atribulados padres. Adrián odia a sus progenitores. Adrián odia a Jero García. Adrián odia a Adrián. Adrián odia al mundo entero y se desconocen las razones de tanto ‘adrio’. Agresivo, impulsivo y fantasioso. Ese es Adrián. Un ni-ni del montón que sueña con convertirse en sicario, proxeneta y narcotraficante. Ahí es nada.
Adrián se lía a puñetazos con la tele, con los sofás, con su madre, con su padre. Lo de este chico no es muy normal, no. “Yo quiero vender droga y armas. Y tener puticlubs”, avisa. Y se aplica, el tío. Riega cada mañana una famélica planta de maría y hace experimentos con sosa para conseguir droga más o menos dura. ‘Breaking Bad’ Nivel Becario. De risa floja y descontrolada. “Para mí la diversión es estar en un yate rodeado de putas. Porque sois todas unas putas. Hasta mi madre. La que más. Ella es la madame”, suelta, echando espumarajos por la boca, el calderoniano Adrián en uno de sus ataques de furibundez.
A mitad de programa, se queda uno con la pegajosa y extraña sensación que lo embarga cada vez que se enfrenta al mismo. Y van nueve ediciones. ¿Hasta dónde llega aquí la realidad y hasta dónde la ficción? ¿Cuántos Adrianes habrá en este momento dando puñetazos a sus progenitores? ¿De dónde sacan estos chavales tanto odio acumulado? ¿Hasta qué punto no han sido forzadas las imágenes que, horrorizados, nos permiten contemplar?
Máxima tensión televisiva. Horror cotidiano y de bajo coste. “Se le va a escapar una hostia al Jero este”, piensa el espectador, “que va a poner a Adriancito a bailar chachachá”. Pero no. Lo que hace, como primera medida, es pegar al culo del chico dos guardaespaldas y meterlo de cabeza en un juicio sumarísimo fingido. Y Adrián lo sigue todo como si viese una película. Quizá porque, en realidad, es una película. Empatía cero con sus semejantes la que muestra el chico. Citan a declarar hasta a su mejor amigo, un futuro policía. Pero a Adrián se la pela todo.
Ver al juez de pega intentando convencer a Adrián para que se piense lo de ser narco, todo un poema surrealista. “Me suda la polla”, remata Adrián, tras la chapa del falso juez. No hay manera. Se llevan después al chico a currelar a un basurero. Pero Adrián no está dispuesto a arremangarse por menos de dos mil lereles al mes. No es tonto el tío. Se lo llevan luego de palique con una puta. Y de paseo por un supermercado de la droga. Y, finalmente, el chaval rompe a llorar y promete ser bueno. Tira a la basura ahí su sueño de ser narco o proxeneta. Y se plantea opositar para freír patatas en un Burger King, como el resto de su generación. Porque se puede ser pobre y honrado a la vez. O porque la vida es sueño. ¿Y los sueños? Sueños son.