El penúltimo negroni de Gistau: el hijo, el padre, el amigo y el columnista contra los 'dandis'
En este libro de David Lema -con prólogo de Jabois- se homenajea y se entiende al hombre independiente, sarcástico y lleno de ternura que se fue, como su propio padre, demasiado pronto.
2 febrero, 2021 01:40Noticias relacionadas
David Gistau fue muchas cosas, pero la fundamental es que fue un hombre de lealtades "casi mafiosas", un tipo con reglas internas que tenían que ver con la dignidad y la protección a los suyos -esos suyos que iban desde la familia a los amigos-, un escritor de columnas que se reencontraba con lo salvaje, con lo tierno y con lo atávico si se trataba de defender a su clan. A su tribu. ¿Habrá algo más honorable, aunque honor sea una palabra tan vieja? ¿Habrá algo más vulnerable, a la vez?
Contaba en una columna -que ahora cobra un sentido devastador- que no le bastó ver nacer a Luca, su primer hijo, para sentirse padre. Cogió al crío en brazos y no se sintió padre, desfiló por la habitación la familia y no se sintió padre; compró hamburguesas del Vips y recogió flores y no se sintió padre hasta que llegó la noche y vinieron las enfermeras a llevarse al niño al nido.
Se imaginó entonces a su hijo solo, abandonado en el pasillo, “a merced de cualquier orco o guepardo que pasara por ahí”: “Y fue esa indefensión del niño incapaz todavía de reñir sus peleas, de mi hijo, la que avivó un hondísimo instinto de protección por el que me abofeteó el descubrimiento de que yo era padre”, escribió.
Nunca se lamentó de que los dedos que servían para sostener Dry Martinis acabasen manchados de meconio. Nunca le dio pudor reconocer que él era un hombre atravesado por la paternidad, y también un escritor dominado por ella, alguien que se preparaba para las preguntas futuribles del vástago, alguien que se esforzaba por ser excelente, “por si acaso en el futuro le da por tomarme como ejemplo”. Quería que su hijo se sintiese seguro sólo sabiendo de su existencia; quería que saliese a vivir, algún día, sabiendo que “cualquier rescate” estaría tan sólo “a una llamada de teléfono”.
Quería que su hijo fuera un hombre bueno, un hombre “con códigos” del que nadie pudiese decir “que falló como amigo”. Quería vivir largo para acompañarle en eso y en todo. Y quería, muy especialmente, que no se convirtiese en lo que él fue: un adolescente enfadado con el mundo porque se le murió el padre demasiado pronto. Quería dejar de fumar.
La obsesión del padre perdido
Decimos que Gistau fue un hombre atravesado por la paternidad, pero no sólo por la que encarnó como progenitor un tiempo breve, sino por la que perdió a los quince años súbitamente, por una maldita explosión de gas. Un niño, un adulto pendiente de la ausencia del padre del que dejó de esperar que llamase a la puerta de casa, del que olvidó -al final- su último número de teléfono, pero al que siempre tuvo extrañamente presente. Un día importante fue aquel en el que reparó en que ya había cumplido la edad con la que su padre había muerto y que, a partir de ahora, siempre que lo recordase, recordaría a un hombre más joven que él.
Ahora es incómodo, doloroso e injustamente conmovedor leer a Gistau en la pequeña biografía y la recopilación de artículos -políticos, culturales, personales- hilvanada por David Lema -El penúltimo negroni (Debate), con prólogo de Manuel Jabois-, porque uno entiende. Uno entiende quién fue el hombre. Se cierran algunas cosas, se intuyen otras, y una verdad secreta, trascendente y exacta se filtra por las grietas de lo que escribió David.
Él no sabía que iba a morir aunque se pasó la vida esquivando la muerte -desde su nacimiento deshidratado hasta el accidente en la piscina que casi lo deja en una cama del hospital de parapléjicos de Toledo-. Él no sabía que iba a morir, aunque escribía todo el rato desde la consciencia de que la vida era un regalo, por los trombos en el pulmón, por el gran amor encontrado a la tercera -con Romina Caponnetto-, por la domesticación del gamberro insolente que le habitaba en pos del gran hombre independiente y fuerte que conseguía hacer interesantes a los que le rodeaban. A los suyos.
Con el humor, contra las poses
Fue moderno, Gistau, y fue valiente y escéptico y desacralizador; fue culto sin imposturas, fue sarcástico sin ser cínico y fue cómico desde su inteligencia mordaz e irónica. Fue un niño asiduo a la madrileña y madridista marisquería Txangurro, en Doctor Fleming: fue un niño alegre de la mano de su padre, un niño sabio a caballo entre la pachanga de fútbol y la biblioteca. Fue un desenmascarador del dandismo, del malditismo, de la gravedad de las poses bohemias.
Fue un alumno de Periodismo de la Universidad CEU San Pablo que no pisó las clases, y menos mal, porque allí se encargan a fondo de quitarle la frescura a uno. Escribió horóscopos agudísimos, más fiables desde la chanza que los de Esperanza Gracia. Fue guionista y entretenedor. Fue un joven encantado de ir a la mili -a pesar de que no había mamado espíritu bélico-, pero, al reconocerle un trastorno de ansiedad, no le dejaron tocar pistola y lo pusieron a repartir medicamentos en la Enfermería: y qué lujazo.
Fue un narrador incorrecto, sin moralejas ni moralinas, que vivía la vida para entenderla y la escribía por el mismo motivo, capaz de encontrar siempre la historia aun observando a una araña deslizarse por la tela de un cuartucho.
El casi amigo del Yiyo
Tuvo la deferencia de no emular a su querido Umbral -y de fantasear con un horizonte amigo de Hemingway-, y acabó convirtiéndose -por ese fino hilo del respeto- en un columnista imposible de imitar: que no den más vergüenza los que hoy lo intentan, por favor. En el verano de sus quince años conoció a un entrenador de fútbol que se sentía muy orgulloso de su amigo El Yiyo, y que le prometía que se lo presentaría y lo llevaría por primera vez a una plaza de toros, y nunca se pudo despedir de él -del maestro deportivo- porque en la última jornada de agosto lo escuchó llorar a gritos por la muerte de su colega el mataor. No supo qué decirle.
Sospecho que Gistau fue uno de esos amigos por los que uno, inequívocamente, lloraría a gritos. Uno de esos amigos que bien merecen una estatua junto a Las Ventas. Un crío que una vez tuvo un balón Tango que no usó porque estaba firmado por Juanito. El vecino más humilde de Quino que asumió sin fanfarronadas que ya había rebasado la edad en la que ser más interesante: allá en su tercer cumpleaños.
El que escribía de Cela y de Eastwood y de Lecquio y de Borges y de Norman Mailer y de su odio hacia Supermán. El que fue feliz, muy feliz, y pensó, al ver El desencanto de los Panero, que en esas infancias no había entrado nunca un balón de fútbol.
Jabois recuerda en el prólogo de este libro dos cosas fundamentales: que con Gistau no se ha muerto una “joven firma” ni un “heredero de Umbral”. En realidad se ha ido un hombre que quiso trascender para los suyos. Y uno siente, leyendo El penúltimo negroni, que sus hijos podrán encontrar a su padre bueno en estas páginas, y que, aun siendo adultos, le reconocerán.