Al final siempre ganan los monstruos, dice Juarma -dibujante de viñetas, fanzines y tebeos- desde el título de su primera novela publicada por Blackie Books: y esos bichos, cuenta el autor, son “los que ganan, los que nos mienten, los que nos explotan”, pero también “los que cada uno tenemos dentro, porque la salud mental está como está y las cabezas están como están”.
Queda resistir, asegura, queda aguantar. Pero que difícil a veces: si no que se lo digan a los protagonistas de su historia, a El Juanillo, El Jony, el Lolo, la Vanessa y el Cucaracha, un grupo de colegas treintañeros hastiados y rebeldes -a fuerza de hostias- que viven, luchan y mueren en Villa de la Fuente, un pueblito sin esperanzas donde revientan los días entre curros precarios, algunas rayas, trapicheos, música a todo volumen, cabellos de colores, amorcillos y rabia.
Esta novela va sobre que un lugar es también un destino: esta novela va sobre un barrio mental y sobre no poder -o no querer- salir de él. Esta es una novela sobre los expulsados del sistema. Recuerda, a trazas -por la estética, por la violencia y el gamberrismo- a aquellas películas míticas de Eloy de la Iglesia en las que retrataba al lumpen más tierno y atroz, a los olvidados de la verbena democrática, a los chavales que sobrevivían pinchando coches y pinchándose heroína para alcanzar la paz, al menos un ratito. Felipe González no quería sacarlos en la foto: no le interesaba asumir las miserias de un país que quería ser europeizable.
Algo así les sucede a éstos, pero traídos al presente y en el presuntísimo Estado del Bienestar: son los niños malos, los niños raros desperdigados en los pueblos de España por los que los políticos sólo pasan a hacerse la foto justo antes de las elecciones. Son los desempleados, los humildes, los molestos. Son a los que ahora Pedro Sánchez también prefiere no mirar. “Estos personajes están muy perdidos, algunos no tienen trabajo y algunos tienen problemas o tienen una vida mala: han sufrido abusos, malos tratos, tienen traumas… y aquí vemos cómo les afecta eso de mayores y cómo intentan salir adelante, aunque a veces no saben cómo hacer las cosas bien”, cuenta Juarma.
Precariado, pueblo y rabia
“Tienen pocas alternativas y a veces prefieren no pasar por el aro: parece que en el pueblo lo único que puedes hacer es casarte con una chica de allí y seguir cerrándote. Yo no juzgo ni doy lecciones morales: me limito a hablar de personas que trabajan por temporadas en el campo y que saben que cuando llueve no pueden ir a trabajar, de personas que no tienen nada estable, de los que viven con su madre y no tienen perspectivas de vida, no más que estar un rato desconectado de la cruz que te ha caído encima”, expresa.
El pueblo, dice, funciona como un personaje que engulle a todos: “De alguna manera, quieren salir de ahí pero al final acaban decidiendo siempre quedarse para estar con sus amigos de toda la vida, para sentir que forman parte de algo, de un sitio donde les conocen y les respetan”, esboza. “Quieren escapar pero entienden que ahí están más a gusto que en ninguna otra parte: es complicado. Están atrapados y están encantados a la vez, lo odian pero lo aman y sobre todo, no pueden compararlo con otra cosa. Sólo estando juntos se sienten más fuertes”.
Juarma valora, por encima de todo, la educación recibida. El consejo de los mayores, los valores de los viejos. ¿Diría él que estos chavales son antisistema, o que es imposible no ser antisistema cuando el sistema no te escucha? “La propia sociedad y el propio sistema son antigente, antipersonas: se dedican a pisotear los derechos de todos, a hacer daño a la gente, a robarles, a explotarles, a abandonarles. No hay nada más antihumanidad que las leyes que tenemos, o que la actuación de políticos y empresarios. Es fácil sentirse un perro acorralado que muerde lo primero que ve. Estos personajes no van a manifestaciones siquiera, porque están entre los treinta y los cuarenta y ya andan tan quemados que no confían en nada”, relata.
Desencanto, ruina y amor
El desencanto es global. La zozobra les come. “Pillan depresiones, pillan ganas de estar borrachos, pierden ganas de adaptarse. Es un libro con intencionalidad política porque todo es política, inevitablemente. Las drogas les ayudan a desconectar de las cosas a las que no les ven sentido, pero las consecuencias son las que son, no se romantiza nada: no es una vida chula ni alegre, es miseria y es ruina. Intentan volar un rato y sentirse fuertes, pero acaban más individualistas, más débiles y más hechos polvo”, subraya.
¿En quién creen estos jóvenes-ya-no-tan-jóvenes: en dios, en la política, en el destino, en la justicia poética, en la revancha a pie de calle? ¿Qué les salvará? “No hay ningún método: hay quien se apunta a un equipo de futbito o el que sale a correr kilómetros con la bici. Todo es una búsqueda de sentido. Qué más da, no hay mucha esperanza: sólo el amor de los suyos les ayuda un poco, pero no el amor romántico, sino el amor del hermano, del amigo o de la madre”, chasquea.
¿Qué cree que pensarían los políticos actuales si leyesen este libro: se sentirían apelados? “No le harían ni caso, como llevan sin hacerle caso toda la vida a estas situaciones: les da igual recortar las inversiones en los pueblos, les da igual recortar en educación. Su trabajo es quedar bien y siempre seguirán desconectados de estas realidades y de todas las demás”.