El consumo es amigo del placer, vaya si lo es. No se lleva tan bien con lo trascendental. Lo divino no promete la felicidad inmediata, hay que esperar a morir y luego ya veremos. Tampoco asegura la diversión ni la celebración, porque está en contra de ella. Lo trascendental suele aburrir. Por ejemplo, vestirnos con una camisa de casi setenta para una cita que terminará en fracaso, nos gusta. Cenar en tu vegetariano favorito, pues también. El placer, como el consumo, nunca terminan con el último bocado. Porque no hay un último bocado.
No importa desacralizar, importa el subidón. Incluso si es un pastillero como éste (que se vende por 4 libras)
Si el placer es el acicate del consumo, ¿cómo vamos a ser capaces de vender un objeto como un pastillero, sin posibilidad de actualizarse ni reformarse (siempre y cuando lo mantengamos lejos de las discotecas)? El arte abre unas posibilidades infinitas a los objetos más rancios de nuestro hogar. Gracias a sus imágenes lo viejo siempre parece nuevo. Porque lo que se consume es la experiencia, no la obra de arte. La virgen rezando, obra del pintor barroco Giovanni Battista Salvi, conocido como Il Sassoferrato, seguirá en la National Gallery de Londres, pero no la emoción de llevarla en el bolsillo.
La historia de la pintura religiosa prometía trascender; la historia del arte contemporáneo, felicidad; la historia del producto cultural, diversión. No importa desacralizar, importa el subidón. Incluso si es un pastillero como éste (que se vende por 4 libras), del que no puedes apartarte si no quieres tener problemas de salud. Un pastillero como éste es la culminación en pocos centímetros de las complejidades a las que nos somete el mundo moderno: necesitamos a la ciencia para sobrevivir, pero con ella, parece decirnos la Virgen, no basta. La medicina sin la ciencia no sirve de nada. Para asegurar la eficacia, reza.
Pero, ¿qué significa consumir una obra de arte? Consumir es devorar. Necesitamos objetos a mansalva, grandes supermercados a rebosar de miles de cosas. Llenos de nada. Es la tiranía de los escaparates, que obligan a renovar la oferta cada día. Consumir y conservar son incompatibles, por eso el arte es una anomalía en una sociedad de la abundancia y la multiplicación. El arte es el bajón de los bienes de consumo. Por eso inventamos el kitsch, para poder devorar el arte en todas sus formas, sin tener que detenerse en fronteras como la de la fe.
Somos glotones visuales, nos atiborramos de cuadros. Cuatro horas en el museo y empacho garantizado
También consumimos mucho con la mirada. Somos glotones visuales, nos atiborramos de cuadros. Cuatro horas en el museo y empacho garantizado. El turismo cultural también es un producto que mueve masas ansiosas de devorar lo nuevo viejo. Il Sassoferrato lo es. A su manera Salvi también introdujo en el mercado una nueva oferta de producto: el cuadro de devoción que fundía el tenebrismo, con el clasicismo boloñés. La Virgen del pastillero de la National es el mejor ejemplo.
Se especializó en la pintura amable y decorativa, con mucho éxito entre los clientes más acomodados que veían con desagrado cómo las fórmulas de Caravaggio se imponían. Salvi convirtió su habilidad en un molde que copió y repitió sistemáticamente gracias al mantenimiento del orden pictórico: no era una nueva propuesta rupturista, mantenía la tradicional imagen de la Madonna renacentista a la que incorporaba un fondo negro, como una cortina sin profundidad. Es lo más caravaggiesco que se atrevió a hacer, porque tanto sus figuras, como sus composiciones, luces y colores son propias de un artista nacido para ser adorado… por el kitsch.