Decía Pessoa que todas las cartas de amor son ridículas, pero que lo más ridículo es ser una de esas criaturas que jamás escribe cartas de amor. Por eso el escritor Shaun User se obsesionó con reunir la correspondencia más marginal de algunos de nuestros grandes nombres culturales e históricos, como Simone de Beauvoir, Beethoven, Borges, Frida Kahlo, Nabokov, o ¡hasta el propio Bonaparte! “A nadie debe sorprender que la carta, nuestra forma de comunicación más privada, haya demostrado ser un vehículo muy popular para tratar (…) el amor, que tanto cuesta definir sobre el papel, pese a ser, según muchos, el único idioma realmente universal”, escribe en Cartas memorables de amor (Salamandra).
“Este libro incluye una selección de cartas que, de uno y otro modo, arrojan luz sobre sus complejidades y su poder, desde los sabios consejos de un padre al hijo enamorado que sufre -válidos para personas de todas las edades- a la carta que supuso el principio del fin de la prohibición que paseaba sobre los matrimonios interraciales en EEUU, firmada por una pareja con un apellido tan oportuno [Loving: enamorados] que resulta casi inverosímil”, explica.
De las misivas de un esclavo enamorado a la petición de mano más sumamente antirromántica de la historia: todo eso recoge este libro. Cartas a difuntos, cartas nunca enviadas -como un mensaje para siempre en borrador de los de ahora-. Una belleza de edición. Para muestra, un botón.
Beauvoir, rota por un amante
Así le escribía Simone de Beauvoir a su amante Nelson Algren, “un novelista estadounidense al que no pudo resistirse pese a que vivían en continentes distintos y con el que mantuvo una relación a distancia durante diecisiete años”. Ya saben ustedes del trajín que se traía Simone con Sartre: ya saben ustedes de lo poco convencional y lo abierto que fue su amor.
A 30 de septiembre de 1950; Hotel Lincoln, Nueva York
Nelson, queridísimo amor mío: poco después de que te marchases llegó un hombre sonriente y me entregó tu flor estrafalaria y preciosa con los dos pajaritos y la tarjeta. Eso casi da al traste con mi ejemplar compostura. «No llores más», me ponías, y me costó lo mío no hacerlo, aunque se me da bien la tristeza sin lágrimas, mucho mejor que la ira fría: mis ojos han permanecido secos hasta ahora, secos como la mojama, aunque mi corazón es una especie de masa blanda y sucia.
(…)
He venido a mi habitación para escribirte y tomarme un whisky, pero ahora no creo que pueda dormir: siento Nueva York a mi alrededor, y nuestro verano a mi espalda (…) No estoy triste, más bien estupefacta, incapaz de reconocerme a mí misma, sin acabar de creer que estés tan lejos, tan sumamente lejos; tú, que siempre has estado tan cerca de mí (…) Cuando lo desees, no tienes más que decirlo. No daré por sentado que vuelves a amarme, ni siquiera que vayas a acostarte conmigo, y no hace falta que pasemos juntos mucho tiempo, sólo el que te apetezca y cuando te apetezca.
Pero debes saber que siempre te estaré esperando. No, no puedo pensar que no volveré a verte jamás: he perdido tu amor y ha sido (es) doloroso; me niego a perderte a ti también. De todos modos, soy tuya hasta tal punto, Nelson, y lo que me has dado significa tanto para mí, que nunca podrías arrebatármelo.
Además, valoro tanto tu ternura y amistad que todavía me conmuevo, dichosa y agradecida pese a todo, cuando te reconozco dentro de mí. Confío en que esa ternura y amistad no me abandonen jamás. En lo que a mí respecta, resulta desconcertante y me avergüenza admitirlo, pero es la única verdad que doy por buena: sigo queriéndote tanto como te quería cuando me lancé a tus brazos remisos, es decir, con todo mi ser y mi sucio corazón”.
Es una despedida: está claro. Da la sensación de que él no siente ya lo mismo por ella o de que ella no puede aguantar más esas distancias dolorosas: prefiere alejarse. Es el fin del idilio amoroso.
