El periodista y escritor Antonio J. Rodríguez (Oviedo, 1987), quien fuera editor jefe de PlayGround y autor de novelas como Fresy Cool, Vidas perfectas o Candidato, presenta ahora La nueva masculinidad de siempre. Capitalismo, deseo y falofobias (Anagrama), un ensayo muy trabajado y en ocasiones problemático -en cuanto a provocador o, si quieren, vanguardista- que parte de una idea: el hombre clásicamente se define por dos pilares, uno, el vivir en un estado de guerra permanente con otros hombres y, dos, su obsesión por colonizar o poseer el cuerpo de las mujeres.
¿Qué propone J. Rodríguez para diluir estas fronteras? Bien, una de las ideas más poderosas que recoge el libro es la que da título a la entrevista: dejar de ver al otro hombre como un enemigo, reconocer que "aunque objetivamente un falo es solo eso -una pieza más del cuerpo-, nuestro discurso de género lo ha convertido en un dolmen que nos conecta con nuestros miedos más irracionales". Sugiere desarrollar "una ética amatoria" al margen de las "actuales violencias que dominan el deseo" y desarrollar "una relación más relajada con el falo". Con el falo del otro, vamos.
Cree el intelectual que toda esta masculinidad clásica -que se ve rebajada sólo leve y cosméticamente en personajes como Macron o Trudeau, aliados superficiales en el mejor de los casos- podría rebajarse renunciando a la posesión del cuerpo de la mujer, es decir, buscando nuevas políticas sexuales y afectivas -ahí el poliamor o las relaciones abiertas-. Esta idea, sin duda, escocerá mucho en una sociedad tan mentecata e hipócrita como la nuestra que prefiere jugar la baza de la infidelidad silenciosa de por vida.
Más que de ansiedad y de acumulación de cuerpos, Antonio J. Rodríguez se refiere a instaurar una nueva libertad que sea recíproca, para ellos y para ellas, en el terreno amatorio. Ahí lo dejamos. También escribe sobre un mundo donde el género está cada vez más diluido, y, con él, nuestro deseo -siempre sorprendente-. Teoriza sobre el "trabajo sexual", sobre la paternidad, sobre los cánones de belleza, sobre los modelos de hombre del tiempo moderno. Y del tiempo antiguo. ¿Es que son tan distintos? Lo cierto es que en algunas cosas, sí, pero aún no en lo esencial.
El autor entrevista, reflexiona, cita, une conceptos para lanzar pensamientos frescos y además, en un ejercicio de honestidad, mira también hacia adentro, hacia su propia biografía y sus propios recuerdos. No se lo pierdan.
Al comienzo del libro hablas sobre la infidelidad consumada sexualmente y la que no -o la consumada emocionalmente-, el poliamor o las relaciones abiertas. Es una idea maravillosa de ampliación de la libertad, pero no sé si ese pacto puede corromperse desde su base. ¿No crees que un riesgo de las relaciones abiertas es que uno presione al otro para que lo sea?
Bueno, se trata de un tema que está en el aire desde hace bastante tiempo. Es una consecuencia lógica de las conversaciones que se abrieron con el Me Too, con todo el boom de informaciones y revelaciones sobre los abusos que la mujer históricamente ha experimentado. El Me Too constata una herida especialmente dolorosa que tiene que ver con una gestión del deseo bastante corrompida desde el punto de vista de la masculinidad. De ahí en adelante toca repensar de dónde venimos y a dónde vamos.
Como sabes, una de las hipótesis del libro es que uno de los rasgos inamovibles de la masculinidad hegemónica es la posesión del cuerpo de la mujer. Renunciar a esa posesión implica, claro, renunciar a la posesión mutua. El tipo de relación propietaria hombre-mujer encuentra sus bases literarias en los textos bíblicos: lleva muchos siglos reproduciendo un tipo de organización muy concreta. Claro, deshacerse de esta herencia no es fácil, es un leguaje aprendido.
