Alberto Olmos está cansado: se acostó tarde. Se acuesta tarde siempre, en realidad, porque el día prácticamente lo dedica a la crianza de sus hijos y rasca la noche para trabajar, para escribir o ver una película, que también es persona. Empiezo matizando esto porque, como él mismo advierte, no sabe si va a decir cosas inteligentísimas o patéticas: que el lector esté prevenido y se dedique a diferenciarle lo ridículo de lo sublime.
Es un tío raro, Olmos, con su móvil prehistórico, con sus terquedades de miura, con su testiculario territorial por delante: que no, que él no baja a Malasaña a tomarse un café ni con el Papa, que quien quiera verle que venga a la casa, como decía Chiquito. Ha hecho trinchera en Carabanchel y, no sabe cómo, pero ha conseguido que la montaña vaya a Mahoma.
No tiene vida social, no se da caprichos, no va por ahí pintándoselas de modernito, pero no patalea nada ni extraña los viejos placeres. No es como "esas niñatas que se quejan de ser madre": para él la paternidad es una vocación. Exacto, eso es. Hay una vocación de amor en Alberto Olmos -quién nos lo iba a decir, con la mala hostia que traía- y un componente terrible de ternura, de generosidad, de comprensión profunda de la naturaleza y del ser humano, con todos sus vértigos, con todas sus vergüenzas. Todas las disculpa, aún a regañadientes. Lo importante, al final del día, es que los hijos del mundo -los propios y los de los otros- hayan vuelto a esquivar la muerte.
Todo esto se extrae de Irene y el aire (Seix Barral), una novela autobiográfica y hermosa, delicada, radicalmente conmovedora, sarcástica a veces, llena de humor y también de asfixia, sobre la concepción y el nacimiento de su hija. Primero todas esas reticencias de los que nunca amaron a los niños ni a los perros, de los cínicos que se negaron a la convención para después abrazarla, de la extrañeza y la fascinación frente al vientre creciente.
Luego la verdadera madurez del autor y del hombre: la del varón frente a la gran tragedia, frente al gran desastre, frente a la gran maravilla de la vida finísima de un ser diminuto y siempre bueno, aún por corromper. Qué miedo las contracciones, qué miedo la sangre y el silencio, el monitor marcando ceros; menos mal que lates, qué suerte que latirás.
Con todo, Olmos no se pone cursi ni se pone estupendo: más bien es pretendidamente seco, hasta hablando de las vísceras. Sólo al final, cuando la tensión crece y casi resulta insoportable -por ciertas complicaciones en el parto-, cuando los taxistas de Madrid se convierten en los grandes cómplices y las sanitarias básicamente en dios, cede el autor un poco al estilo umbraliano. "Entonces no había nada de esto: era sólo un hombre que espera en una habitación vacía. ¿Quién eras tú entonces? Nada para ese hombre, estás luchando sola, hija. Es tu pelea contra una eternidad de niños muertos". Olmos es aún más listo desde entonces, desde que descubrió todo aquello. Y más blandito.
¿Qué queda después de las fiestas?
La primera imagen del libro a la que te refieres es de 2016, estaba con mi novia embarazada en una fiesta. Bueno, es que me queda lejísimos. Incluso salir de mi casa me queda lejísimos. Todo lo que no sea paternidad me parece adolescencia. Veo en tu propio periódico, en tu firma, vaya, grandes problemas de la humanidad como que las fiestas acaban, los tríos, la bisexualidad, todo esto… son muy simpáticas, están muy bien, y yo podría incluso sentir un interés sadomaso (ríe), pero ahora todo eso me parece adolescente.
Cuando no tenía hijos yo también tenía una vida medio modernita y podía estar interesado en algunas de esas cosas. Me parece muy bien que la gente se preocupe por su identidad sexual y eso, pero comparado con que no se te muera un niño todos los días… son asuntos que ya no tengo. ¿La gente sigue yendo al José Alfredo?
Diría que sí.
Es que claro. Sé que puede parecer una imagen triste, monótona, ver a un tipo siempre cargando y descargando un carrito, pero el patetismo absoluto es tener cincuenta años y seguir yendo al José Alfredo o al Toni 2, todo eso que fue tan épico.
En esa primera escena hablas de Eva, un personaje de la fiesta, que le toca la barriga a Eugenia, tu novia. Y te preguntas qué sentirá. Dices literalmente: “¿Conformidad? ¿El alivio de no ser ella la mujer de la fiesta a la que todos los hombres descartarían de un solo vistazo?”. Hay en este libro algo como de Oscar Wilde, ¿no? De un análisis muy fino y un poco cruel de las relaciones sociales entre hombres y mujeres. De las miradas en los cócteles. De las sospechas.
