Pasaban pocos minutos de las seis y media de la mañana del 7 de agosto de 1974 cuando Philippe Petit puso el pie izquierdo sobre el cable de acero que unía las dos Torres Gemelas. A 400 metros de altura, afianzó su posición y movió el pie derecho, despacio, de la cornisa de la torre sur hacia el cable de dos centímetros de diámetro. Era el primer paso. Durante 45 minutos recorrió los sesenta metros que separaban las dos torres. Lo hizo ocho veces. En el suelo, una multitud de miradas hacia arriba apreciaba los movimientos de ese pequeño punto negro que se movía entre las nubes. El funámbulo acababa de dejar su huella en el cielo de Nueva York.
Sobre su travesía se han hecho documentales (Man on Wire, de James Marsh) y canciones (Bob Dylan con Don’t fall) y ahora, Robert Zemeckis le dedica su nueva película, El desafío, que se estrena este viernes.
Aviso: si padeces de vértigo no la veas. Especialmente en 3D. Pero si quieres experimentar la sensación de caminar sobre las nubes, aunque sólo por un instante, entonces ponte las gafas y déjate llevar. Zemeckis pone al espectador en los zapatos de Petit y le hace viajar por el cable, sintiendo el miedo y la ansiedad a cada paso. Mejor dicho: aunque padezcas de vértigo, tienes que verla. Pocas veces uno tiene la oportunidad de caminar en la cuerda floja sin nada que perder.
La película recupera la magnitud de las Torres Gemelas, su grandiosidad, su aspecto imponente. Ellas son casi tan protagonistas como Petit, cobrando una nueva vida en el lugar donde el 11-S sólo ha dejado vacío y dolor.
Inspirada en su libro de memorias, Alcanzando las nubes (que adoptó ahora el mismo nombre que el filme), la película destripa los preparativos del golpe de Petit. Retrata a un hombre dedicado al arte y a la belleza, pero también un perfeccionista sin limites, egocéntrico, capaz de utilizar a los que le acompañan para conseguir el que se convirtió en su único propósito vital: cruzar esos 60 metros de cielo que separaban las dos torres de Nueva York.
Arte y rebeldía
Philippe Petit nació el 13 de agosto de 1949, en los alrededores de París, en una típica familia francesa de clase media. Inquieto y travieso, siempre huyendo de las normas, a los 18 años le habían expulsado de cinco escuelas, “por haberme ejercitado en el arte de robar carteras a los profesores”, según cuenta en su libro.
A su padre, el Coronel Edward Petit, piloto de Aviación y héroe condecorado con la Croix de Guerre por su participación en la II Gerra Mundial, le hubiera gustado que su hijo siguiese la carrera militar. Pero el pequeño Petit se dispersaba con artes menores. “Era un poeta rebelde, un trovador errante, un malabarista callejero y detenido cada dos por tres”, dice en sus memorias.
Con 17 años se marchó de casa. “Me he sentido huérfano durante gran parte de mi vida”, dijo hace unas semanas, cuando estuvo en Madrid para presentar su película. “Siempre he sentido que mis padres no me entendían. Mi padre no podía llegar a un cóctel y decir que su hijo era malabarista… decía que hacía teatro. Supongo que teníamos formas distintas de ver las cosas”.
Se enamoró del funambulismo con 16 años, cuando asistió por primera vez al espectáculo de Les diables blancs, del circo de Rudolf Omankowsky, Papa Rudy, como le llamaría. Él le enseñó a caminar sobre el cable, cómo tensarlo y asegurarlo, cuál era el peso y el tamaño correctos del balancín. Cómo dar el primer pasado y mantenerse concentrado hasta el último.
Petit se jacta de haber sido arrestado más de 500 veces y reconoce su carácter difícil. Es “un profesional de una arrogancia absurda”
Sin embargo, para Philippe Petit, caminar en la cuerda floja dentro de una tienda y con una red debajo no era suficiente. Para él, la belleza del arte siempre estuvo en la transgresión, en lo prohibido. En hacer algo que nadie más se atrevía a hacer pero que era, además, ilegal. Se jacta de haber sido arrestado más de 500 veces y reconoce su carácter difícil, “un profesional de una arrogancia absurda”. “Nunca me han gustado las normas de los padres, de la escuela ni de la sociedad, no me gusta ser parte del rebaño, la creación sólo existe si hay rebeldía”.
Su primer acto de rebelión surgió el 21 junio de 1971, cuando cruzó las dos torres de Notre Dame. La aventura llegó a las primeras páginas de los periódicos, pero Petit se sintió traicionado por su público.
“El mundo saluda al valiente poeta. Salvo los franceses, que no se muestran afectados ni entusiasmados. No necesitan un bis”, escribe en su libro.
