El pelo de Mohammad es negro y ondulado como el mar nocturno que tuvo que cruzar al huir de Siria. Tiene 12 años y un trazo al dibujar propio de su edad. Sin embargo, por el contenido de sus pinturas se podría intuir que el que pasea el pincel por el lienzo es un anciano que acumula guerras y horrores en sus ojos: en su cuadro, un helicóptero bombardea a la población; cuerpos que caen a la tierra como si las tumbas esperasen su alimento diario. Hay un cielo azul, un sol amarillo y sangre roja. La muerte es tan vivaz como simple en manos de un niño.
Según Save the Children, “Europa se enfrenta a la peor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial”. Desde que estalló la guerra civil en Siria (2011), más de cuatro millones de personas se han desplazado a países vecinos —cifra que se añade a los más de siete millones de desplazados internos en el país. De todos ellos, según ACNUR, “la mayoría son niños”. Paul Kelly, psicólogo británico especializado en traumas infantiles, lo explica así: “Un menor que ha pasado los últimos meses o años pensando en la muerte, ya sea la suya o la de sus familiares, simplemente ha dejado de ser un crío”. La infancia, considerada habitualmente un terreno fértil para el temor —el de dragones, hombres del saco y villanos—, no debería serlo para el terror. Ni cumbre de pureza y fragilidad ni depósito de crueldad y barbarie. El monstruo nunca debe abandonar la imaginación del niño.
Muchas veces no saben contar qué les sucede, pero lo que un niño siempre sabe hacer es pintar
En el dibujo de Abdulhamid, el mar es una gigantesca garganta que engulle a los refugiados que han caído de la barca al agua; el sol, como una suerte de divinidad que observa la escena, llora ante la tragedia y se lamenta como lo hacían el caballo o el toro en El Guernica.
“La familia de Aldulhamid, que es el mayor de los tres hermanos, estuvo 22 meses huyendo de su país para llegar a Europa. El pequeño de los hijos sólo tiene cuatro años. Fue una experiencia muy dura para ellos, tuvieron que hacer muchas paradas. A veces caminaban; otras, viajaban en tren; también cogieron un barco que se hundió. Fueron testigos de cómo se ahogó muchísima gente”. Quien relata la historia de esta familia siria es el artista kurdo Hasan Hüseyin Deveci (Anatolia, Turquía, 1972), ahora afincado en Colonia (Alemania).
Colores sin traumas
Hace algo más de un año, Deveci decidió abrir las puertas de su estudio a los niños refugiados que llegaban a la ciudad. ¿El objetivo? Superar el trauma de la guerra, un concepto que ni siquiera sabrían definir. “A menudo, un niño no sabrá ponerle palabras a su sufrimiento. Por eso, técnicas como la terapia a través del arte les ayuda a expresar lo que sienten”, apunta el psicólogo Paul Kelly.
“Muchas veces no saben contar qué les sucede, pero lo que un niño siempre sabe hacer es pintar. Si quieres que hable de sus experiencias traumáticas con un extraño, lo primero es ponerle un lápiz, un pincel o una cera en la mano. Además, la mayoría ni siquiera sabe alemán, el dibujo es un lenguaje universal. No hay preguntas, ellos son libres: a través de sus cuadros deciden de qué quieren hablar y de qué no”, explica Deveci a EL ESPAÑOL. Como ejemplo, la explicación que Avjin, de trece años, le dio al artista kurdo sobre uno de sus dibujos: “El corazón de la niña está sangrando no se siente bien”. “Los helicópteros destrozaron mi colegio”, dijo Avjin sobre otro de sus cuadros.
Hasan Hüseyin Deveci llegó a Alemania hace 20 años, cuando se negó a hacer el servicio militar en su país, Turquía, y tuvo que huir: “Yo también fui un refugiado, por eso sé cómo se sienten estos niños. Sé lo que es tener que abandonar tu hogar y sentirse un extraño siempre, llegar a un país nuevo donde no conoces ni el idioma”.
Muchos están contentos cuando llegan a mi estudio, pero a la hora de dibujar, la temática siempre es la guerra
Algunos de ellos, como en el caso de Mohammad, no sólo han tenido que escabullirse como ratas, sino que antes han tenido que ver cómo un rebelde rajaba a uno de sus familiares. “Muchos están contentos cuando llegan a mi estudio, pero a la hora de dibujar, la temática siempre es la guerra. En las imágenes encontrarás helicópteros, bombas cayendo, edificios destruidos, cuerpos ensangrentados…”, comenta Deveci sobre los resultados de su iniciativa terapéutica.
Los padres, que se asoman a las obras para comprobar cuán oxidada tienen la inocencia sus hijos, no se extrañan al observar el contenido del cuadro, sino que entristecen al ver que solo saben representar tristeza. “Cuando los padres ven los dibujos, apenas dicen nada. Lloran o se quedan en silencio. A veces te dicen lo positiva que resulta la terapia. Nunca se quedan en shock al ver que sus hijos pintan muertos, ellos han vivido lo mismo; lo difícil es reconocer que han quedado marcados psicológicamente”, señala Deveci.
Purgar la pena
El ilustrador sirio Wael Toubaji, que dejó su país cuando comenzaba la guerra y que ahora vive en Alemania gracias al asilo político, afirma que la poesía, el dibujo o la música son maneras a menudo muy recurrentes para purgar la pena. “La mayoría de mis amigos han buscado la libertad no solo a través de la huida, sino a través del arte. Muchos de ellos están en Europa ahora, pero no son felices. Siempre han sido personas muy creativas, pero una vez han llegado a Occidente, se han convertido simplemente en refugiados. Y si hacen algo original o se esfuerzan por tener éxito en su trabajo, son vistos como refugiados que hacen algo civilizado”, explica Toubaji a este periódico.
En octubre de este año, la agencia de la ONU para los Refugiados informaba de las numerosas “denuncias horribles” de abuso sexual que había recibido por parte de mujeres y menores. Según recogía Europa Press, Melissa Fleming, portavoz de ACNUR, mostraba su preocupación por los testimonios recogidos hasta la fecha: “Casos de niños que han mantenido sexo de supervivencia para pagar a los traficantes con el fin de continuar su viaje, bien porque no tenían dinero o porque les habían robado”. Si el poeta Ángel González decía que “para vivir un año es necesario morirse muchas veces mucho”, al huir, el niño ni siquiera puede permitirse eso. Llegar es lo que importa, contarlo —con alegría apócrifa si acaso— viene después.