Es el primer día del ministro en su despacho. Va un poco apurado, toca jurar el cargo y hacerse una foto recogiendo la cartera del que abandona el Ministerio. Al entrar en su nuevo aposento le llama la atención lo que a todo el mundo: qué alargado es, como un pasillo ancho. Pero inmediatamente su vista se dirige al ventanal que corre de lado a lado de la estancia rectangular. Al otro lado está el fotogénico edificio Metrópolis, diseñado por dos arquitectos franceses y construido por uno español en 1911, rematado con una cúpula de pizarra (pompier) y una victoria alada de oro, que inspira a cualquiera. Al ministro de Educación, Cultura y Deporte, también.
Al asomarse por primera vez a las increíbles vistas piensa en Bruselas, donde todo era más fácil y la vida sólo se alborota cuando bebes uno de esos malditos cafés de la sede de la Unión Europea, que te dejan el estómago con ardor de calcetín usado. Apenas faltan unos meses para el final de la legislatura y el presidente del Gobierno -que llama para nombrar, pero prefiere la prensa para cesar- se ha quitado de encima al ministro peor valorado de la historia de la democracia española, con una operación de maquillaje gracias a un hombre de apariencia aseada y modos campechanos.
El ministro aparta la mirada de la victoria dorada y se encuentra con él. Unamuno. Ahí, presidiendo la sala, protagonista del espacio desde hace 13 años, colgado donde se recibe, en el lado opuesto de su mesa de trabajo. Cuando se distraiga de su papeleo él estará ahí, observando. Miguel de Unamuno, el hombre que se enfrentó a Millán Astray, general de los sublevados de Franco y prototipo de malo de Spielberg.
El 12 de octubre de 1936, en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, durante la celebración de la fecha que celebra el llamado “descubrimiento” de América, bautizado por un antiguo ministro de Hacienda, con todo el desatino, como Fiesta de la Raza. Allí estaba el filósofo, como una presa en medio de la manada. Unamuno, que había apoyado en un primer momento el Golpe de Estado, cambió de opinión a orillas del Tormes, cuando fue testigo de la represión, detención y fusilamiento de su círculo de amigos.
La antiespaña
En el paraninfo, el objetivo era “la exaltación nacional, el imperio, la raza y la cruzada”. Ahí estaban los historiadores del régimen para criticar y amenazar a quienes no compartiesen los ideales de la sublevación. Eran “la antiespaña”. Y el rector de la Universidad de Salamanca estalló y aclaró quiénes eran los catalanes y los vascos como él. Y la masa enfurecida se pronunció en contra y José Millán Astray y Terreros colmó la sala con un grito que dejó ver ante la Historia la culminación de su capacidad intelectual: “¡Mueran los intelectuales! ¡Viva la muerte!”. Carmen Polo se ofreció a ayudar a Unamuno a escapar de una muerte falangista.
El Diccionario Biográfico Español explica que Millán Astray llevó “una incansable actividad profesional e intelectual” en Madrid, durante los años de su formación. Pero su gran obra llega con la creación de la Legión. Logra la firma del rey para alumbrar el Tercio de Extranjeros y no tener que mandar a ningún español a África para defender el norte de Marruecos. El credo en el que se inspira el general tuerto para la nueva unidad fue el bushido, código moral de los samuráis, y sus soldados no podían tenerle miedo a la muerte.
Cuenta la leyenda que un día, en un cabaret, escuchó a cupletista Lola Montes cantar El novio de la muerte y pidió que se la tradujeran a música militar. Quería un combatiente que morir por España le causara regocijo y honor y esa letra lo tenía todo. La leyenda sigue contando que fue encontrada en el bolsillo de un soldado fallecido...
