Cuando Jesucristo descubrió Snapchat
Las nuevas 'iglesias hipsters' llenan discotecas y estadios, mientras sus pastores conducen el show con música en directo y juegos de luces, todo lo que uno le pediría al intermedio de la Super Bowl.
31 julio, 2016 23:53Noticias relacionadas
Siempre he creído que una de las pocas cosas que escaparían al tentador bullicio del marketing era la religión. El fútbol, la música, la literatura, la prensa, la ciencia, la alimentación o incluso la sanidad hace tiempo que forman parte de ese pandemónium que la mercadotecnia genera a diario en los medios de comunicación, pero la fe parecía lograr mantenerse al margen.
Su ubicación en el tablero, de hecho, era exactamente la contraria. Tal vez haya constituido el mejor ejemplo de cómo no saber venderse. Se trate de la confesión que se trate, es difícil encontrar en los periódicos alguna noticia al respecto que no tenga que ver con actos criminales en nombre de la fe, con la conducta repugnante de un religioso o con polémicas mohosas que no hacen más que empañar la celebración de fiestas ancestrales. Toda la dimensión pública de un determinado credo reducida a su último jaleo.
Me llamó la atención una noticia que leí hace unos meses sobre Justin Bieber, quien, en medio de una tormenta de controversias e inconveniencias, decidió detener un concierto para hablarle a su público sobre Dios
Pero su dimensión privada tampoco ha sido nunca mucho más vendible. Me he criado en el seno una familia católica y estudié hasta los dieciocho años en un colegio salesiano. Conozco de primera mano el anquilosamiento de los ritos. La monotonía de las ceremonias. Su profunda solemnidad. Su enorme distancia con el mundo que gira trepidante más allá de las puertas de la iglesia. Si alguna vez su grave protocolo tuvo algo de atractivo, hace mucho que lo perdió.
Y es algo que cuesta entender. Es difícil no preguntarse a qué se debe semejante inmovilismo. La tradición es un mástil firme y sólido al que agarrarse cuando todo lo demás se viene abajo, pero conviene soltarlo cuando uno ya lleva un rato sumergido en el fondo del mar. Algo de lo que se han percatado en Estados Unidos, donde parece que algunos sí conocen el modo de sobrevivir al naufragio.
Me llamó la atención una noticia que leí hace unos meses sobre Justin Bieber, quien, en medio de una tormenta de bacanales, controversias e inconveniencias, un buen día decidió detener un concierto para hablarle a su público sobre Dios. Interrumpió el espectáculo y comenzó a explicar cómo la fe lo había rescatado de una vida tóxica y descontrolada. Pidió a su amigo Judah Smith que subiese al escenario y juntos se pusieron a rezar, creando así un ambiente espiritual, más próximo al de un templo que al de un estadio, en el que casi todos los asistentes guardaron silencio. El momento exacto es sobrecogedor:
Judah Smith es el pastor de una iglesia evangélica. Es decir, como cualquier otro prelado, tiene a su cargo a un grupo de fieles de una determinada comunidad eclesiástica. Pero se estarían ustedes equivocando si se imaginasen al sosegado reverendo Lovejoy o al afable padre Dowling. Como se puede observar en el vídeo con Bieber, Judah viste chupa de cuero, gorra y pantalones vaqueros rotos; además celebra sus eucaristías en formato late night show, lleva consigo a una banda de rock que le acompaña durante el servicio religioso y oficia sus misas como si fuese un auténtico showman. Porque, de hecho, lo es. Fíjense si no en este tuit que publicó hace algunas semanas en el que se le ve haciendo acto de aparición en una de sus ceremonias:
We left the ship on stage from City Kids Camp for our Sunday services and let's just say... I'd make a great pirate pic.twitter.com/6Tt8gJeDYs
— Judah Smith (@judahsmith) 27 de junio de 2016
Han visto bien. Tiene cerca de cuatrocientos mil seguidores en Twitter. Menos mal que a los clérigos no les da por comparar el tamaño de sus rebaños, porque a ver en qué otra capila podrían caber tantos feligreses. Su iglesia, denominada The City Church, ubicada en Seattle pero con campus repartidos por otras zonas de Washington, así como en Los Ángeles e incluso en la ciudad mexicana de Guadalajara, pertenece a las denominadas 'iglesias hipsters'. Se congregan en teatros, en discotecas, en salas de conciertos o en estadios y su pastor se encarga de conducir el show, con música en directo, juegos de luces y todo lo que uno le pediría al intermedio de la Super Bowl.
