Ella nunca prometió pasar de Velázquez a Gerhard Richter. No quería una relación, quería un encuentro con los límites claros y los contornos definidos. Buscaba un principio, pero sobre todo tenía escrito el final. Velázquez se parecía más a un cuento corto, bien hilado y restringido; y en el pintor alemán encontraba una novela, un viaje interminable en el que los protagonistas ni desaparecen ni se resisten a un desenlace desconocido.
El sevillano retrata dioses y desconocidos, reyes y filósofos, cristos y enanos. La vida real y el mito, la de la corte y la de la calle. Todo es nítido e inmediato, no hay ninguna duda. Es un pintor que cree en la pintura y una pintura que cree en la materia. Richter es un nihilista que, dice, no creer en nada. No es un cínico, simplemente hace una oda a la ironía, en la que todo es posible, sobre todo, la ironía.
Uno debe ser capaz de ser expresionista abstracto una semana, artista pop la otra y un realista la siguiente, sin sentir que se está perdiendo algo
Ambos manipulan la realidad, pero sólo el alemán la niega. La intensidad de las imágenes ya no puede medirse por el reflejo natural. Richter nació cuando la fotografía tenía casi un siglo de edad. Tiempo suficiente para que la pintura no siguiera por el mismo camino que había mantenido cómodamente hasta entonces. Pero Richter es el único que se ha atrevido a hacer desaparecer la pintura usándola.
Es el único que hace de la pintura un medio para la fotografía, hasta que lo pictórico desaparece. Hasta que la fotografía se esfuma. Y se difumina: Ritcher construye a partir de fotografías que se encuentra y las deja sin foco. Destruye todo atisbo de claridad, de transparencia. Fotografió a su hija Betty y la pintó años después: nos da la espalda, sólo vemos su chaqueta y el moño del pelo, mira hacia otro lado y es lo más velazqueño que se ha hecho después de Velázquez.
En su pintura realista no hay garantías de nada, ni siquiera de que lo que miramos sea una foto o una pintura. La suya es una oda a la ironía, en la que todo es posible, sobre todo, la utopía. Porque en la ironía nos protegemos -es el lugar más seguro de todos- y con ella podemos creer más allá de lo que vemos.
Por eso ella prefería una relación velazqueña: límites claros, sin esperanzas. Ella reservó la última capa de su corazón para otra ocasión y ni siquiera una bolsa de pixeles inspirada en la obra 1024 colores y comprada en el MOMA iba a salvar nada. Poco más de 12 euros al cambio y toda la falsa expectativa que se pone en esos regalos que se mandan para salvar misiones imposibles. Richter también adora el pixel, no sólo la realidad reconstruida. En su sana ironía de tradición anticultural y antiestética, el pintor alemán también se desdibuja a él mismo como pintor.
Richter es uno y trino: figurativo, constructivista y abstracto. “Uno debe ser capaz de ser expresionista abstracto una semana, artista pop la otra y un realista la siguiente, sin sentir que se está perdiendo algo”, dijo Warhol en los sesenta. De las pinturas abstractas a las pinturas fotográficas, del lienzo a la vidriera de 20 metros de altura de la Catedral de Colonia, compuesta por una gama de cerca de 80 colores en 11.500 pixels, que tampoco visité con ella.