Desde mi punto de vista, es una idea equivocada esa aspiración a poseer el cuerpo del otro. Pienso con cierta frecuencia en algunos de los lemas que escuchábamos en manifestaciones feministas: “Mi cuerpo es mío”. De uno, y nada más que de uno. Bajo mi punto de vista, no es incompatible con tener relaciones duraderas con gente cercana: igual que la amistad es un sentimiento a lo largo de los años.
En cualquier caso, hay ahí un sesgo de género. La infidelidad ha sido históricamente patrimonio masculino: seguramente porque hasta hace nada, las mujeres no teníamos libertad de movimiento, ni dinero, ni espacios sociales a habitar más allá del hogar y del cuidado de los hijos, mientras el hombre era el “que salía” de casa y podía regresar a la hora que quisiese.
Claro, hasta antes de ayer de hecho era ilegal, estaba penado. Nos creemos que vivimos en sociedades súper modernas y abiertas pero el adulterio no salió del código penal hasta antes de ayer, como quien dice. En paralelo, siguiendo con lo que planteabas, es relevante o bastante impresionante que buena parte de nuestras biografías en internet o en redes sociales tiendan a reproducir esos modelos ejemplares, esas expectativas de la familia convencional.
En este verano de la Covid uno de los subgéneros fotográficos era el espacio de descanso de la pareja convencional, al margen de todo, recluida dentro de sí misma. Efectivamente, es un tipo de narración de uno mismo que tenemos muy aprendida.
Otra cuestión interesante: gracias al poliamor, o a la relación abierta, por supuesto, sorteamos un montón de hipocresías: la gente quiere tener sexo a lo largo de su vida con más personas que con su pareja, pero, por el otro lado, ¿es la solución a los viejos vicios del amor? Pienso en la obra de Gabriela Wiener, Qué locura enamorarme yo de ti, donde se cuenta cómo al final ella era posesiva, celosa, cogía el móvil de su pareja mujer, etc. Quiero decir: ¿todos los modelos de relación van a estar corrompidos porque lo complejo y perverso son, sencillamente, las relaciones humanas?
Esto me evoca a ciertas conversaciones que puede haber sobre sistemas políticos. Es como comparar la democracia representativa con una teocracia medieval. Uno puede pensar que en las democracias liberales va a haber problemas y malentendidos, ¿quién nos dice que vamos a vivir mejor que en una teocracia medieval? Bueno, no.
Cada utopía tiene sus fisuras y sus problemas, pero la política es resolver malentendidos, resolver conflictos. No hay una solución mágica. No la hay, yo creo, en políticas afectivas, cualquier modelo de relación va a encontrar sus problemas, la cuestión es qué modelo de relación creemos que es más honesto.
Algo que me incomoda del poliamor o de la relación abierta es que resuelve, de forma moderna y progresista, dos ideas carcas y más viejas que el sol. Una, el sentimiento identitario-sexual del macho: el valer más dependiendo de con cuantas más mujeres se acueste. Y dos, el propio deseo de estar con muchas, que tampoco es nuevo -pensemos en el harén-. ¿Crees que las mujeres tienen la misma necesidad que los hombres de abrir las relaciones o de estar con muchas personas?
No lo sé, yo creo que, en fin… depende del momento biográfico por el que cada uno atraviese. Uno puede encontrar más satisfacción espiritual en el trabajo, o en el aislamiento, o en el estudio, o en el deporte, o tendiendo nuevos puentes y relaciones. Para mí, hablando de estos temas, no es relevante el número, sino la propia idea de libertad. Al final sumar decenas y decenas de relaciones es una expectativa de la que se acaba deduciendo una carencia importante.
Una cosa que me impresiona bastante de la expectativa de la masculinidad es que es, paradójicamente, una maquinaria de producir hombres débiles. En el sentido de que para validarse necesitan de ese reconocimiento de la mujer, lo cual es una paradoja retorcida: por un lado, como decía Solnit, el cuerpo de la mujer se entiende como un cuerpo pasivo o muerto o al que se le niega la humanidad, pero al mismo tiempo es una herramienta de validación.
