Joan Margarit siempre iba a irse demasiado pronto, y eso lo sabemos bien porque le necesitábamos. Qué más daba que hubiese resistido los embates de la vida hasta los 200 años: se hubiese marchado precozmente en cualquier caso, porque aquí la tierra está huérfana de su palabra, de su tremenda dignidad, de su sencillez poderosa y de su imaginario profundo que entendía del lobo y del tren que partía, de la luz de los áticos y de la guerra, de la vanidad de los otros y de la derrota personal, del verano sin los ojos que uno ama -los de la hermana, los de su abuela o los de la hija Joana-, de la libertad y de la espera.
Dedicó toda la vida a entender la pérdida. Eso era lo esencial, decía, lo que nos convertía en seres humanos: el recordar que somos animales y que vivimos en el riesgo, en ese riesgo que nos hunde y también nos alza, a veces. Niños asombrados ante un azar imposible que no podemos resolver tomando cápsulas de soma, como en Un mundo feliz.
Sabía de todo, Joan Margarit -desde su mente de arquitecto, de ciudadano y de hombre bueno-, y nos lo regalaba en sus poemas: quizá porque vivió todo, casi todo lo importante, todo lo hermoso y lo atroz desde aquel 11 de mayo del 38 en el que asomó la cabeza en Sanahuja, Lleida. Sus padres se casaron en 1936, el julio aquel en que dio comienzo la guerra civil. Cuando tenía cinco años, un señor uniformado le golpeó "por no hablar en cristiano". Hasta hoy siguió creyendo, como antes -como siempre- que la libertad es ir indocumentado. Que la libertad es un rey saliendo en tren hacia el exilio, hacer el amor en los parques o las palabras 'república' y ‘civil’.
La España oscura
Supone uno que se escribe distinto cuando se ha crecido en la España oscura. Cuando se ha crecido entre velas, sin electricidad en el pueblo pobre, acudiendo al patio helado con el orinal en las manos. Supone uno que se escribe distinto cuando se aprecia que la vida es cálculo, música y poesía: poco más para entender el mundo.
Supone uno que se escribe distinto cuando se entiende que lo fundamental es la verdad, no la belleza. Cuando escucha uno a Schubert y a Mozart como si fueran hermanos lejanos. Cuando desea vivir confinado para siempre y cuando se lidia con un tratamiento por linfoma del que le da igual cómo salir, porque hasta aquí ya ha estado bien la broma. Con todo, Margarit siempre militó. Siempre resistió. Era de esos hombres únicos que tienen más poder en las yemas de los dedos que en los puños.
Decía el poeta que le interesaba la cultura, porque lo demás "ya no tiene solución". Decía que España le daba miedo “desde los Reyes Católicos”. Decía que el lenguaje poético no es lo que la gente piensa -nada de dulzón, bobo, pusilánime-: el lenguaje poético, subrayaba, es el más duro de todos. Decía que lo que importa decir en los poemas está dentro: ya basta de buscarlo fuera.
Su hija Joana
A menudo se dirigía en sus versos a su hija Joana, fallecida, y que sufrió el síndrome de Rubinstein-Taybe durante treinta años: su verdadero amor. Creía que sin la poesía, el hombre se encuentra a la intemperie. Creía que el poeta es el gran pragmático, no el economista. Creía que la poesía debe ser cruel, hasta la más bella. Fue premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. Fue premio Cervantes. Fue tantas cosas que en el fondo no le importaban. Se había quedado muy delgado en los últimos meses. Se había agriado: se había vuelto más lúcido que nunca -por aquello de la amargura que nos sobrevive dentro cuando las células empiezan a dislocarse-.
El romance de Margarit con la lengua fue intenso pero problemático. Siempre se expresó tanto en castellano como en catalán, pero, como él subrayaba, "no hay ningún gran poeta que no escriba primero en la materna". Reconocía sus espinas en uno de sus poemas, llamado Dignidat: el castellano no tiene la culpa de su fortaleza "y menos todavía, de mi debilidad". El catalán le era una morada vieja llena de canciones hermosas: ellas seguro se salvarán.
Algunos versos
“Intento seducirte en el pasado (…) fantasía invernal bailar contigo”, escribía en Faros en la noche. “No tires las cartas de amor. / Ellas no te abandonarán (…) Caerán los años. Te cansarán los libros. / Descenderás aún más, / e, incluso, perderás la poesía. / El ruido de ciudad en los cristales / acabará por ser tu única música / y las cartas de amor que habrás guardado / serán tu última literatura”, recomendaba en otro poema emblemático. “Ni esta violencia con la que deseo / tener razón. / Ni tampoco creer que la felicidad / tiene una relación sutil con la mentira. / ni ser tan sucio / de corazón como los míos, / a pesar de que a ellos los ensució la guerra”, lanzaba en Nada enaltece a un viejo.
Creía que la moral era “una perra de esas que ladraban sin cesar, / fea como una rata”: “Todo el día incordiando, / husmeando al perro lobo de la vida / que, indiferente y fuerte, apenas la miraba. / Hoy lo he visto pasar hacia el jardín, / llevaba la moral entre los dientes, / cogida por el cuello, asustada, encogida (…) Hoy he hecho limpieza de mis libros, o sea, de mi tiempo. / De Simone de Beauvoir los tiro todos”. Los tuyos nosotros nunca, maestro. Descansa en paz.