Un hombre, muy hombre
Así que Íñigo Méndez de Vigo y Montojo se encuentra con ese Miguel de Unamuno, pintado por José Gutiérrez Solana, con una delicada e inocente pajarita de papel sobre el escritorio del intelectual vasco. Según el pintor, Unamuno era un gran conversador de sobremesa, mientras hacía bolitas de pan con la miga sobrante o pajaritas. “Era el creador de esa ciencia que él bautizó con el nombre de cocotología. Era el que lograba hacer más pequeñas pajaritas, casi del tamaño de una cabeza de alfiler, pero su obsesión era llegar a hacer mamíferos con un pedazo de papel”, escribió Solana.
Un hombre que hace pajaritas no es un hombre. Un hombre que no quiere morir por España no es un hombre. Un hombre que no le tiene miedo a la muerte no es un hombre. Un hombre así no puede ser ejemplo de nada, ni presidir el despacho de un ministro. Y lo echó. Antes de jurar su cargo, el barón de Claret, hijo de familia militar, mandó que retirasen el cuadro, que hoy descansa a la sombra y apartado de la vista pública, en una sala contigua.
Una cuadrilla de operarios del Museo Reina Sofía, propietario del cuadro cedido, descolgó el cuadro de la pared en la que había sido colgado por Pilar del Castillo, en 2002. El cuadro fue comprado por el Estado en 1986 -entonces valorado en 20 millones de pesetas- y lo han visto cinco ministros de Cultura. También José Ignacio Wert, en la misma sala donde conoció íntimamente a Montserrat Gomendio, su actual pareja con la que vive en París y trabaja para la OCDE.
Un desastre de ministro
La pintura de Gutiérrez Solana es una de las más valoradas de las 40 obras del Reina Sofía que adornan la sede del organismo. Durante meses la pared estuvo en blanco, hasta que el ministro colgó una pintura abstracta de un joven que salió vencedor en un concurso montado por el propio Méndez de Vigo. El urgencia del barón por deshacerse del intelectual termina por explicarse tres años después, cuando defiende en el Senado su derecho a cantar Soy el novio de la muerte, el himno de la Legión.
Entre el primer día de trabajo del ministro y el último, Méndez de Vigo ha hablado de “las vascongadas” para referirse a Euskadi, ha citado hasta la saciedad a Antonio Machado para tratar de “dialogar” en un Gobierno sin mayoría absoluta, ha confundido el Museo Sorolla con el “Museo Soraya”, se ha invertido 80.000 euros en defender la tapa como Patrimonio Inmaterial en Unesco, ha dicho que “la cultura hace feliz a mucha gente” y todos los viernes hace una Guía del Ocio, se ha olvidado asistir a la cumbre de patrimonio europeo más importante, ha trapicheado con los bienes de Sijena y Cataluña, ha tratado de colocarle un pisito de lujo al heredero del Duque del Infantado en un edificio Bien de Interés Cultural, ha creado el Archivo Histórico de la Nobleza...
Íñigo Méndez de Vigo, el ministro que canta Soy el novio de la muerte, el himno de quienes pidieron dar paseillo a los intelectuales. El canto contra la cultura que el ministro entonó junto con otros tres ministros, en Málaga, porque la canción “es parte de la tradición cultural española”. Como viene a decir Marina Garcés en Nueva ilustración radical (Anagrama), la cultura no garantiza la civilización, como tampoco lo hacen los privilegios de un barón, diplomático, barón, ministro y portavoz.
El ministro expulsó a Unamuno de su despacho, como lo despachó Millán Astray del Paraninfo de Salamanca. No quiere ver ni en pintura -con perdón- al pensador vasco -que no de las vascongadas-, que defendió el “imperio” de la lengua española y vio en la Guerra Civil un caso de locura colectiva. Por mucho que Méndez de Vigo, ministro de la Muerte, simule en público emocionarse con la lectura de poemas de Miguel Hernández, no convence. Desde el despacho contiguo, en la sombra, Miguel de Unamuno le da los buenos días al cargo que compara una canción de Loquillo con un himno profranquista: “Venceréis, pero no convenceréis”.