Indignado, se marchó a Australia y volvió a repetir la hazaña en el puente de Harbour, en Sidney, pero aún no estaba satisfecho. Recuperó un viejo dibujo de las Torres Gemelas, cuando eran tan sólo un proyecto arquitectónico, robado de una revista en 1968, y se fue a Nueva York.
Arrogante y manipulador
Durante meses Petit estudió las torres en profundidad, las visitó más de 200 veces mezclándose con los trabajadores, se hizo pasar por mozo de recados, electricista, carpintero. Se aprendió de memoria sus entradas y salidas, llenó un sinfín de libretas con planos y bocetos, construyó una maqueta de madera y alquiló un helicóptero para hacer fotos de las dos azoteas.
Se regodeó con la facilidad para eludir los controles y la seguridad. Se sentía imparable. Por eso no escondió lo que pretendía hacer. “Soy funámbulo y vengo a tender mi cable entre las dos Torres Gemelas”, dijo al aterrizar en Nueva York. A pocos días del golpe, en una entrevista al Daily News, anunció que en breve haría un espectáculo en Nueva York, “en los techos del mundo”.
Tenía un magnetismo feroz, capaz de conquistar a seguidores para su causa, pero nada le importaba más que su golpe
Años después, en su más reciente libro, Creativity, the perfect time, reconocería haberse transformado en una persona “arrogante y manipuladora, rehén de una búsqueda por la perfección” y de “el ansia por el aplauso del público”.
Tenía un magnetismo feroz, capaz de conquistar a seguidores para su causa, pero nada le importaba más que su golpe. Ni su compañera de entonces, Annie, que se volcó totalmente con su sueño y volvió a París nada más terminar la hazaña. “¿Os digo la verdad? Envío a Annie a Francia, no quiero que nada enturbie el esplendor de mi recién adquirida fama, o que aminore el incontrolado y gozoso tiempo de mi nuevo comienzo”, confiesa en su libro.
Su único miedo fue que le detuvieran antes de poder ejecutar su espectáculo y sólo por una vez parecía pensar en que, si algo fallaba, podría morir. Papa Rudy, después de aconsejarle sobre la mejor manera de fijar el cable, le sugirió un cinturón de seguridad bajo el traje: “A esa altura nadie lo verá”. Petit no quiso escucharle: “Mi cable es un escenario teatral, un lienzo sobre el que pintar poesía, nunca haré eso”. “Otro que cree que voy a morir”, pensó entonces. “Salvo que esta vez es un funámbulo, él sí que sabe”.
La travesía
La noche anterior a aquel 7 de agosto de 1974, Philippe Petit y sus cómplices se adentraron en las dos torres para tender el cable. Una serie de contratiempos hicieron que, a las 6:30 de la mañana, el cable no estuviera aún tensado.
El show debería haber empezado hace media hora. Petit estaba enfurecido y no atendía a razones. “Olvido que había jurado no pedirle a Jean-François, por padecer de vértigo, que trabajara en la cornisa inferior y le obligo a unirse a mí (…) situado justo en el borde del abismo, le empujo, tiro de él, salto sobre él, le maltrato, gritándole cada vez más alto”.
Minutos más tarde, el cable parecía preparado para recibirle (años más tarde confesaría que no estaba bien colocado del todo) y Petit emprendió su caminata. Llegó al otro lado en pocos minutos pero no era suficiente. Se sentó en la cornisa de la azotea y miró la torre. Tenía el ímpetu de volver. Cogió el balancín y volvió a poner el pie izquierdo sobre el cable. “El día de hoy es testigo de una expedición sagrada. Un recorrido cíclico. La dicha repetitiva de la exploración, la misma, nunca la misma. El peregrinaje de un mortal y un mortal peregrinaje”.
A 400 metros del suelo, Petit creyó escuchar la multitud, algo imposible a esa distancia. Saboreó su triunfo, se arrodilló en el cable y saludó a su público. “Puedo ver hormigas que corretean por todas partes. Bajo mi influencia, las hormigas ya no pueden escapar, reducen su velocidad hasta detenerse, me miran como sumisas (…) Había cientos, después miles. Cuando deje el cable me gritarán '¡Bravo!' con admiración y risas”.
Mientras Petit recorría una y otra vez el cielo, en las dos torres se habían juntado varios policías intentando que abandonara lo antes posible. Cuando el funámbulo decidió volver a poner el pie en la cornisa de la azotea, lo detuvieron en seguida. “¡Inmensa felicidad!” es lo único que puede decirle a la prensa tras terminar.
Petit volvería a cruzar los cielos en otras partes del mundo, pero ya en performances anunciadas con anticipación o incluso contratadas por entidades oficiales. El encanto y la espontaneidad de ese regalo a Nueva York no volvería a repetirse.