He quedado con el escritor Santiago Jaureguízar (Bilbao, 1965) para tomar un café. La tarde anterior lo había llamado para conocer su opinión sobre el tema de que trata este artículo, pero como buen gallego nacido en Bilbao, se negó a ponérmelo fácil: "Hay cosas que no se pueden tratar por teléfono, Manuel. Nos vemos mañana a las 10:00. Lleva una grabadora". Jaureguízar sólo consiente en tratar por teléfono los asuntos de importancia capital. Todos los demás, especialmente las cuestiones más insignificantes, exige hablarlos cara a cara.
Mientras lo espero, repaso la exposición del tema y su enfoque. Algunos días antes, ojeando la prensa, supe que un grupo de investigadores de la Universidad Queen Mary de Londres habían llevado a cabo un estudio publicado en la revista Journal of Spatial Sciencie en el que, basándose en procedimientos estadísticos utilizados por la policía para la localización de delincuentes, se apuntaba con un alto grado de probabilidad cuál podría ser la identidad del artista callejero y activista político conocido como Banksy.
Desde mediados de los años noventa, y mediante el uso de técnicas propias del arte urbano como el graffiti y el stencil, Banksy ha denunciado en muros de medio mundo situaciones de desamparo, abuso de poder e injusticia social, posicionándose además, en numerosas ocasiones, en contra de la hipocresía de los procesos bélicos y el aparato militar occidental a través de la sátira y el sarcasmo. En realidad, subyace a toda su obra una reflexión sobre el sistema de valores de las sociedades modernas, que se construye, a modo de crítica, con paradojas y absurdos lógicos que pretenden provocar una cierta inquietud moral en aquellos que la contemplan. Podría decirse que hay algo de hipnótico en el contraste de ideas que utiliza para, por ejemplo, reivindicar la paz o ironizar sobre el sistema. Algo de mágico y misterioso a lo que, sin duda, contribuye su trabajado anonimato.
Nadie sabe quién es Banksy. Lo único que sabemos de él es que ha decorado las paredes de Londres, Nueva York, Los Ángeles, Toronto o Palestina con las ideas políticas, artísticas y éticas que cuidadosamente almacena en sus sprays. No existen más datos fiables sobre su persona. Y tal vez haya sido precisamente esa condición de enigma la que, sin desmerecer su talento, ha incrementado el interés del mundo por su obra. Ha logrado crear un personaje magnético a base de no crear personaje alguno.
La cuestión es si queremos saber o no quién es el Bruce Wayne que está detrás de Banksy. Cuánta verdad seríamos capaces de tolerar
Lo ha desprovisto de historia, de rasgos de la personalidad, de señas de identidad. Lo ha construido a la contra, haciendo de cada incógnita un atributo. Porque a veces no hay mejor forma de hacer algo que deshaciéndolo. Claro que una cosa es la imagen -o la sombra- que ha querido proyectar de sí mismo y otra muy distinta es quién es él en verdad. Porque si Banksy es Batman, entonces, a la fuerza, ha de haber un Bruce Wayne.
La cuestión es si queremos saber o no quién es el Bruce Wayne que está detrás de Banksy. Cuánta verdad seríamos capaces de tolerar. Me pregunto, por ejemplo, cómo reaccionaría la ciudad de Gotham si supiese que el hombre enmascarado que custodia sus calles oculto entre las sombras es realmente un millonario excéntrico y seriamente perturbado que, siguiendo un claro patrón de causa y efecto propio de un cuadro de trastorno por estrés postraumático, un buen día decidió ponerse una capa y salir a la calle a combatir el mal. Uno no necesita descubrir la verdadera identidad de sus héroes. Todo lo contrario. La humanización, por definición, reduce el mito. Lo priva de magia y misterio. Lo convierte en algo que, en el fondo, no difiere demasiado de lo que eres tú. Con tus vicios, tus carencias y tus debilidades. Averiguar que tus héroes no son otra cosa que tipos comunes y corrientes implica, como poco, correr el riesgo de dejar de admirarlos.
