Queridos apocalípticos, el souvenir no va a desaparecer. Así que entregad vuestras armas. Antes que vosotros lo intentaron otros, Hamilton, Blake, Eduardo Arroyo o Equipo Crónica, y todos perdieron. Tampoco pudo derrotar al Ejército del Orden Decorativo, en la batalla del arte contra el mercado, Piet Mondrian (1872-1944), uno de sus mayores detractores en vida que terminó convertido en uno de sus mejores profetas, ya muerto. Siete décadas después de su desaparición, el pintor holandés es el pichichi de la alineación galáctica de las tiendas de los museos.
Mondrian es el Cristiano Ronaldo del kitsch. La marca del éxito. Todo lo que lleva Mondrian, triunfa: tazas, cortinas para el baño, camisetas, llaveros, botellas de agua, toallas de playa, pegatinas para el coche, fundas para cojines, calendarios, cortinas para el cuarto de estar, postales, baldosas, corbatas, mochilas, delantales (esta vez para hombres y para mujeres), cuadernos, termos, carcasas para móviles, chapas de identificación de perros -repetimos, chapas de identificación perruna- y chanclas.
Sí, chanclas. Mondrian ha dejado a Lorenzo Lamas el reinado de las camas, pero él es la salsa que no falta en las vajillas, la novedad de la rutina, la abstracción de la mesa camilla. La vida doméstica hecha arte, el arte hecho punto de cruz. Quiso romper con la fealdad de una sociedad industrial, acabar con lo decorativo y lo superfluo, trató de reducirlo todo a lo mínimo, de llenar nuestras vidas de belleza, sencillez y equilibrio, pensó en una sociedad anti individualista, puso los colores a una globalización primigenia, se levantó contra el arte de salón y su degradación y planteó la utopía artística que acabaría con el arte.
La muerte del arte iba a ser la expresión de su victoria definitiva. Antes, fulminó al naturalismo después de pasar por las acuarelas y los bosques; escupió a Braque y Picasso, tras haberle marcado el camino, porque “incluso los caminos de renovación del arte conducen a su aniquilación”; abandonó el movimiento que había fundado -De Stjil- porque a su compañero Theo van Doesburg se le ocurrió un día hacer una línea curva.
Mondrian era un tipo inflexible con la decadencia y en su casa estaba prohibido el verde, en sus cuadros no había gesto, movimiento o sentimientos. Ni siquiera la simetría era bienvenida. Amarillo, rojo, azul, blanco y negro, la belleza era eso y nada más. Creía haber conquistado un lenguaje universal y atemporal, sólo esta belleza, la suya, sería capaz de operar en la redención del hombre: si el ser humano mejoraba su entorno acabaría mejorando él mismo. Tenía un sueño, un proyecto, una utopía que aspiraba a conquistar todas las esferas de la vida y fracasó.
Fracasó en parte. La universalización de lo agradable es un hecho incontestable que responde a un deseo legítimo apoyado en un sistema de producción y mercado omnipresente. En los sueños de Piet Mondrian el arte debía dejar de ser arte para ser absorbido por la vida. Y estas sandalias son la prueba evidente de que la cadena de montaje del arte industrial tuvo en Mondrian su mayor fuente de inspiración.
Gracias al kitsch, el arte deja de ser un bien minoritario y elitista; gracias a Mondrian y su Neoplasticismo, el arte es blanqueado y despolitizado. Un revés irónico, pura papilla decorativa. El arte se ha quedado sin funciones, ya no tiene utopías y estamos a dieta de esperanzas, pero imprimimos unas camisetas molonas que son señal de felicidad espiritual y buen rollo.