“Yo necesito el reconocimiento de una mujer, de diez o de veinte o de cien para sentirme persona”. Es un sistema perverso, es como decir “no me han dado este puesto de trabajo porque no valgo de persona”. Bueno, no, no se ha dado esa coyuntura o esa circunstancia, pero eso no te hace mejor ni peor, eres exactamente la misma persona que antes. Son dinámicas en las que tenemos que pensar y de las que deberíamos huir.
“Mientras los hombres no seamos capaces de besar otro falo, el machismo no desaparecerá”: esta fue la primera idea que me dejó descacharrada del libro. Es muy poderosa. ¿Qué es lo que se desactiva al practicarle sexo oral a otro pene? ¿Es esto una provocación, en el fondo piensas que es algo que nunca se podrá dar en hombres heterosexuales?
Una de las primeras reacciones, fundamentalmente dentro del público masculino, ante el libro es “es que Antonio deja de lado la cuestión de la biología”. En tanto que somos humanos, que somos humanidad, nuestra comunicación es un lenguaje, es un artificio, es un sistema de signos y eso tiene que ver con las relaciones afectivas y con las relaciones sexuales. Lo resume bien la frase de Wilde: “Todo en la vida va sobre sexo, excepto el sexo, que va sobre poder”.
El capítulo acaba con esa reflexión que mencionas, pero viene anticipada por la idea de que los cánones o las expectativas de deseo de una sociedad van mutando a lo largo del tiempo. No es lo mismo lo que los relatos mainstream -publicitarios, cinematográficos, literarios, televisivos- dicen sobre la mujer ideal hoy que sobre lo que decían hace veinte o treinta años. En ese sentido, el grueso de nuestra proyección del deseo es un artefacto cultural.
Buena parte de la educación de los hombres descansa sobre la idea de que los otros hombres son enemigos. Ahí los discursos que hablan del estado de guerra permanente, de la competencia constante, de la competición, y ahí los discursos homófobos. Tenemos que hacer un trabajo de reeducación de la mirada a la hora de ver a otro sujeto. Mira Marlene Dietrich, que es un personaje que juega con los códigos de género y que tiene una presencia, en cierto modo, masculina: si yo experimento atracción por una mujer desfeminizada, ¿hacia dónde se está yendo mi deseo?
Es absurdo, es una profecía autocumplida, que un hombre niegue sistemáticamente la belleza de otro hombre o se sienta incapacitado para reaccionar a ella. Belleza física, emocional, carisma, lo que sea. Esto tiene que ver con las enseñanzas de género.
Y el llamado “terror anal”.
Sí, y otras prácticas que se han ido popularizando pero que en otros momentos eran problemáticas. La felación, hasta no hace mucho, era vista como una perversión enfermiza. Ahora estamos sometidos a códigos de imagen que han naturalizado esto. Con el deseo y con las expectativas del cuerpo pasa lo mismo. Son imágenes que van entrando y saliendo de nuestro imaginario y son operaciones absolutamente culturales.
Hablas de la heterosexualidad como un elemento de dominación. De la masculina, en concreto. ¿Por qué? Siguiendo esa idea, la femenina también podría ser un problema -ahí el lesbianismo político-: si las mujeres amamos y deseamos a seres que pueden ser potencialmente nuestros agresores, nuestra heterosexualidad nos está poniendo en riesgo.
En ese sentido me parece interesante contrastar el estado de guerra permanente entre los hombres versus un sentimiento de sororidad que dentro de según qué discursos feministas se ha ido trabajando y popularizando frente a la sospecha histórica de las mujeres hacia otras mujeres. Eso rompe ciertas expectativas de género. Es la clase de mecanismo que la masculinidad heterosexual debería aprender.
Te refieres a las nuevas masculinidades como un fenómeno que ocurre en espacios privilegiados del capitalismo. ¿Es la idea del aliado o del hombre deconstruido una revolución de las élites?
Efectivamente creo que ha habido ciertos espacios que económicamente se encuentran por encima de la media que han podido ser inspiradores de estos términos: industrias musicales, Hollywood, algunas élites políticas -Macron, Trudeau-… en cualquier caso se trata de una subjetividad menos nociva que el contragolpe reaccionario -Trump, Bolsonaro- que al final tampoco supone una transformación particularmente honda con lo que históricamente ha sido ser hombre.