Jaureguízar acaba de llegar. Le comento de qué trata el artículo. Le explico por qué en mi opinión, y en lo que se refiere a Banksy, la supresión de su anonimato produciría una disociación entre la persona y el personaje que nos igualaría a la primera al despojar de sustantividad al segundo. Insisto en que nadie quiere saber que sus ídolos son hombres medianos. En que nadie quiere saber que detrás de sus héroes solo hay una persona normal. Una persona sometida, como cualquier otra, a la cotidianidad.
Santiago, como el gran escritor que es, comienza trasladando el asunto a su terreno: "Banksy me recuerda a Hemingway. El autor norteamericano escribía novelas de épica adolescente y efervescencia folletinesca no mejores, pero sí más prestigiosas, que las de novelistas como Edgar Rice Burroughs y su héroe atávico Tarzán. Hemingway supo venderlas a través de su personaje, un cazador paleolítico con las armas más sofisticadas de los años cincuenta. Banksy creó un personaje en negativo, es decir, un personaje construído con el misterio. Probablemente porque es un tipo que toma pintas en un pub y lleva su coche a un autolavado los sábados por la mañana, y no tiene unha historia trascendente que contar. Así que oculta su personaje detrás de su obra, al revés que hizo Hemingway".
Coincido con él. Su paralelismo es muy oportuno. Hemingway creó a Hemingway a base de brochazos viriles y engreídos donde al escritor se superpone el boxeador; y a éste el cazador; y a éste el marino y el mujeriego y el borracho, moldeando así un personaje en el que vida y literatura se confunden y que constituye uno más, si no el primero, de los atractivos de su obra. Banksy ha hecho lo propio, pero a la inversa. El arcano tras el que se ha escondido es, tal vez, el principal anzuelo de su leyenda.
Su trabajo no deja de reflejar opiniones comúnmente aceptadas por la izquierda de todo el mundo, algunos lugares comunes sobre la miseria y la crueldad humanas
"Su trabajo -continúa diciendo Jaureguízar- no deja de reflejar opiniones comúnmente aceptadas por la izquierda de todo el mundo, algunos lugares comunes sobre la miseria y la crueldad humanas. Aunque sabe venderlo vistiéndolos de contradicción y humor. Si supiésemos quién es Banksy, si supiésemos que es un cuarentón tan vano que sueña con ser el soldado Frederic Henry de Adiós a las armas, su obra nos parecería tan vulgar y molesta como la del resto de chavales encapuchados que se compran esprais en el Carrefour para hacerse visibles en las paredes de su barrio". Misma conclusión, distinta valoración.
Para mí, la belleza de la obra de nuestro protagonista se encuentra sobre todo en la forma, más allá de los eventuales clichés que puedan cubrir el fondo. Santiago es mucho más exigente que yo. Él opina que Banksy no debe ser desprovisto de su anonimato porque, en ese caso, pasaría a ser un simple grafitero más. Yo sostengo que no quiero saber quién es Banksy por la misma razón por la que, como antes decía, los habitantes de Gotham no quieren saber quién es el bicho raro que se oculta detrás de la máscara de Batman.
Por la misma razón por la que algo se me arrugó en el alma cuando supe que el Subcomandante Marcos, cuya figura de guerrillero insurgente me fascinaba durante la adolescencia, era en realidad un antiguo estudiante de filosofía y profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana de Ciudad de México que durante su estancia en España había trabajado en una tasca en Madrid y un Corte Inglés de Barcelona. Por eso no quiero saber quién es Banksy. Porque detestaría descubrir en qué lavandería hace los sábados la colada antes de ir a comer a casa de su madre. Para evitar ese pequeño pero doloroso sentimiento de derrota que es la decepción.