Sí, aunque esto lo podría contar de primera mano mejor una mujer. Yo me recuerdo a mí mismo antes de ser padre y las embarazadas que circulaban por el mundo no me interesaban de ninguna manera, me parecían un poco trasto. Pero cuando eres tú el que ha participado, dices: “Joder, por qué este rechazo, ¿por qué ese bajón?”. Los varones van a las fiestas a follar y cuando ven a una embarazada les parece ver casi a una monja que fiscaliza que la gente no sea demasiado viciosa. Esa fiesta fue un asunto real, aunque he cambiado los nombres de la escena.
Pensé que una mujer al ver el embarazo de otra se puede sentir bastante impactada. Leí en el libro de Rendueles sobre la igualdad un dato interesante que entra en el debate sobre si las mujeres tienen o no presión a la hora de tener hijos. Dice que el 5% de las mujeres decide no tener hijos y efectivamente no los tiene. Eso es así: mis amigas, mis viejas conocidas, mis novias… ¡no iban a tener hijos ninguna! Pero la madre naturaleza ha venido, ¿sabes?
Estás un poco radical con esto, ¿no? Un poquito excluyente con la gente que aún no ha tenido hijos o no quiere tenerlo.
No, no, ¿ha parecido eso? Lo que quiero decir es que hay muchas teorías y muchas moderneces culturales, pero a la naturaleza, entendida como el instinto de que la especie humana no desaparezca, no le importa lo que crees que estás haciendo ni lo que pienses, con que te reproduzcas ya gana. La gente se cree que sabotea a la naturaleza o que la engaña si eres madre soltera o si les pones faldas a los niños, pero eso da igual.
¿Por qué en las fiestas los hombres nunca parecen tener hijos?
Los hombres siempre están dispuestos a acostarse con todo el mundo. Estoy tan cansado que no sé si te voy a decir cosas inteligentes o todo lo contrario, la verdad. Pero, en fin: en el libro hay un momento en el que el tío aprecia que en el 12 de Octubre hay una enfermera muy guapa, y uno piensa, joder, en un momento tan dramático pensar en eso… es una condena.
En el libro le haces una pregunta a un colega tuyo que quiero hacerte yo a ti, y es: “¿No hay alguna responsabilidad en los padres de izquierdas de que tantos hijos acaben viviendo en la precariedad?”. ¿Qué responsabilidad es esa?
A veces uno escribe cosas porque sí y luego es extraño que te las echen encima, que te las propongan, tú lo sabes, uno escribe sin saber bien por qué ha escrito. Esto en concreto fue una epifanía propia de Houellebecq: si a tus hijos les educas en que el dinero no es importante y les cuentas la milonga de que el dinero no da la felicidad y les animas a la bohemia, al arte… pues a lo mejor pueden acabar con treinta años en la más absoluta precariedad. Son variables que hay que considerar.
Es muy confuso todo esto de la derecha y la izquierda. Casi todo el mundo cree que ser de derechas es intolerable. Me hicieron una pregunta con el otro libro que me desasosegó, que era algo así como “¿Tú eres consciente de cuánta gente cree que eres de derechas?”. Y ¡me defendí! Luego lo pensé y fue como: “La gente tiene derecho a ser de derechas si le sale de los cojones”. Ya está bien.
Dices en algún momento que tú no querías tener hijos para que no fuesen pobres.
Eso es absolutamente cierto, pero la vida va pasando y al final se impone: entre probar y no probar, entre tener hijos y no tenerlos… nada es una opción tan meditada. Hemos viajado, hemos probado cosas, nos han despedido, nos han vuelto a contratar… la paternidad y el tener hijos es impresionante si te pones a ello. No hay más triunfo en eso que el de una renuncia muy peculiar, el ser capaz de generar una vida entera. Y lo tenía clarísimo: no quería tener hijos para que no fueran pobres. Me planteé ese experimento social de que sólo tuvieran hijos los ricos, a ver cómo se distribuían entonces las clases sociales.
¿Qué más miedo tienes acerca de tus hijos, además de la pobreza y la muerte, que está muy presente en el libro?
Nada más, que sean escritores. Sólo quiero mantenerlos con vida y que no muerdan ningún cable.
Vaya.
Sí, aunque estoy pensando una cosa más, que me parece un temazo. Y es que hay un miedo más elevado a que metan los dedos en un enchufe o que se caigan, y es el miedo a los pederastas. Tú piensa: ¿por qué en las guarderías los cuidan mujeres? Es que este es un tema cojonudo… ¡porque si tú llegas a una guardería y ves que los encargados son Juan y Mariano no entras! ¡Allí no iría nadie!
