La vida es como un calcetín de colores, uno no se la quiere quitar aunque apeste. Podría habérsele ocurrido a Forrest Gump, pero Robert Zemeckis prefirió la caja de bombones para hablar del destino, no del mito de la eterna juventud. Contra el tedio de creer haberlo visto todo, unos calcetines inspirados en los colores de las obras de Calder expuestas en el Museo Guggenheim de Nueva York (por 22 dólares). Contra la visión de un mundo que cada vez ofrece menos novedades, unos calcetines inspirados en los colores de Modigliani (en combinación de rojo, negro y blanco). Contra la vida de uniforme, unos calcetines multicolores a lo Rauschenberg. Contra las costumbres que nos encadenan, calcetines Klee.
La ilusión de acortar la distancia que separa de la juventud es una de las virtudes y promesas del kitsch. No siempre serás fuerte, productivo y bello, lo sabes, pero siempre deseando ser deseado. La vejez no es más que un estilo de vida impuesto por los demás. La eterna juventud está en saber elegir bien los calcetines y los verbos: distraer, desviar, divergir, divertir.
Calder también mantuvo sus neurotransmisores a punto. A tope la acetilcolina, la dopamina, la noradrenalina gracias a su actividad creativa y a sus juguetes. A su eterna juventud. Unos calcetines inspirados en sus colores deben garantizar la auténtica juventud interior (que sólo existe en los cumplidos de quien quiere comunicarte que ya eres viejo). Persistió en su mirada inocente e infantil y en la expresión del espíritu lúdico.
“La obra de Calder es eternamente joven. Juega, se divierte, y al hacerlo dota a su obra de vida y fuerza”, escribió el crítico J. J. Sweeney. El artista había descubierto un nuevo mundo contra el envejecimiento. Calder es una fuente de felicidad y siempre quiso que su obra fuera motivo de alegría. Su humor es un golpe de risa contra la falsa seriedad del arte y la vanidad del artista de vanguardia y la erudición de la Academia.
Pero la juventud pasa, aunque duela. Por eso hay que dar las gracias a la cirugía y a la industria cosmética, por ayudar a las momias animadas a llegar al final de sus días sin parecer muertos vivientes. “¡Ya no es posible crear un nuevo YO a los setenta y ocho años!”, escribe Freud a su amiga Lou Salomé, contra el elogio a la vejez que lanza ella. Casi un siglo después uno ya es capaz de crearse uno nuevo a diario. Unos calcetines y basta. El juego, el juguete, el humor son el lifting nuestro de cada día contra las convenciones que nos recuerdan que todo lo que no sea juventud es supervivencia.
El juguete y sus colores vivos y sus formas animadas son la vida sin edad, el mundo prometido. Uno lejano y sin contaminar, un espejismo kitsch. Estar en el mundo sin entender en qué mundo estamos es la manera más sencilla de no estar en él.
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