David Trueba entendió pronto que quería ser escritor, quizá porque escribir le parecía “una manera decente de ser invisible y de enfrentarse a la vida al mismo tiempo”. Lleva veinticinco años haciéndolo, y aquí estamos, nada mal, por cierto: escribiendo para “prolongar una intimidad, una conciencia, un refugio de vida”. Trueba escribe, porque, como decía Marianne Moore, el mundo es un orfanato, y él nunca ha sido especialmente optimista. Este panorama -la vida- le viene pareciendo desde hace mucho sórdido y angustioso. Está convencido de que la satisfacción “es una vulgaridad”, pero también de que la “alegría es lo único innegociable”.
Lo cuenta en Ganarse la vida. Una celebración (Nuevos cuadernos Anagrama), un libro diminuto, cálido y autobiográfico donde cuenta secretitos -detalles- de la infancia y juventud con tanta soltura que uno casi los puede ver en una gran tele a color. Apenas habla, David, en el cuento, no hay diálogos donde él se exprese -donde su yo infantil patalee-, pero con mucha elegancia va alicatando su manera de estar en el mundo: fue muy tarde al colegio, no acudió a párvulos, primero porque le daba miedo la violencia que ejercían los profesores en las aulas -y que conocía por sus hermanos-, y luego porque su madre le retuvo con ella y juntos pasaban las mañanas escuchando la radio y acudiendo al mercado, como dos enamorados.
Llegó David al colegio sin saber leer ni escribir y lloró desconsoladamente hasta que todos se percataron de lo veloz que era y de qué bien se le daban las palabritas. Dice que quizá por es valoró más el proceso de la escritura, como ese que aprende a nadar de adulto “y es más consciente de la resistencia del agua y de las técnicas respiratorias”. Madrugaba los domingos para aporrear la máquina de escribir y parir cuentos y revistas. Se escuchaban gritos desde los dormitorios: “¡Te vas a tragar la maquinita!”.
Sexo, religión y libros
A la lectura se aficionó cuando perdió la fe religiosa: relata cómo durante los cursos de catequesis, “el muslo desnudo de Almudena” se rozó con el suyo mientras el sacerdote les explicaba a los críos que Dios era uno y trino y entonces se le derrumbó todo el edificio místico “ante la presencia rotunda de lo carnal”. “Perdida la imaginería evocadora de la religión, tan sólo me quedaba apostar por la fabricación robusta de la ficción (…) a partir de aquel día la lectura se convirtió en una búsqueda intensa de sentido y cordura en un mundo que, ya entonces, me parecía disparatado y agónico”.
Cuenta cómo se escondía debajo de la mesa para escuchar a su hermano Fernando -hoy también célebre cineasta- hablando con sus amigos sobre cine, que si Bresson por aquí que si Eustache por allá, verdaderas conversaciones intelectuales. En un momento de la diatriba, salía el niño David de las faldas de la mesa y decía: “¡Os creeréis muy listos!”. Se burlaba de ellos y los mayores lo echaban a patadas.
Se acuerda de los desayunos de Cola cao, de la leche Collantes -“con la que los chicos se hacen gigantes”- y de la consigna que repetía porque le gustaba su sonoridad, “vota Euskadiko Ezkerra”. Se acuerda de las cosas tontas, que no dejan de ser muy importantes y que él llama “basura neuronal”: “Es ese conjunto de desperdicios y conocimientos aleatorios que no controlas. La razón por la cual eres capaz de recordar una canción de Karina o la sintonía de un partido político de hace treinta años, y sin embargo no logras completar los versos de Machado o la cita exacta de Hamlet”, escribe.
“La basura neuronal forma parte de nosotros como un acompañante ocioso, no elegido ni acordado, sin una jerarquía de valor. He percibido que cuando la gente mayor enferma de la memoria, esa basura se adueña de su cabeza. Ya no hay resistencia posible. Podremos cantar el anuncio de Cola cao pero no recordar el nombre de nuestros hijos”, lanza.
Pérdidas (y ganar la vida)
Hilvana las primeras mentiras. La manera de negociar con los padres -de educar a los padres-. Los rombos de las viejas películas. La terrible muerte de su hermano mayor, cirujano en un hospital de Nueva York, que se fue súbitamente a los veintisiete años, con dos hijas pequeñas. “Fue una irremplazable institución familiar cuyo monumento nos abrumaba pero también nos exigía. Era una mirada por encima de tu cabeza, representada en algunas fotos esparcidas por la casa. Creó una necesidad imperiosa de sentirnos juntos (…) y un rezo y padrenuestro en cada comida y cena, con el que cumplíamos por respeto a mis padres”.
Habla Trueba sobre que los niños mezclan en la misma membrana el placer y el desgarro. Que no pueden dejar de divertirse por respeto al dolor. Habla de su reivindicación adolescente por John Wayne y Robert Mitchum. Habla de que en esa época su familia “carecía de tiempo para vigilar las inclinaciones de sus hijos” y eso lo hizo “crecer libre”.
Habla de la crítica de su padre a que el cine pudiera algún día “darle de comer”, es decir, que con él pudiera “ganarse la vida”, la expresión terrible y monetaria que le da título a este libro per que “tendría que ser la aspiración mayor de una persona: ganársela en el sentido de honrarla, de estar a la altura del regalo”.
Y habla de que el amor se convirtió en el tema central de su vida cuando se produjo ese estallido. “Yo tenía doce años y una cierta presión hormonal que se desencadenó al encontrar una foto de Sophia Loren bien joven con los pechos al aire en la enciclopedia de cine por fascículos de mis hermanos”, revela. “Las oscilaciones del amor resultaban una montaña rusa mucho mejor que la que se ofertaba en el parque de atracciones, que siempre me pareció un riesgo demasiado literal. Yo trataba de alcanzar la otra orilla del lago imaginado tras los ojos de Roma Schneider o Nastassja Kinski”. Ese es un trabajo que dura toda la vida. Por suerte, podemos seguir viendo cómo nada David Trueba hoy.