Las guarderías las llevan mujeres, y lo preferimos así, porque hay que reducir al mínimo la posibilidad de que les pase algo terrible a tus hijos, y un hombre podría ser un pederasta. Tengo amigas que me lo dicen, que ven pederastas por todos lados. ¿Mi hija o mi hijo con un señor? Ya puede ser un amor, que lo será, pero no. Mi propia novia vio un hombre al fondo de una guardería a la que fuimos y no pudo quitárselo de la cabeza.
Qué curioso, eso habla mucho también de tu concepción de los hombres.
Sí, ¿no? Coincide con la tesis de que todos son violadores. Bueno, no lo son, pero es una cuestión de puro azar. Lo que tienes que hacer es reducir al mínimo las posibilidades de que violen a tu hijo, y es mejor si lo cuida una mujer, quien, por decirlo de forma sutil, no cuenta con herramientas de violación tan dramáticas.
¿Cómo cambia un escritor por culpa de sus padres y cómo cambia por culpa de sus hijos? ¿Cuándo coño puede decir uno la verdad?
Eso decía Houellebecq en Plataforma, que uno no se hace verdaderamente adulto hasta que mueren sus padres. Mi ventaja es que mis padres no me leen. Y cuando tienes hijos es verdad que todo lo que tiene que ver con el sexo más desatado, estilo Bukowski o Houellebecq, esto de “polla”, “coño”… todas esas guarradas… dices “hostia”.
Realmente te parece un poco feo tener que andar con esas guarrindonguerías teniendo hijos. Yo he seguido el consejo que siempre le doy a la gente que quiere escribir algo biográfico: escríbelo y ya vemos después si vas a ofender a tu novia o a tus padres, escríbelo como si pudieras escribir lo que quisieras y no preguntes tanto si gusta o no gusta. Cuando acabas se lo dejas y listo. A mí no me ha afectado.
Hay una frase que igual te parece un poco monjil, pero la decía Denis Johnson en El nombre del mundo: "Las mujeres siempre me habían parecido hermosas (...) Pero mucho de todo eso se evaporó cuando me convertí en padre de una niña. De golpe todas las mujeres eran la hija de alguien”. Eso me pareció una aportación. Igual te las quieres tirar o no, pero tienes otra dimensión: son hijas de alguien, que es como decir “podría ser mi hija”.
¿Uno renuncia a ser el mejor escritor a cambio de, sencillamente, ser padre, quizá un padre ordinario?
Sí, te puedes seguir consagrando pero de otra manera, claro. Tú me das a elegir a mí entre el Nobel de Literatura o que mi hija no se constipe ni un año de su vida y elijo la segunda opción. Es abismal. La literatura es un circo.
“La paternidad siempre implica que alguien tiene que morir”.
Sí, porque entiendes con tantas rutinas, mediciones y cosas en el embarazo que hay una decena amplia de formas de que el bebé no llegue a buen puerto, y justo pariendo está el miedo a la asfixia o la parálisis cerebral, es un rosario de miedos. Ese vínculo con la muerte se ha generado por la paternidad, porque entiendes que alguien tiene que morir, que el padre pierde al hijo o el hijo pierde al padre. A no ser que no tengas hijos y te quedes solo en el mundo, quizá más aburrido o desesperado pero sin ese vínculo. Hay una experiencia en su vida que es tu muerte.
Yo fui padre por primera vez a los 41 y a veces pienso que no sé si veré a mi hija votar. Cuando mi hija me dé un disgusto diciendo que es de Podemos con veinte años yo tendré sesenta y pico, ¿qué me va a importar a mí lo que esta muchacha haga? Ese es un temazo. Es diferente tener hijos joven a tener hijos mayor. No vas a jugar al fútbol con ellos ni vas a entender muchas cosas de las que hacen.
¿Hay una competición entre padres por el éxito, la belleza, el talento o hasta la salud de sus hijos? En el libro cuentas cómo hablas con otros padres de hijos fallecidos o abortados… y es terrible. Hay algo perverso ahí.
Uf, ese es un tema larguísimo. Hay padres que sólo sueñan con que sus hijos sean estrellas del Real Madrid. La parte más perversa de lo que comentas va por ahí, como ver a los hijos como una inversión de futuro, como un negocio, como un desarrollo triunfal de la autoestima. Yo no estoy ahí, como sabes, estoy en un estadio superior de la sabiduría (risas). Mi novia y yo coincidimos en que no subimos fotos de ellos a las redes sociales nunca. Eso es revolucionario.