Beethoven y su amor secreto
La misiva de Beethoven tampoco tiene desperdicio. Recuerden que el compositor alemán murió con 56 años dejando una polémica carta de amor, que brillaría, sobre todo, por su controversia. Parece ser que fue escriba en 1812. Parece ser, también, que nunca llegó a enviarla, porque la encontró un amigo suyo en su escritorio al poco de su muerte. La identidad de la destinataria hoy sigue siendo un secreto mundial. La elaboró, claro está, enfermo ya de muerte, en la ciudad checa de Teplice.
Mi ángel, mi todo, mi propio ser... Sólo unas pocas palabras hoy, y a lápiz (vuestro, por más señas). Hasta mañana no sabré a ciencia cierta dónde me alojarán, ¡cuánto tiempo perdido en esas tonterías! ¿Por qué este dolor profundo cuando debería imponerse la necesidad?
¿Acaso puede subsistir nuestro amor como no sea merced a los sacrificios, a no exigirlo todo? ¿Acaso podéis cambiar el hecho de que no sois completamente mía, ni yo completamente vuestro? ¡Válganos Dios! Contemplad la bella naturaleza y resignaos al modo como son las cosas. El amor todo lo exige, y hace bien: así me siento yo respecto a vos, y vos respecto a mí; pero olvidáis muy fácilmente que yo debo vivir por ambos, por vos y por mí.
(…)
Seguramente nos veremos pronto (…) Animaos, seguid siendo mi único tesoro, mi todo, como yo lo soy para vos. El resto queda en manos de los dioses, lo que ha de ser y lo que será”.
En otra misiva le decía que su amor le había hecho “el más feliz el más desgraciado de los hombres”. Casi nada.
Frida, amputada, contra Diego
Más feroz fue la carta legendaria de Frida Kahlo a Diego Rivera: expectorada y rabiosa como los corazones desgarrados. Otro turbio amor. Cuando la Kahlo ya no pudo aguantar más las sinvergonzonerías, las idas y venidas y las deslealtades del artista -que llegó a acostarse con su propia hermana-, le escribió esta carta, en 1953, un año antes de su propia muerte, cuando esperaba con angustia a que le amputaran una pierna gangrenada.
No me aterra el dolor y lo sabes, es casi una condición inmanente a mi ser, aunque sí te confieso que sufrí, y sufrí mucho, la vez, todas las veces, que me pusiste el cuerno... no sólo con mi hermana Cristina, sino con tantas otras mujeres... ¿Cómo cayeron en tus enredos? Tú piensas que me encabroné por lo de Cristina, pero hoy he de confesarte que no fue por ella, fue por ti y por mí; primero por mí porque nunca he podido entender qué buscabas, qué buscas, qué te dan y qué te dieron ellas que yo no te di.
Porque no nos hagamos pendejos, Diego, yo todo lo humanamente posible te lo di y lo sabemos; ahora bien, cómo carajos le haces para conquistar a tanta mujer si estás tan feo, hijo de la chingada...
Bueno: el motivo de esta carta no es reprocharte más de lo que ya nos hemos reprochado en esta y quién sabe cuántas pinches vidas más, es sólo que van a cortarme una pierna (al fin se salió con la suya la condenada)...
Te dije que yo ya me hacía incompleta de tiempo atrás, pero ¿qué puta necesidad de que la gente lo supiera? Y ahora ya ves, mi fragmentación estará a la vista de todos, de ti... Por eso antes que te vayan con el chisme te lo digo yo «personalmente» (…) No pretendo causarte lástima, a ti ni a nadie, tampoco quiero que te sientas culpable de nada: te escribo para decirte que te libero de mí, vamos, te «amputo» de mí; sé feliz y no me busques jamás.
No quiero volver a saber de ti ni que tú sepas de mí, si de algo quiero tener el gusto antes de morir es de no volver a ver tu horrible y bastarda cara de malnacido rondar por mi jardín. Es todo, ya puedo ir tranquila a que me mochen en paz.