¿Hasta qué punto te la crees tú, personalmente -la figura del aliado-? Más allá de las presuntas buenas intenciones en el discurso público, ¿por qué se caracteriza un verdadero aliado, a qué debe renunciar?
Por distintas razones, el aliado se ha convertido en un personaje cómico dentro del costumbrismo de nuestro tiempo. Eso ha ocurrido, bajo mi punto de vista, porque no se ha cruzado la línea definitiva en lo que tiene que ver con las expectativas de género: el renunciar al cuerpo de la mujer o el hacer la guerra a otros hombres. Repensar la masculinidad no es un asunto cosmético, va de cambios profundos. Quizá lo definitivo para renunciar a la masculinidad heterosexual es preguntarse: ¿eres un sujeto celoso? ¿Te preocuparía que tu novia o tu pareja tuviera relaciones con otros? ¿Quieres apropiarte de ese cuerpo, lo consideras necesario para perpetuar tu relación? Ahí está el quid de la cuestión.
No dejo de pensar, Antonio, que esto que dices de “renunciar al cuerpo de la mujer” no me parece tan revolucionario para un hombre heterosexual. Incluso creo que al hombre hetero medio ¡le viene bien! Porque sí, renuncia a una posesión, pero a cambio de tener el cuerpo de muchas más mujeres. Es un ‘sacrificio’ menor frente a una compensación muy deseable. Lo que siempre hacía siendo infiel, pero ahora sin esconderse y legitimado por la modernidad: qué planazo.
Sí, obviamente, la liberalización por así decirlo del mercado de los afectos lleva un tiempo en marcha, pero la cuestión no es tanto que al hombre le pueda beneficiar la posibilidad de tener varias relaciones, sino que la libertad sea recíproca. Eso todavía está por ver, y yo no sé en tu entorno… pero si en tu entorno se está dando en buenos términos, te felicito, porque yo aún no lo veo. Cuando eso pase, habremos llegado a un grado superior o mayor de libertad, donde, efectivamente, la libertad se democratiza.
Más adelante, entre San Agustín y Carrére, hablas de las cadenas de la masculinidad occidental: “Sé deseable pero recto; consume, pero actúa conforme a los principios de un buen cristiano, etc.”. En definitiva: “Sé todo. Renuncia a todo”. En la España de hoy, de 2020, ¿qué crees que se le pide al hombre medio? ¿Cuáles son los parámetros nacionales?
Yo tengo la sensación de que si hablamos de códigos de conducta no hay fronteras. En ese sentido, hay dos grandes modelos: uno es el padre de familia hiperproductivo que provee, que mantiene o empuja a una familia cerrada sobre sí misma. Y el contrario, el Playboy, esa herencia del yuppismo norteamericano donde el sujeto masculino no tiene compromisos o ataduras o cuidados con las compañeras o parejas. Su éxito viene derivado de la acumulación de relaciones.
De alguna manera, estos han sido, en las últimas décadas, los grandes horizontes o dos de las grandes expectativas para el sujeto masculino. Me acordaba de una cita de Crisóstomo en la que habla del hombre secular como de una variación del sacerdote. Mientras el sacerdote tiene relación con 0 mujeres, el padre de familia la tiene con 1.
O con ninguna, con el tiempo.
Sí. Una de las paradojas de los discursos de la masculinidad es que hay un relato de la virilidad dentro de la contención. Un tipo que controla absolutamente su deseo, que está con su esposa, su familia, y que no experimenta deseo por nadie más, se valora positivamente en términos de virilidad. Es como “un gran tío que se controla”, como si estuviese controlando una temperatura atroz, ¿no? Sobreviviendo a un fuego.
Vayamos a tu entrevista con María Riot sobre el trabajo sexual. En el libro hablas de que la apertura sexual sana para la sociedad pasa por eliminar la cosificación. ¿Cómo se puede eliminar la cosificación desde dentro de la prostitución? ¿Es eso posible, si la prostitución es sólo cosificación?