Sin embargo, los científicos de la Universidad Queen Mary de Londres que lo persiguen no cejan en su empeño de revelar por completo su identidad. Tal es así que incluso han hecho público el que creen que es su nombre, su edad, la localidad en la que vive y algunos de los lugares que más frecuenta. Sobre esta necesidad del ser humano, sobre esta pulsión que le obliga a querer hacer público aquello que desea seguir siendo privado, comparte conmigo una muy interesante reflexión la filósofa Rebeca Baceiredo (Ourense 1979), en la que expone cómo la posesión de la intimidad del artista se convierte en objetivo porque es así, en último término, como se consigue controlar lo que escapa -y por lo tanto inquieta- a nuestro propio orden de las cosas: "Por un lado, si el arte moderno giraba en torno a la idea de genio, el posmoderno lo hace alrededor de la marca. Por otro, no creo que Banksy jugase con el anonimato exactamente, con el anonimato relativo de los artistas medievales o antiguos, sino con el seudónimo. Él no se velaba como artista, sino que desplazaba su identidad en una línea de fuga, y en esa apertura era donde se daba o donde se da su expresión artística. Y digo esto con las implicaciones onto-políticas que tiene.
Si el arte moderno giraba en torno a la idea de genio, el posmoderno lo hace alrededor de la marca
Ahora bien -continúa-, ese desplazamiento de la identidad hacia la fuga es capturado por los instrumentos semióticos o epistémicos del capitalismo, del sistema, y el seudónimo, tal significante, pasa a funcionar como logo, como marca. Como fetiche. El fetiche cuenta con un aura que se desa poseer y que es de por sí inaprehensible. Entonces lo que se posee es el objeto, es el concreto-material, en este caso, la "identidad real" del artista, el "individuo" que constituye al artista, digamos. Ese morbo es lo que se busca, esa posesión de la intimidad de lo que fascina o repele, de lo que genera algún tipo de afección. Es una postura que permite clasificaciones y, por lo tanto, control. Del control y de la sociedad de control en general es de lo que huye el street art, además de denunciarlo, y tiene que huír, pues es perseguido en muchas ocasiones. En casi todas las que el artista no cotiza al alza en el mercado del arte".
Los investigadores han concluido que Banksy se llama Robin Gunningham, tiene 42 años, es natural de Bristol, donde suele acudir a un parque, a un pub y a un apartamento, y tiene tres residencias en Londres. Por otra parte, Spencer Chainey, experto en Seguridad y Ciencias Criminales en la University College de Londres, manifestó sus dudas sobre tales conclusiones y declaró que el estudio no cumple con los estándares habituales de las ciencias forenses.
Yo sigo preguntándome a quién, más allá de lo expuesto por Baceiredo, puede importarle quién es Banksy. Quién necesita saber, como decía Santiago Jaureguízar, que se trata de un cuarentón vano que se oculta tras su obra porque no es capaz de ser Frederick Henry -es decir, el propio Hemingway- en Adiós a las armas. O sí. Yo no quiero saber qué clase de amistades tiene, cuáles son sus vicios o si es tartamudo. No quiero saber si cuando termina de pintar una paloma de la paz con un chaleco antibalas o a un rebelde lanzando a los antidisturbios un ramo de flores se vuelve a su pub de Bristol para emborracharse y comportarse como un cretino. Cuando le preguntas a un niño cuál es su superhéroe favorito, la respuesta siempre suele ser Superman, Batman o Spiderman. Ninguno menciona a Mr. Fantástico, uno de los pocos cuya identidad es pública. Todo el mundo sabe desde el inicio que es el aburrido de Reed Richards.
En cierta ocasión, Banksy comentó: "Una pared es un arma muy grande. Es una de las cosas más desagradables con las que puedes golpear a alguien". Déjenme seguir creyendo que el tipo que dijo esto es un crack, caramba. No nos hagan trizas la ilusión.