La Historia presume de felicidad. Por eso Monet se presenta como un amable pintor que tiene un jardín en la periferia de París, por el que pasea, se atusa la barba cana tan de pintor impresionista que se dedica a observar la naturaleza, agarrado siempre a un cigarrillo descompuesto y calado con un sombrero desaliñado, que se entretiene pintando nenúfares, después de haber tomado con su pincel las impresiones del sol naciendo por el horizonte. En nuestra necesidad de creer y, sobre todo, de escuchar historias, Monet es el pintor que triunfa pegándose a la realidad tanto que navega por el río sobre una barcaza-estudio, con un caballete para atrapar de la manera más fiel los reflejos de la luz en el agua.
Pero la Historia sólo es un brochazo en toda historia, un golpe sobre la mesa que oculta cómo Monet acabó tan harto de la realidad que decidió reconstruirla hasta convertirse en el precursor de la pintura abstracta, gracias al trabajo de sus últimos años de vida en su casa de Giverny, cuando las cataratas le impiden reconocer los colores y sus pinceladas son escupitajos descompuestos sobre la tela. En aquel rincón verde culminó el arte que ya molestaba a tantos, como a Kandinsky, que se revolvió contra Monet, porque “no tenía derecho a pintar de forma tan irreconocible”. Luego, amó las cosas del francés con la fuerza de los mares.
La verdad es sólo la última versión de un relato. Todo es menos mayestático de lo que pensamos
Entre sus sauces llorones, dalias, lirios, peonías y los famosos nenúfares, Monet riega su gloria en el impresionante jardín de Giverny gracias a una naturaleza hecha a su medida. Así es cómo avanza desde las impresiones de la verdad, a la verdad plantada. El artista ha orquestado la naturaleza para que sus pinturas sean el reflejo mismo de todo lo que él espera de ella. De la casualidad a la causalidad, el hombretón de Giverny prostituye al azar y reinventa el abono de los impresionistas: un gabinete de trabajo al aire libre, un modelo hecho a su imagen y semejanza. La verdad es un vergel plantado para ser pintado.
“La verdad es sólo la última versión de un relato. Todo es menos mayestático de lo que pensamos”, responde el novelista a la pregunta del periodista que tengo recortada y pegada en un cuaderno lleno de recortes con otras tantas preguntas y respuestas. Son cachitos de realidad seleccionada, troceada y envasada al vacío, pinceladas breves y ciegas de un basto jardín que cambia con un rayo de luz, y que demuestran que la verdad sólo es una cuestión de estilo y que la Historia es un mandato impuesto por la minoría que la cuenta.
Para reescribir la Historia y reducirla a una historia, sin tanta felicidad, se empieza por un cuaderno y se rema con mucha intensidad. En la Orangerie, el museo en el que descansan los nenúfares flotantes de Monet -en una sala oval tan alucinante que podría haberla diseñado Kubrick- venden por menos de 20 euros las semillas para ajustarle las cuentas al mito: una carpeta, un cuaderno rayado y un cuaderno de notas tamaño moleskine. Si Monet hizo de la realidad un edén burgués, tú también puedes.