La he visto convertida en un retrato gigante con 4.000 vasos de plástico de café solo, con leche y largo para darle volumen al rostro, en un festival dedicado al café. He puesto mil veces el vídeo de promoción de una cadena de restaurantes estadounidenses, que sacaban al mercado una nueva hamburguesa sin freír, asada, y recurrieron a un tipo especializado en pintar retratos sobre papel con grasa de carne. Tiene uno de Kim Jon Il, otro de Bob Marley, de Jimi Hendrix, Lance Armstrong, Michael Jackson y, por supuesto, la pringosa Mona Lisa a un tamaño gigante. Dame un anuncio y te devolveré una obra maestra limpia y aseada: una conocida marca de cosméticos lanza una campaña en la que se atreve a darle la luz a La Gioconda, la pintura que ha dejado de ser la que fue gracias a la montaña de suciedad acumulada en la superficie. La restauración del cuadro es un tema tabú desde hace siglos, y un anuncio lo logra en menos de un minuto. En otro spot, unas famosas maquinillas de afeitar le dejan sin un pelo en las cejas.
La Gioconda ha sido destruida como pintura y venerada como icono popular, protagonista del festejo del disparate al que no faltó Dalí, que se autorretrató como ella; Andy Warhol la serigrafió y multiplicó; Botero la hizo engordar. La gamberrada más famosa de todas es la de Duchamp, que compra una postal del cuadro de Leonardo da Vinci y le pone bigote, perilla y escribe: “L.H.O.O.Q.”, o sea, “elle a chaud au cul” (algo así como “ella tiene calor en el culo” o “está caliente”). Hasta Jim Henson (el creador de la serie infantil The Muppets) viste a la cerdita Peggy de Lisa Gherardini. Banksy también tiene varias versiones de ella, una con un lanzacohetes. En otra se levanta las faldas y enseña el trasero.
El retrato que nunca terminó Leonardo y se llevó con él para no acabarlo jamás, encarna el espíritu de la rentabilidad: todo lo que toca se vuelve oro. El cuadro más famoso del mundo otorga admiración unánime y convierte en mito de inmediato a quien se relaciona con él. La Gioconda es la Kate Moss del Renacimiento. Lanza a la fama a la velocidad de la luz, incluso a un cubo de Rubik, a la venta en el Museo del Louvre. Un cubo que rompe en miles de combinaciones la imagen de la obra maestra hasta convertirla en un misterio irresoluble. Todo puede encajar, pero nada será definitivo, porque siempre falta una pieza. Adoramos a La Gioconda como una leyenda, un mito del que esperamos no saber todo lo que debemos saber. La obra de arte más famosa del mundo es también la más indocumentada. De la que más se ha escrito y de la que menos se conoce. Es un acertijo sin solución.
Aunque parezca increíble, el poder del kitsch es inagotable porque las imágenes son inagotables. Por mucha ocurrencia que sucedan en los próximos años y siglos, La Gioconda tragará con las toneladas de imaginación disparatada de los creativos publicitarios. Si aguantó la campaña de una marca de electrodomésticos en la que promocionó una nueva plancha de pelo puede con todo: utilizaron dos retratos enfrentados, en el primero Lisa lleva el pelo rizado, y en el segundo… En el anuncio se lee: “Mona Rizada, Mona Lisa”. Pues eso.