'Iglesias hipsters'
Rich Wilkerson es el pastor de la VOUS Church de Miami. A Justin Bieber lo terminó bautizando el pastor Carl Lentz, de la iglesia Hillsong de Nueva York. Iglesia, por cierto, guiada por Brian Houston y cuya sede está en Australia pero que ha logrado ramificarse por todo Estados Unidos y cuenta con congregaciones en países como Francia, el Reino Unido, Suecia, Argentina o España. Todos ellos, verdaderos rockstars del cristianismo, siguen un mismo patrón: han convertido su misa en una auténtica exhibición. Son los ministros de las 'iglesias hipsters'.
No es descabellado pensar que la Iglesia católica, a la vista del éxito cosechado por estas otras iglesias, se podría estar equivocando en su empeño por mantener la formalidad de sus ceremonias. Como tampoco lo es pensar que sí parece existir una forma de predicar el evangelio cuyo olor a incienso y disciplinas decimonónicas no espanten a la juventud. Claro que, el precio a pagar a cambio, es que la industria del entertainment entre en tromba por el portón principal de la iglesia y lo rediseñe absolutamente todo.
Esa misma duda es la que asalta al teólogo y fraile dominico Vicente Niño, quien entendiendo que es necesaria cierta renovación, pone en valor el carácter objetivo de la eucaristía frente a la pulsión subjetiva de convertirla en una fiesta de masas: "Hay que captar de un lado la intuición que significa la necesidad de, quizás, actualizar el lenguaje celebrativo religioso con iniciativas de este tipo, pero, de otro, el problema de banalizar momentos de encuentro con la presencia de Dios en una comunidad que se reúne para celebrar su fe".
La Iglesia católica -continúa explicándome Vicente- entiende sus celebraciones, especialmente la eucaristía, como lugares cualitativamente significativos donde, a través de gestos y signos concretos y visibles, se hace presente la única realidad invisible que es la del encuentro con Dios. Hay una cierta “objetivación” a través de la comunidad y de los ministros de la Iglesia de ese encuentro, no dejado solo a la mera emotividad subjetiva. Sin conocer de primera mano estas celebraciones, lo que me sugieren es esa cierta frivolización de un tiempo y un lugar sagrado que apela exclusivamente a lo sentimental y emotivo, a lo subjetivo e inducido por las técnicas del marketing.
No es descabellado pensar que la Iglesia católica, a la vista del éxito cosechado por estas otras iglesias, se podría estar equivocando en su empeño por mantener la formalidad de sus ceremonias.
Su postura es comprensible, habida cuenta del significado que en la Iglesia católica tienen los templos y su trascendencia espiritual y de la escasa importancia que parece otorgársele a estos en las 'iglesias hipsters' -lo que no tiene pinta de ser una mala estrategia comercial, por cierto-, pero es innegable que, en lo que se refiere a la predicación del evangelio, una desconexión tan patente con una realidad tan actual e inevitable como la de las redes sociales y el mundo virtual supone una clara desventaja. El teólogo opina de forma similar:
“Las redes sociales y el continente digital son un espacio extraordinario para tratar de transmitir la experiencia profunda de la fe, un auténtico continente donde se encuentra la gente, se debate, se generan tendencias y opinión, un ágora moderna en el que la Iglesia católica no sólo no puede dejar de estar, sino que entiende que debe y quiere estar”. Vicente me explica cómo el papa Francisco y, antes que él, Benedicto, decidieron estar presentes en diferentes redes sociales tales como Twitter, Instagram, etc. “Cada vez se están reforzando más los canales de comunicación digitales, tratando de mostrar un rostro más real de la Iglesia que el que tantas veces aparece en los medios, un tanto deformado. Podemos decir que hay una decidida y positiva apertura a los nuevos modos de comunicación”.
