Manuel Vicent escribió que el placer también es una patria: ahora mismo la encuentra en oír una pieza de jazz y en tomarse un gintonic, dice. “Y después, levantarme y ver que hay sol en la ventana, y salir al patio de mi casa, porque tengo un patio, ¿sabes?, como en la canción… y dar unas vueltas, y ver que hay mirlos”, evoca al teléfono. “Son cosas muy baratas. La obligación de todos los grandes placeres, ¡y de los pequeños!, es que sean baratos. O mejor, gratis. Y ya está”. Tiene ganas de que abran ya las compuertas estas y largarse al Mediterráneo. Ese relato siempre le habita dentro.
Acaba de presentar Ava en la noche (Alfaguara), donde regresa novelísticamente a las madrugadas aquellas de los primeros años sesenta, cuando esos personajes del arte, el cine y la literatura se pegaban la juerga -no tan glamourosa como hoy parece, apunta-, mientras que el españolito medio tragaba opresión, penuria y disgusto. “Ava Gardner fue un símbolo de la libertad, a su aire, protegida por la propia policía. Su libertad era un espectáculo vista desde fuera, por los ciudadanos que sufrían la dictadura. Y, como la propia libertad, cuando te acercabas a ella, se disolvía… se convertía en bruma huidiza. Ava era una metáfora”.
El protagonista de esta novela, David, un joven buscavidas, “nunca llega a verla ni a conocerla, pero ella es el sustento, el señuelo de toda la historia”: “Él tiene algo en el subconsciente, unos escombros de un balneario con una diosa desnuda y unos mosaicos romanos… esa destrucción también era la de la dictadura, la del franquismo, y la estatua de la diosa, la belleza inalcanzable”.
La diversión de los pobres
Qué raro que los españoles no le cogieran tirria a Ava, si ella gozaba de los placeres que ellos sólo olían de lejos, ¿no? “¡Claro! Sólo le tenían tirria los muy concienciados, que eran pocos. Date cuenta que durante muchísimos siglos, la diversión de los pobres era ver cómo se divertían los ricos, los señoritos. Aplaudían a los señoritos, e incluso se prestaban ellos a hacerles gracia. Esa ha sido una gran regla del sometimiento moral. Mientras tanto, Ava Gardner no se daba ni cuenta de que aquí había dictadura”.
También retrata Vicent a Neville, Berlanga, Miura, Azcona; a Welles, Hemingway, Bette Davis; a Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez: todos fauna salvaje de la época. Pero, ¿cómo veía Franco este plantel? “No creo que Franco pensara nada, pensaba poco. Era muy aficionado a las películas, supongo que vería las de Gardner, pero con el único con el que hubo roce fue con Frank Sinatra, que dijo que qué mal la dictadura de este país y que no volvería, y tal, y se largó, y no creo que a Franco le hiciera mucha gracia. Pero vería las películas de Gardner y le parecería que era guapísima, claro”.
Dice Manuel Vicent que hoy no tenemos ninguna Ava Gardner, porque “hay tantos estímulos y tantos famosos de cuarto de hora que la vida ha cogido una velocidad alucinante”: “Uno sólo es famoso en el rastro que deja cuando ha pasado su propia ráfaga. Ahora vivimos de ráfagas de belleza, de talento, de humor. Son imágenes, imágenes, imágenes. No más que eso. Los estímulos son tan brutales y tan compactos que no nos da tiempo a pensar, porque enseguida viene otra imagen a suplantar”.
“Es como esas tapias, como esos carteles que se superponen unos con otros. El anuncio de un concierto dura exactamente tres cuartos de hora hasta que viene otro cartel y lo tapa. Esa es la cultura que estamos viviendo. Consumimos belleza, consumimos cultura, pero no se distinguen ya las galletas dulces de las saladas”.
