España es Cristo abrazado a la cruz de El Greco, Aquelarre de Goya, Guernica de Picasso. La persistencia de la memoria: una fábula loca enfrentada a sí misma. Molinos de Castilla, carteles de toros, jacuzzis en Marbella. España con su Corona, con su farándula, con su jornal, con sus callos históricos. Su Faraona. Su Manolo Escobar. También su Paco de Lucía. España, qué decir, esquizofrenia.
España con sus enanos de Velázquez, con su Almodóvar, con su Santa Teresa, su Unamuno, su Marisol y sus anarquistas. España con sus toreros, con sus poetas, con sus artistas y sus genios malditos del flamenco. Hay un libro que recoge este cóctel molotov de historias delirantes, surrealistas, trágicas y cómicas, Eterna España (Arpa Editores), donde Marco Cicala retrata nuestro país con admiración y subterránea sorpresa: ese Quevedo que era un “nerd del siglo XVII”, esos secretos ocultos en el vino de Jerez, esa Andalucía que enamoró por igual a Washington Irving y a los productores de wésterns.
La vida secreta de los burdeles
Esta obra funciona como crónica de viajes de aventura y como fotografía poliédrica, descacharrante, con anécdotas verdaderamente poéticas. Como cuando Cicala habla con la “última madame”, la llamada señora Rius -Lydia Artigas Peña, nacida en 1938-. La describe tan maravillosamente que uno se teletransporta a su salón: “Se envuelve en su apartamento en pleno Eixample, el corazón burgués de Barcelona, como Zsa Zsa Gabor en sus boas de plumas (…) En las paredes, fotos de la Golden Age de Hollywood, retratos de Ava, Audrey, Lauren, Gregory, Humprey, Tyrone (…) En las estanterías, novelas de Sartre, Colette, Henry Miller”.
La señora Rius debutó a los veinte años. Su primer cliente fue un tal Carlos. “Médico, encantador (…) Justo después lloré. Pero volvería a hacerlo. En mi trabajo he puesto pasión. Diría incluso más: afecto”, cuenta ella, son su sugerente peinado rubio platino. En el título de su autobiografía se reconoce “de moral distraída” y relata “la virilidad de España desde las casas de citas”.
El boom de los años sesenta la llevó a codearse con ricachones extranjeros, con estrechas de cine y hasta con reyes, como el saudí Faisal: “Nos convocaron a cinco en el hotel Ritz. Nos dijeron que nos quedáramos tan solo en ropa interior. En la suite encontramos a otras treinta chicas. Un harén, un sueño. Él era alto, nos examinaba tras sus gafas oscuras, rozándonos, como mucho, con la punta de los dedos. Tras un cuarto de hora se tiró. No valía mucho como hombre”.
Belmondo, Cela y Dalí
Ojo a su encuentro con Jean-Paul Belondo: “Se sentía muy orgulloso de sus bellos dientes. Y los usaba. Al día siguiente estaba llena de mordiscos. No entiendo cómo Ursula Andress o Laura Antonelli han podido sobrevivir a un tipo así”. ¿Qué hay de Orson Welles? “Hizo lo que debía sin ni siquiera quitarse su traje azul, que estaba lleno de cenizas de cigarro”.
Pero sin duda la mejor historia es la que corresponde al Nobel Camilo José Cela. “Se limitaba a masturbarse, pero exigía que nosotras rompiéramos platos mientras lo hacía”. ¿Cómo es eso? “Los platos hechos añicos le excitaban. Sabe, había recibido una educación extremadamente severa”. Los platos no los traía él, por supuesto, los llevaban las prostitutas, pero “al final se los cargábamos en la cuenta”.
Sin menospreciar a Dalí, a quien la señora Rius describe como “presuntuoso, arrogante”: “Pretendía que lo llamáramos el Divino y otras chorradas similares. Pidió un pato. Vivo. Y pronto. Lo encontramos. En ese momento, las diez chicarronas suecas que lo acompañaban formaron un corro en torno a él y Dalí degolló el plato con un cuchillo mientras lo penetraba”. Delirante. Vio de todo, la mujer. Había un viudo que le pedía que se vistiera como su esposa y se tendiera en un féretro. “Mientras tanto, se tocaba”. 120 euros por cita, 70 para minusválidos. “El sexo se hace por amor o por dinero: no hay una tercera posibilidad”.
Mil historias
Este es uno de los cuentos punzantes -y extrañamente eróticos- que recoge Eterna España. Pero va mucho más allá. Habla de que Federico García Lorca era un “conversador pirotécnico”, “como una combinación feliz de bengalas y fuegos artificiales”. Que decía que odiaba las entrevistas pero que las guardaba todas, todas, convirtiendo su hogar en una cabaña de recortes de prensa, y que bromeaba sobre sus próximas intervenciones públicas con sus padres: “Ya veréis mañana los periódicos (…) Ni que fuera el príncipe de Gales”.
Habla del torero Ignacio Sánchez Mejías, irreducible al tópico. Su novela desaparecida La amargura del triunfo, un pequeño Grial, descubierta por el profesor Andrés Amorós. Habla de los origami de Unamuno: sus figuritas de papel que formaban elefantes, dromedarios, pájaros, musulmanes con chilabas que oraban arrodillados. Habla de Machado. Y de que en la Barcelona de la ‘belle époque’, cuando la lucha de clases resultaba aburrida, entre los trabajadores se decía: “Venga, vayamos a quemar una iglesia”. No se lo pierdan.