Bonaparte, celoso y controlador
Se quedó a gusto, Frida. Bien que hizo. Pero más patidifuso dejará al lector la carta encendida de Napoleón Bonaparte a Josefina de Beauharnais, de la que se tuvo que separar 48 horas después de su boda para comandar al ejército galo. Le escribía a su esposa como un descosido, era un prolífico escritor que le mandaba sus amores hasta desde el propio frente de batalla. Eso sí, no les extrañará que tuviera mal genio, Napoleón: “Era sumamente impaciente y se desesperaba si la respuesta de Josefina no llegaba pronto, como sucedió el 19 de julio de 1796”.
No recibo carta tuya desde hace dos días, y son ya trece, por lo menos, las veces que hago esta reflexión para mis adentros. Tal vez te hastíe con mis cuitas, pero no puedes albergar la menor duda sobre la tierna y singular angustia que me inspiras. Ayer atacamos Mantua. Calentamos el ambiente con dos baterías armadas de proyectiles incendiarios y fuego de mortero. Toda la noche lleva esa desdichada ciudad envuelta en llamas. Ha sido un espectáculo espeluznante y majestuoso.
(…)
Lo fuerte es que le confiesa que ha leído cartas dirigidas a ella, y que las consiguió mediante un mensajero de París. Bien controlador -aunque luego supimos también de las infidelidades que le calzó ella, presuntamente por su micropene-.
Temo que te enojes conmigo por ello, lo cual me inquieta. Me hubiese gustado volver a sellarlas, ¡qué desvergüenza!, pero habría sido imperdonable. Si he cometido un error, te ruego me perdones. Juro que no lo he hecho porque sintiera celos, de eso puedes estar segura: jamás se me ocurriría pensar mal de mi amada. Me complacería que me dieras permiso para leer todas tus cartas sin excepción (…).
Mil besos, tan ardientes como mi alma, tan castos como tú. He hecho llamar al mensajero. Dice que se pasó por tu casa y le dijiste que no tenías ningún recado para mí. ¡Vergüenza debería darte, querido monstruito travieso, indolente, cruel y tiránico! Te burlas de mis amenazas, de mi debilidad por ti. ¡Ay, bien sabes que, si pudiera encerrarte en mi pecho, te haría mi prisionera! Dime que estás alegre, bien de salud y llena de afecto por mí.
Borges, pagafantas
Inquietante fue también cuando Borges, “famoso por su timidez, rayana en la misantropía”, abandonó por fin la casa de la madre en 1967 y se casó con Elsa Astete Millán. La cosa es que el escritor llevaba enamorado de ella desde 1931, cuando el historiador dominicano Pedro Henríquez Ureña los presentó. A pesar del amor apretao amasado con el largo tiempo, el matrimonio no duró más de tres años. A ella se dirigía así el 4 de febrero de 1944, cuando ya la soñaba:
Elsa:
Pienso continuamente en usted, con una intensidad que no se distrae, con una desesperada y vana riqueza. A veces me asombra ingenuamente que ese continuado pensar no la acerque a usted, no me traiga una línea suya o su voz, o siquiera el encontrarme en la calle con alguien que la conoce.
Ensayo inútiles ejercicios de magia: paso el día entero fuera de casa para facilitarle al destino (de cuya existencia descreo, naturalmente) la producción de una carta suya, de una línea trazada por su mano. Los días y noches de soledad que me abruman no sólo son muy tristes para mí; son de algún modo irreales también, porque usted, Elsa, no está en ellos.
(…)
No sé por qué le escribo estas fruslerías, que le ocurren al otro, a Jorge Luis Borges, no a mí, que únicamente soy ahora una infinita, una infatigable nostalgia. No sé cuándo leerá usted esta carta. La semana que viene emprenderé la peregrinación a La Plata. Elsa, recuérdeme; llámeme cuando venga.
Trabajo, a pesar del verano, bastante. Hay muchos libros que la esperan.
Suyo,
Jorge Luis Borges.