Precisamente, uno de los motivos por los que decidí entrevistar a María es porque quien tiene legitimidad para hablar de esto es ella, o las propias trabajadoras sexuales que conocen el entorno y reivindican sus derechos por partida doble: uno, porque son trabajadoras, y dos, porque lo son de un colectivo muy castigado bajo un peso moral importante.
Cuando hablamos de trabajo sexual o de abolición del trabajo sexual, me parece importante ver por qué se produce este trabajo sexual: inevitablemente existe una relación entre el trabajo sexual y la percepción del cuerpo como una posesión. Es esa ansiedad por poseer cuerpos ajenos. Para deshacernos de lo peor del trabajo sexual necesariamente tenemos que repensar nuestro sistema relacional. Aunque en este tema creo que no estamos muy de acuerdo.
Es nuestra gran brecha.
Bueno, pero tú has escrito sobre Onlyfans, y mira, nos encontramos ante una discusión conceptual interesante. ¿El trabajo sexual es pornografía? ¿Todo el trabajo sexual debería estar catalogado dentro del mismo concepto? Yo creo que sí y que efectivamente para acabar con las peores lacras que se dan en esos escenarios hay que pensar por qué hemos llegado hasta aquí. Estamos pensando en poner un cubo a una gotera cuando lo importante es ver qué sistema de cañerías se ha roto. El trabajo sexual es la consecuencia de un tipo de organización sexual que tenemos que revisar.
Estamos de acuerdo en que vivimos en una sociedad machista en la que los hombres ejercen violencia sexual contra las mujeres, las cosifican y a veces las matan. En este contexto, y siendo conscientes del mundo en el que vivimos, ¿puede defenderse la prostitución? Quizás en un mundo realmente igualitario no tuviese esa carga misógina en la mirada de los hombres hacia las prostitutas, pero ¡ah!… estamos en este.
Volvemos al principio. Inevitablemente si hablamos de trabajo sexual -prostitución o pornografía- vemos que acaban siendo espacios de despresurización de una serie de expectativas sexuales ¡que están mal! O que producen una serie de problemas. Hay que repensarlos y hablar sobre la liberalización de nuestro deseo, pero en las sociedades judeocristianas se ha tratado, ¿cómo te diré?, casi de manera ilegal, oculta o hipócrita.
En el libro te refieres continuamente a las lógicas perversas del capitalismo. En la transacción de la prostitución, la gran mayoría de sus consumidores son hombres. Ellos tienen el dinero y lo gastan en eso. Sin embargo, ¿por qué las mujeres no acuden con tanta frecuencia a la prostitución? ¿Realmente ves un mundo futuro posible de mujeres puteras?
No creo que sea la persona más adecuada para responder a esta pregunta, pero de alguna manera creo que todos estos espacios de trabajo sexual al final suplen espacios casi de ficción donde dar rienda suelta a los deseos que están ahí. Me sorprende ver que vivimos en una sociedad donde puede estar bien visto o comprenderse el consumo de pornografía pero vemos mal la naturalización de una relación con otras personas más allá de la pareja.
Uno puede tolerar que su pareja consuma pornografía o, como cuenta María Riot, incluso, que muy puntualmente, su pareja tenga relaciones con una trabajadora sexual casi como un “regalo”, como un carnaval, como un día de fiesta. Sin embargo, cuando se constata un proyecto fuera de la monogamia, parece una locura.
Y yo digo: bueno, si el deseo hacia el exterior está presente, ¿cuál es la diferencia entre una cosa y la otra? ¿Qué más da que se proyecte en una pantalla, contra una situación artificial… que con una persona de carne y hueso?
El problema, a mi juicio, es el dinero. Simplemente porque hay ciertas cosas en la vida que si se pagan, se anulan como concepto: ahí la amistad, el amor o el sexo.
Hay que plantearse qué tipo de violencia ejerces a través de una transacción económica: o con una persona o cuando te pones una película en algún servidor aleatorio de internet. No hay una ficha técnica que nos aclare las condiciones profesionales de ese rodaje, y sin embargo el grueso de la gente lo considera legítimo, como algo no reprobable, como una exploración legítima del deseo.
