Si la rareza es una de las virtudes de los objetos preciosos, ¿una momia de chocolate blanco dentro de un sarcófago de metal barato es comparable con un diamante o La Gioconda? Para mí, todo lo que no haya pasado por el supermercado de El Corte Inglés sigue siendo algo extraño y exótico. Bastaría con encontrarme esta dulce reliquia egipcia entre los productos de las estanterías del centro nacional de asimilación de rarezas para que dejase de llamar mi atención.
Por otro lado, si un objeto sagrado es un objeto tabú y no puede tocarse sin mancillarlo, si lo sagrado es lo que se teme y se rechaza, lo que se venera y se respeta, si lo sagrado pertenece al mundo de lo divino, si la profanación de lo sagrado es algo grave y mortal, ¿qué pasará cuando le arranque la cabeza de la momia de un bocado? Empezaré por los pies. Llámame puritano, pero mi ateísmo de nacimiento me impide comerme a los dioses más cercanos. No voy a dar nombres, que se enfadan (los de siempre). Tampoco reyes, ni papas.
A lo máximo que he llegado en mi iconoclastia es a cerrar un díptico casero. Era una preciosa copia de unas vírgenes bizantinas que tenía la abuela en la mesilla de su habitación y que, mientras dormía, me acercaba a cerrarla. No quería a nadie mirándome el sueño. Aquel gesto contra las tablillas de bolsillo no hizo más que desencadenar una bulimia historicista, que me obliga a pasar por las tiendas de los museos, donde se resume todo el saber de la Humanidad. Y el sabor. A chocolate.
Sabemos cómo son las momias (incluso antes de verlas), hay un par de ellas en todos los museos arqueológicos, hemos visto miles de documentales, millones de reportajes y otros tantos artículos sobre excavaciones, descubrimientos y chismes. A fuerza de querer hacerlo todo visible, el mundo ha dejado de tener secretos. Ni siquiera la muerte es coto vedado, queremos ver hasta quedarnos ciegos. Lo sabemos todo del Antiguo Egipto, todo lo hemos visto. Pero desconocemos a qué saben las momias.
Si el arte no nació para dar culto a los dioses, sino a los muertos, ¿cómo hemos logrado hacer de lo sagrado un imán para la nevera (3,50 libras), unas barritas de crema de labios (4,50 libras), en un estuche para lapiceros (7,99 libras) o un pen drive USB (9,99 libras)? En los museos como el British -donde venden estas delicias por tener la mejor colección del mundo de objetos del Antiguo Egipto (lejos de Egipto)-, la sacralidad es un éxito de ventas, no un tabú.
Todo lo que tenga que ver con Egipto es magnético. Hace casi diez años fui a ver una exposición temporal en la que destripaban la momia de un sacerdote cuyo sarcófago no habían abierto nunca. Hablaban de “técnicas no invasivas”, pero dejaban en pelotas al señor. Primero desvelaban su secreto y, a la salida, me invitaban a saciar la curiosidad. Lo que los sacerdotes de los faraones no habían previsto en el viaje de ultratumba era la tienda en la que terminarían poniéndoles precio a su cabeza (de chocolate blanco), por 7,99. No te dejes nada.