Compañeros en Madrid, realistas en el arte. Se conocieron en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y desde entonces se han mantenido juntos. Inseparables. Son un grupo, una piña, son amigos, son maridos y mujeres, cuñados y cuñadas, son colegas interesados en lo mismo: la revelación de un cuarto de baño sucio, una máquina de coser, la esquina de una habitación. El silencio de sus casas y sus cosas.
Miran lo vulgar y se inspiran. Están tan unidos que coinciden hasta en apellidos: Antonio López, Francisco López Hernández y Julio López Hernández. Tan cercanos que se acuñó el término “lopeceo”. “Lopecear” es hacer eso, salir a la calle o quedarse en casa y mirar. Hacer realismo. A su alrededor, hambre, pobreza, represión y posguerra. No usaban cámara de fotos, no tenían coche para viajar y plantar el caballete en el campo. “Tampoco era fácil subirlo al tranvía o los autobuses. Pintábamos nuestros árboles y jardines”, recuerda Isabel Quintanilla, mujer del escultor Francisco López.
“Lopecear” es hacer eso, salir a la calle o quedarse en casa y mirar. Hacer realismo
Así que buscaban lo exótico en lo cercano, en sus colonias de casas bajas, en la tranquilidad de lo familiar. Allí lo tenían todo a su alcance y se recreaban en la miaja del día a día, en lo invisible para la mayoría y desde allí, en sus rincones mudos, levantaron un monumento a lo insignificante. La mayoría de integrantes del grupo expusieron antes de los 30 años y en 1955 montaron la primera exposición colectiva de las decenas y decenas que vendrían más tarde. Querían ser modernos a su manera, pasando de la abstracción y de la figuración, de la ironía y la denuncia. No creían en el chiste, no eran el Equipo Crónica o Equipo 57.
Por eso son un hecho anómalo en la sucesión de modas y tendencias en la historia de la pintura, por su fidelidad a la realidad. Antonio López (Madrid, 1936), Julio López (Madrid, 1930), Paco López (Madrid, 1932), Amalia Avia (1930-2011), Maria Moreno (Madrid, 1933), Esperanza Parada (1928-2011) e Isabel Quintanilla (Madrid, 1938) no se han separado ni un milímetro de ella. No son los únicos, pero son el grupo de Madrid, los amigos de Antonio, el artista más notable y anotado en los manuales, que se reúnen de nuevo en un museo, en el Thyssen (y comisariados por María López, hija del propio Antonio). Todo queda en familia.
“Somos amigos y familia, grupo nunca”, asegura Francisco López a este periódico. “Tampoco sé qué es el realismo, dónde empieza o dónde acaba. Altamira también es realista, ¿no? No soy capaz de definirlo y no quiero hacerlo tampoco. No quiero más que trabajar”. Reconoce que sus trabajos asentados en la realidad han favorecido el reconocimiento entre el público y el rechazo en los museos. Francisco tenía un relieve expuesto en el Reina Sofía, pero lo han bajado a los almacenes. “No estamos bien representados”, dice su mujer, Isabel, que se queja y dice que es “una falta de respeto”. “Un director te las pone y otro te las quita. Yo estoy mejor representada en Múnich, Hamburgo y Washington que en Madrid”.
El arraigo de la imagen en el exterior y en el interior, amarrada por una técnica depurada y la preocupación por el estudio de la luz, diferencia al grupo del resto de realismos e hiperrealismos (como el norteamericano). Visitaban el Museo de reproducciones artísticas (el Casón del Buen Retiro) y adoraban la escultura clásica y a los maestros renacentistas. También en sus altares: la Vieja friendo huevos y El aguador de Sevilla de Velázquez y las uñas mugrientas de Ribera.
Un mundo abandonado
“El viaje becado a Roma de Antonio y Francisco fue muy importante para todos ellos. De allí regresaron otros”, recuerda Leandro Navarro, galerista del grupo salvo de Antonio (Marlborough). “Ellos recrearon el mundo abandonado, la intimidad, lo cotidiano y escaparon de modas”, dice el galerista que los protege. En los orígenes asumió esta tarea Juana Mordó.
La cena, uno de los mejores ejemplos de cómo dilata Antonio López su enfrentamiento a la pintura, no estará en la exposición del Thyssen, aunque habrá otras 18 pinturas del principal exponentes de aquellos realistas. Francisco López tendrá 25 piezas y su hermano Julio, nueve. María Moreno, mujer de Antonio, expondrá 13 obras, Amalia Avia cinco y Esperanza Parada cuatro. De Isabel podremos contemplar 20 cuadros, la mayoría proceden de la galería Brockstedt de Berlín, responsables de vender su obra y la de su marido desde que les conocieron en los setenta.
Estar casada con un artista también ha ayudado: mi marido prefería que pintara a que le planchara una camisa
“En España tuvimos un galerista que se llevaba los cuadros y ni te pagaba. A las mujeres nos trataba con desprecio. Eras una mujer, nada más. No eras nadie, no pintabas. La consideración como pintora la logré en Alemania. Pintora, no mujer. Les encajó muy bien el realismo, les gustaba”, recuerda. “Para nosotras ha sido mucho más difícil que para nuestros maridos”, añade. Esperanza, por ejemplo, tuvo que elegir: o trabajar o pintar. Y decidió aparcar la pintura y dedicarle su tiempo a la galería de Mordó y a sus compañeros.
“Mi marido me dijo 'déjate de trabajar y ponte a pintar'”, confiesa Isabel. “Del arte tampoco se puede vivir, pero no nos podemos quejar. Estar casada con un artista también ha ayudado: mi marido prefería que pintara a que le planchara una camisa”. Así conciliaba como podía la crianza de su hijo y el cuidado de su madre, alojada durante su enfermedad en casa. Amalia describió situaciones similares en sus memorias De puertas adentro (Taurus).
El primer éxito del grupo cuyo aglutinante fue la amistad tardó en llegar. Fue en la Documenta de Kassel, año 1977. En medio de la tormenta abstracta aparece este intento de renovar la realidad a base de lirismo, veracidad, misterio, cercanía y extrañeza. “La figuración no es sinónimo de realidad, ni abstracción de evasión”. En la vocación del grupo por detener el tiempo, por encontrar los residuos arrinconados de la humanidad, actuaron con obsesión y sin prisa. “Trabajamos lentamente, no existimos mucho”, dice Francisco López.
Una pintura nunca se acaba. Es el pintor el que llega al límite de sus posibilidades. La realidad es una aventura atípica que exige una mirada perseverante y paciente, que se niega a dar por muertas sus pinturas. Todos unidos por la misma obsesión, tras el camino que marca Antonio, sin programa ni manifiesto, sin fórmulas aprendidas ni academicismo. Los realistas son más que la dinastía de los López, más que una endogamia afectiva, algo más que aquello que les llevó de la tertulia al altar. Algo más que la cruda realidad.