Si hubiese una mayor relajación y una mayor libertad de deseo, probablemente no encontraríamos muchas de las lacras que tienen que ver con las relaciones de poder y con las relaciones sexuales. Necesitamos un nuevo código de deseo cristalino y ético frente a esas tonterías que se decían en su momento de “no se va a poder ligar”, etc.
Hablemos de la paternidad. ¿Cómo ha cambiado el modelo de padre la revolución feminista?
Hay una serie de cuestiones muy delicadas con respecto al tipo de educación que uno quiere darle a su hijo. En mi generación podía parecer una absoluta anomalía jugar con muñecas: estaban muy segmentadas las expectativas de género en la infancia, pero por ejemplo… es una de 80.000 anécdotas… incluso cuando esa división se rompe, como me pasaba con mi hijo, eventualmente ves que sus modelos de comportamiento y sus personajes favoritos son superhéroes y que le gustan los coches grandes. Hay otras influencias y no sé si finalmente el deber de todos los hijos deba pasar por rebelarse contra sus padres. Uno quiere la mayor de las libertades para sus hijos, pero seguimos viviendo en un mundo violento.
¿Y en cuanto a la figura del padre en sí? Nos hemos criado en generaciones con padres ausentes o autoritarios, tristemente, en la mayoría de los casos también para ellos, que cumplían el papel de esos “proveedores” del hogar pero sin embargo con una distancia emocional importante. La madre como sujeto sentimental y el padre como sujeto práctico.
Todos hemos pensado en los últimos meses que la Covid ha precipitado o radicalizado los modelos de los que venimos, nos ha sometido a un test de estrés. Como bien decías, nuestra cultura se cimenta sobre la figura del padre ausente que sale, provee, etc, y de repente nos hemos encontrado con una situación donde todos los roles se han trastocado.
Uno se encuentra teletrabajando a la vez que cuidando y con la vivienda convertida en un punto de fuga donde van a parar todas las presiones de la sociedad. Se han puesto de manifiesto las incompatibilidades entre nuestras relaciones con el trabajo y los cuidados. Estos comportamientos van cambiando.
Nos precipitamos a una situación donde no está bien visto que el sujeto masculino no esté cuidando de su hijo y no participe en su crianza con igualdad. Eso sí, las situaciones de crisis, lejos de arrojar luz, a menudo nos vuelven más conservadores y fortalecen las sombras de las que veníamos.
Por último, quería preguntarte sobre el amor. ¿Qué lugar ocupa en tu ensayo el amor, no el sexo? En este contexto de apertura de relaciones me acuerdo de lo que decía Marina Garcés, que el amor es revolucionario porque es anticapitalista: va contra la acumulación de cuerpos, contra la obsolescencia, contra el usar y tirar. Decía que la libertad sexual nos había hecho trampas porque rápidamente había sido aplastada por el rodillo neoliberal y seguimos sus lógicas.
El ensayo tiene distintas partes y siempre están pilotando entre el amor y la violencia. El ensayo parte de una reflexión sobre el amor, sobre el deseo, pero su contrapartida dentro de los roles de género o dentro de la masculinidad es la violencia. En el penúltimo conjunto de textos, Ultraviolencia en la frontera, selecciono historias excepcionalmente violentas recogidas por los medios y que ocurrieron realmente. Tienen que ver con una perversión total de lo que entendemos por amor y deseo. ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor, o de deseo?
Me hace gracia que cuando se habla de nuevos modelos relacionales o del anarquismo relacional o el poliamor, en el imaginario colectivo hay una idea de que se trata de un montón de gente teniendo relaciones físicas todo el rato, casi viviendo en paralelo a la sociedad. En fin, no tiene nada que ver con eso: la reflexión no es tanto sobre las relaciones sexuales como sobre la libertad y la idea de una libertad recíproca. Pero venimos de una civilización donde la relación física cobra un papel de cierto oscurantismo, clandestinidad o tabú evidente.
Lo que tangencialmente toca al cuerpo hace saltar las alarmas. Son reflexiones que están en curso, en cualquier caso. Hay que hablar sobre nuevas maneras de relacionarse o de quererse al margen de los estereotipos de género que históricamente hemos heredado y poner por delante la propia idea de libertad.