Muy poca gente conoce a Nellie Bly, la periodista que, a caballo entre 1889 y 1890, logró dar la vuelta al mundo en menos de ochenta días (exactamente, en 72 días, 6 horas, 11 minutos y 14 segundos), a pesar de que disfrutó de una efímera fama mundial que la puso en boca de todos. Pero más desconocido aún es que lo hizo compitiendo contra otra mujer, Elizabeth Bisland. La carrera entre las dos fue una de las mayores promociones periodísticas de la historia.
El 14 de noviembre de 1889, John Brisben Walker, propietario del mensual Cosmopolitan, había tomado el ferry para acudir a la sede de su revista en el corazón de Nueva York. Como cuenta Matthew Goodman en Ochenta días (Aguilar), abrió el New York World, el hegemónico diario de Joseph Pulitzer. Se quedó de piedra al leer en portada, en grandes titulares, que ese mismo día el periódico enviaría a su reportera estrella, Nellie Bly, a demostrar que era posible hacerlo en menos tiempo que el establecido en la ficción por Phileas Fogg, el protagonista de la exitosa novela de Julio Verne La vuelta al mundo en ochenta días.
Walker llegó raudo a su despacho, convencido de que era la oportunidad de oro para impulsar su publicación, y decidió que ellos harían lo mismo. Pero, ¿a quién enviarían? Rápidamente pensó en Elizabeth Bisland. Bisland, tenía 28 años de edad y había nacido en una plantación sureña de Luisiana que había ido a menos. Había descubierto la literatura con los volúmenes de Shakespeare y Cervantes que se habían librado del incendio de su biblioteca y se había convertido en una referencia por su elegancia, su belleza y su exquisito gusto, de la vida cultural de Nueva Orleans, primero, y de Nueva York, después. De hecho, en Cosmopolitan se encargaba de las reseñas literarias, donde había publicado, por ejemplo, agudos textos dedicados a Tolstoi y a Don Juan Manuel.
Bisland se quedó estupefacta cuando Walker le ordenó que preparara el equipaje, porque seis horas después saldría a dar la vuelta al mundo. La mujer, abrumada, le contestó que era imposible, porque esa noche organizaba una cena en su casa. Pero de nada le valieron sus protestas: finalmente, en el mismo momento en el que un barco partía con Bly de Nueva York, ella salía en tren, pues daría la vuelta al mundo en el sentido contrario al de su competidora (y de Fogg): la daría de oeste a este.
La prensa se hizo un gran eco de la competición, con la excepción del World (la propia Bly sólo se enteraría de que estaba compitiendo contra otra mujer cuando ya tenía muy avanzado su viaje). Además, las dos periodistas no podían ser más diferentes: Bly era muy directa, una verdadera mujer de acción que había escrito reportajes en los que se había jugado la vida para desenmascarar redes de corrupción, con un estilo seco y sin florituras; Bisland, por su parte, era una verdadera poeta, refinada, y con una capacidad de evocación en su prosa que rayaba más en lo literario que en lo meramente informativo.
La odisea de Bisland la llevó a atravesar el Oeste en un tren disparado que amagó con descarrilar en varias ocasiones, y a sufrir en San Francisco la presión de la multitud que quería conocerla a toda costa. Pero más tarde, disfrutó el viaje (nunca quiso llamarlo "carrera"), quedó encandilada con Japón y desarrolló una profunda admiración por la vastedad del Imperio Británico (Bly, por contra, detestaba a los ingleses).
El último tramo del viaje de Bisland fue de infarto: tuvo que literalmente saltar de un tren a otro para cruzar Francia, Inglaterra, Gales e Irlanda y llegar a tiempo de coger un buque para atravesar el Atlántico. Pero el acordado no apareció (cundió la sospecha de que había sido una añagaza de Pulitzer) y, para cuando pudo cruzar el océano, un horroroso temporal hizo del viaje una experiencia horrible. Cuando llegó había invertido 76 días: Bly ya se había llevado todas las mieles del éxito hacía cuatro días, y para la segundona no quedaron ni las sobras.
En realidad, a Elizabeth Bisland no le importó demasiado. Se fue a vivir un año a Gran Bretaña, reunió sus crónicas en un libro y, a su vuelta a EEUU, se casó con un abogado y juntos diseñaron una casa en Long Island. Mantuvo una larga carrera como poeta y ensayista, viajó en dos ocasiones a Japón, y en su última etapa escribió contra el secundario papel femenino ("una vez que la atracción sexual desaparece, las mujeres no tienen poder en América", dejó escrito) y sobre cómo envejecer con serenidad y dignidad. Los obituarios publicados con motivo de su muerte, el 6 de enero de 1929, apenas hicieron mención a su inolvidable "viaje".