La expectación era total: como una cita con alguien que deseas desde hace mucho y ya sueñas con que acabe en beso con fuegos artificiales. Pero de repente la cena está fría, la elocuencia del interlocutor no es tanta y empiezan a dolerte los zapatos. Ah: esto era el desencanto, el terrible golpe con una realidad que pocas veces está a la altura de nuestra pizpireta imaginación. Es innegable que al equipo de Rosalía le ha salido redonda la creación del mito, la artesanía de una nueva diva cañí: la hemos visto hasta la extenuación en cientos de vídeos allá en el Coachella, en los Goya, en una película de Almodóvar entonando A tu vera, en las alfombras rojas, en los festivales españoles -donde sólo venía un ratito, epataba y nos dejaba con la miel en los labios-. Ha resonado internacionalmente, ha pintado el listón de la Beyoncé patria en el aire y la esperábamos en casa con las entradas más que agotadas -y revendidas a precios obscenos-, con colas interminables a las orillas del Wizink Center, con legiones de niñas emulando sus uñas y sus pantalones de chándal.
Nos han dicho que este era el evento del año, el concierto al que había que asistir como al mismísimo juicio final, el escenario que alumbraría a la artista más poderosa, más moderna y desgarrada -todo a la vez- del panorama hispano. Pero nada de lo que ha sucedido esta noche en Madrid, en el antiguo Palacio de los Deportes, ha estado a la altura de lo que su burbuja centelleante sugería. Desde la grada se veía la panorámica de la desolación: un público muerto que bailaba con desgana, que apenas coreaba, que no se divertía, que no salía de su cuerpo; un público a un móvil pegado para grabarlo todo y molar por estar en el lugar correcto, pero no sintiendo lo correcto. Instagram ardía: nadie más. El mundo de nuestras filias se divide entre aquellas cosas que gozamos aunque nadie mire y aquellas que sólo disfrutamos cuando podemos contarlas: Rosalía hoy fue de las segundas.
No se celebró allí ninguna experiencia mística: yo sólo me emocioné con Catalina, y casi porque la veía a ella acongojada, como cuando alguien se ríe de su propio chiste y tú respondes con otra carcajada, por imitación, por reflejo -pero la broma es mediocre-. La frialdad retumbaba en el estadio: Rosalía no trae banda, no tiene músicos -sólo una mesa de sonidos y un Guincho que parecía haberse tomado un orfidal-. Rosalía canta encima de su propia voz grabada. Rosalía se apoya sobremanera en su coro flamenco y en las palmas de los otros para disimular que se asfixia con la coreografía. Rosalía habla y parece Messi: se le hace hercúleo hilar un discurso sólido, genuino, diferente. Es previsible, es marca blanca: nunca molesta, nunca revuelve, nunca hiere. Rosalía funciona en imagen -ahí el éxito de sus brillantes videoclips-, pero las pistas de baile se rigen por reglas más intuitivas y oscuras. Hay rincones secretos de nuestras rodillas y nuestros brazos donde no alcanza el márketing.
Rosalía engancha un acento ajeno y no lo suelta: ya lo hizo en su día con un andaluz forzadísimo, pero ahora ejerce lo propio con un tono extraño y latino, como de Miami, al más puro estilo Alejandro Sanz -que, siendo madrileño, primero se creyó gaditano y luego le dio por hablar con una cumbia en lo alto que nunca supimos de dónde venía-. Algo falla: quizá sea que falta verdad. Falta el no sé qué, un aura más bien basada en nada estrictamente racional que hace que salgas levitando de una cita o que se te olvide a los diez minutos el encuentro.
Cantó Pienso en tu mirá sacando al aire un diente de oro, A palé, Barefoot in the park, Que no salga la luna, Maldición, Aunque es de noche, Di mi nombre, Millonaria, Dios nos libre del dinero, Bagdag -aquí la afición sí se creció-, Brillo -chulesca y divina con gafas de sol y meneo mágico de coxis-, Aute Cuture y un etcétera que no fue tan largo, dado que el concierto sólo duró hora y veinte. Hasta la bellísima A ningún hombre sonó a poco porque resultó muy mezclada: a capella sí hubiese tocado alguna tecla de nuestra maltrecha alma. Bien la intro de Cositas de ayer, de El Parrita -"no me llames más que ya no voy / no creas que me tienes embrujao' con tus amores"- y la de Te estoy amando locamente, de Las Grecas, pero ambas habían perdido ya el factor novedad.
Tuvo que llegar por sorpresa Ozuna en Yo x ti, tú x mi para que el estadio saliese del letargo: el chiquillo lo notó, se apuró y pidió encarecidamente ovaciones para su compañera, porque en un minuto le había robado todo el protagonismo. En Con altura también recordamos que estamos vivos y que aún somos razonablemente jóvenes, pero fueron pocos los temas que lograron la comunión del público: la peña se sabía cinco canciones. De ahí no les saques. Ni siquiera a nivel estético dio la joven el puñetazo sobre la mesa: la puesta en escena no sedujo, la diva no se cambió ni una vez de ropa y el equipo de bailarinas no resultó tan numeroso ni espectacular. Tocó Malamente y se marchó sin más vítores: gélida. Me descubrí a mí misma bostezando, como con uno de esos hombres que se perfilan apasionantes por redes sociales y luego no aguantan la segunda cerveza. Otra vez será.