El problema, bajo mi punto de vista, y por muy buena que sea la intención, es que en este sentido las iglesias evangélicas estadounidenses le están comiendo la merienda a la católica. El caso de Judah Smith y sus 375.000 seguidores en Twitter es un buen ejemplo. Cada vez que este pastor tuitea uno de sus sermones llega a mucha más gente de la que jamás lo escucharía en una iglesia. Brian Houston tiene medio millón de seguidores en esa misma red social. Las homilías de Rich Wilkerson se han convertido en un must de Snapchat. Sus fieles están enganchados a ellas y las visionan desde cualquier rincón de Estados Unidos. Y eso por no mencionar su cuenta de Instagram, donde le sigue más de un cuarto de millón de personas. A veces, desde la perspectiva de quien va primero, los de atrás pueden parecer totalmente detenidos. Sobre todo cuanto más atrás se quedan. Y en lo que al mundo 2.0 se refiere, la Iglesia católica es solo un puntito negro allí abajo, al inicio de la pendiente.
Claro que, como suele ocurrir, no es oro todo lo que reluce. Aunque en este caso tal vez sí sea oro, precisamente. Los pastores de estas iglesias evangélicas pueden contraer matrimonio y tener descendencia. De hecho, no sólo es pastor el hombre sino que también puede serlo su esposa. Es el caso, por citar un ejemplo, de los padres de la cantante Katy Perry. O del propio pastor Rich Wilkerson. Los hijos de estos prelados, si se dedican -nótese la connotación laboral del verbo- a lo mismo que sus padres, heredan su iglesia y, con ella, a todos sus feligreses. Un componente dinástico que, a lo largo de varias generaciones, puede traducirse en la acumulación de un patrimonio considerable. Algo que a mí me parece fenomenal pero al cristianismo no creo que le haga mucha gracia. Por una mera cuestión de coherencia.
El dinero mueve montañas
No hace mucho, varios portales de internet publicaron una relación de las mansiones donde viven algunos de los pastores evangélicos más ricos de Estados Unidos, fotografías incluidas, así como el valor de mercado de cada una de las casas. La del pastor Joel Osteen está valorada en 10 millones de dólares. La de Guillermo Maldonado, en 7,5 millones. La de la reverenda Joyce Meyer, en 11,5. Y la humilde morada de Paul y Jan Crouch cuesta ni más ni menos que 25 millones.
Esto no quiere decir que los líderes espirituales de las “iglesias hipsters” -iglesias evangélicas hay a porrillo- sean todos ricos, por supuesto, pero llama la atención que Brian Houston posea su propio sello discográfico, llamado Hillsong Music, cuyos grupos publican varios discos al año; que Judah Smith aparezca en la lista de autores bestsellers del New York Times; o que Rich Wilkerson tenga su propio reality show en televisión, titulado por cierto Rich in Faith, un juego de palabras con su nombre que se traduce como “rico en fe”. Manda cojones.
Habrá quien oponga a estos datos la doctrina de las iglesias protestantes con respecto a los votos monásticos, incluido el de pobreza, suprimidos desde el siglo XVI. Pero tal vez convendría recordar que, en el protestantismo, la Biblia se considera la auténtica palabra de Dios y única fuente de autoridad, por lo que no resulta muy sencillo acoplar según qué estilo de vida con algunos versículos, como por ejemplo Lucas 6:20-21 (“Volviendo su vista hacia sus discípulos, decía: Bienaventurados vosotros los pobres, porque vuestro es el reino de Dios. Bienaventurados los que ahora tenéis hambre, porque seréis saciados. Bienaventurados los que ahora lloráis, porque reiréis”), Lucas 6:24-25 (“Pero ¡ay de vosotros los ricos!, porque ya estáis recibiendo todo vuestro consuelo. ¡Ay de vosotros, los que ahora estáis saciados!, porque tendréis hambre. ¡Ay de vosotros, los que ahora reís!, porque os lamentaréis y lloraréis”), Mateo 19:23 (“Y Jesús dijo a sus discípulos: En verdad os digo que es difícil que un rico entre en el reino de los cielos. Y otra vez os digo que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que el que un rico entre en el reino de Dios”) o Marcos 10:23 (“Entonces Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: Cuán difícilmente entrarán en el reino de Dios los que tienen riquezas”).
Vamos, que está muy bien eso de dar misa en vaqueros sobre el escenario de un estadio, con fuegos artificiales y una banda de rock detrás cuando el objetivo es renovar el envoltorio ceremonial de la eucaristía. Tal vez algunos deberían tomar nota de ello por estas latitudes. Pero algo me dice que está todavía mejor cuando, además, toda esa parafernalia te coloca en una posición privilegiada para llenarte los bolsillos.
Ya lo dijo el hugonote Enrique de Borbón cuando ansiaba el reino de Francia: “París bien vale una misa”. De casta le viene al galgo.