Pero a la vez pienso en Ordesa: cuando eres padre te sientes un poco padre de todos los niños. Quizá la competencia vendrá después, cuando se hacen más mayores, porque con tres o cuatro años en el parque no hay nada de eso. Mientras cuidas a tu hija cuidas a los demás para que no se maten por el tobogán. Hay algo más: sé que mis hijos están en la otra punta de la ciudad con Eugenia y de repente escucho a un niño llorar por la ventana y es como si fuera el mío. Hay una secta de ser padre, una complicidad, una correspondencia en proteger a los niños.
No sé bien qué pasa después, igual cuando tienen quince años los niños se dan cuenta de que su padres tienen coche o no tienen coche, ¿sabes? O de que no les llevan a Disneylandia. Ya mismo se van a dar cuenta de que hay gente mejor que nosotros, gente más guapa, con más dinero, más inteligente o que juega mejor. Ahora no me ponen en cuestión como ser humano, lo que yo les haga de comer es lo mejor que pueden comer, ¿sabes? Es una sensación muy curiosa. Hay una frase que digo en el libro y es: “Te han dejado con un extraño: con tu padre”, cuando nace. Pasa un día o dos en el hospital y nada, llévatelo, que es tu responsabilidad. Te lo dejan para ti, que no has cuidado ni a un perro en tu vida. Es vertiginoso.
¿En qué cambia tener una hija a tener un hijo?
Pues cambia bastante, sí, yo creo que en principio por una cuestión de mímesis o de que el mismo sexo te hace pensar en ciertas similitudes. Los chicos queremos chicos, las chicas, chicas; pero cuando mi hija fue niña y fue estupenda se me olvidó esa tontería completamente. De hecho, hay una cosa… no sé cómo decirte: Irene, sin que nadie la empuje, se comporta como esperas que se comporte alguien que va a ser una mujer. A mi hijo pequeño nadie le da cochecitos ni le dice “machote” pero es lo que le gusta. Ella es más sensible, más intelectual dentro de sus límites. Él es muy bruto, muy físico. Corresponden con los patrones.
Qué interesante, ¿quieres decir que no influye la educación en el género? Es el gran debate entre feministas radicales y transinclusivas. Si hay algo que no sea genital y que te hace ser niño o niña per se, sin que esté tampoco en el ambiente. Algo como que lo sabes o lo sientes.
Sí, si la pregunta es si en una isla desierta se corresponderían como hombre y mujer, sí.
¡Insonorizados!
Sí. Es así. Es que estas modernidades de mierda… no sé, todo el mundo haciéndose el radical, pero después todos se casan y se compran un chalet en Galapagar. Nosotros no nos damos tantos aires y no estamos casados. Irene no tiene pendientes y no hemos criticado a la gente que se los pone, simplemente me parece una tradición absurda agujerearle la carne a algo que acaba de venir al mundo.
Y mi novia es una feminista de la hostia, odia las princesas, el color rosa… no se puede ser más antifemenino ambientalmente que nosotros, pero los niños siguen las pautas que quieren. Yo estoy a favor de todo, sólo estoy en contra del fascismo, del “mi hijo tiene que ser lo que yo diga”. Las diferencias son demasiado obvias.
“Éxito es escribir a pesar de todos vosotros”, decías en tu auto-reseña.
Sí, porque escribir es hallazgo y búsqueda, teorizar sobre el asunto, como decía Coetzee: yo escribo para saber lo que quiero decir, para llegar a algo que merezca la pena ser dicho. Estoy escribiendo en contra de toda esa gente y de su concepto de éxito, de sus premios literarios, de sus falsedades, de su “me reseñan porque les caigo bien a los de Babelia”. ¿Para qué escribir si no hay la más mínima honorabilidad intelectual de leerse y juzgarse limpiamente?
¿Qué dice este libro de ti: qué cuenta de ti como padre? Aunque parece que está dedicado a tu hija, en realidad vemos muchas cositas tuyas…
Me ha dicho una frase Soto Ivars que me ha gustado, y es “el mejor personaje del libro eres tú” (ríe). Pero yo siempre intento sacarme mal, que es una cosa absurda comparada con otros libros de autoficción. Busco zonas más oscuras o menos interesantes de mí. En este libro hay un esfuerzo importante en pensar: ¿qué poner? El año que nació mi hija fui editor en Caballo de Troya y finalista en un premio de cuentos muy importante y no lo conté, porque pensé “no pega”, lo que pega es mi actitud contemplativa ante todo lo que estaba pasando. Yo era alguien que estaba ahí para ayudar a su novia embarazada. No soy el protagonista de nada. Soy un tío tranquilo.
“Anodino”, dices en el libro.
Sí. Con 18 años iba a pedir algo en una cafetería, una coca cola o una pieza de pastelería, me traían otra cosa y nunca me atrevía a decírselo. Ese soy yo y ese es el origen de todos mis problemas.