La erótica de la política
Cuenta Vicent que en aquella época de su libro los “rojos” eran los más guapos, por aquel aura sexy que imprimía la clandestinidad. O la cárcel. “Hubo un momento, estéticamente, donde los rojos eran guapísimos, ojo. Fíjate que después de la guerra, los republicanos y los rojos eran torvos, pero a partir de los años sesenta empezaron a ser altos y guapos”. ¿Y eso por qué? “Porque las ideas primero se difunden o se expanden en un campo estético y magnético. Para que una política o una ideología penetre en la conciencia de la masa primero tiene que pasar por ser bella”.
Hoy no hay erótica en la política, dice. “Porque se ha convertido en algo despreciable. Yo prohibiría emitir las intervenciones del parlamento en horario infantil. Que las pongan a las tres de la mañana, con el porno y con los que venden milagros, con el horóscopo y el teletienda. ¡Es lo mismo, lo mismo que la promesa de un político!”.
Para el autor, la libertad es “una perra de lujo llena de pulgas, una perra bellísima, claro, pero… con pulgas”. Nunca fue tan brillante, ni ayer ni hoy. “Mirando en retrospectiva, el glamour de los sesenta era un glamour de hambrientos. Ava Gardner bailaba flamenco mal, bebía mal y seguramente hacía mal el amor, o lo que sea, un aquí te pillo, aquí te mato. Me imagino que todo sería un formidable desastre, pero pasado el tiempo y dorados todos los perfiles, pues resulta que, como en ese momento eras joven, te parece que la juventud lo perdonaba todo”.
Franquismo sociológico
Apunta que la espina dorsal del franquismo se rompió con la clase media que viajaba en sus 600 camino a Benidorm. “Los ritos y los mitos. Llegó el turismo, el bikini… una cosa tan simple como un bikini se convirtió en un icono de lo que era el placer y la libertad, la televisión…”, suspira.
¿Y para él, cuando se rompió emocionalmente el franquismo en su vida? ¿Cuál fue la primera grieta por la que se asomó? “Una vez le preguntaron a Josep Pla cuando ya tenía ochenta y tantos años cuál había sido su gran placer, y dijo que era tener veinte años e ir por primera vez a Italia. Igual para mí. Esos primeros viajes a Italia o a París, los de final de curso… eran pequeñas conquistas contra la censura y contra la represión moral”.
Cree el autor que aún existe el franquismo sociológico, que “el franquismo, o como queramos llamarle, es un virus que llevamos dentro todos”: “Un virus letárgico que algunos tienen más desarrollado, ¿no?, pero está latente y si se dan las circunstancias propicias se activan. Ahora está activado. Uno, sin darse cuenta, se acuesta una noche siendo demócrata o incluso rojo, y se levanta fascista. ¡Es el virus!”.
Bandera, para qué
Para combatirlo, dice, lo mejor sería que nuestros políticos dieran ejemplo “de moderación y de sensatez”: “Pero España es el país del resentimiento. El gran pecado español no es la envidia, como dicen por ahí, que puede ser sana, según señalan los moralistas, lo de desear una cosa que tiene el otro… ¡bueno, es una emulación! El peor vicio es el resentimiento, el alegrarte de que a tu enemigo le vayan las cosas mal. Ese placer que te produce, esa alegría que se tiene al ver que el otro fracasa. Eso es típico español, igual que el desprecio”.
Oiga, Manuel, ¿y con la bandera, qué hacemos? “¿La de España, dices, que la fabrican en China? ¡Pues bueno! No hay que olvidar que la bandera no es el trapo, no es tampoco los colores -que también son importantes-. La bandera es el asta. El palo, con todo lo que eso significa. ¡Malo, malo…! Todo es mentira. El patriotismo es mentira. Sería una causa noble si no fuese contra el otro, pero hoy es algo horrible”.
Él no quiere saber nada de esos símbolos: tiene otros. Las cosas que ama las deja siempre cerca de la mesilla, cerca de la cama. Como la autobiografía de Woody Allen, que se está leyendo ahora. O El primer hombre de Albert Camus. O los cuentos completos de Aldecoa. “No soy un explorador”. Es un residente en el placer, en el viejo placer; ya saben lo que dicen… ese también es una patria.