Barcelona

Hubo un tiempo en el que la vida era de color impresionista y no había más que bienestar y primavera a todas horas. Era un mundo que no sufría y sólo había una preocupación: preparar el almuerzo en el campo. Música, canotier y acción. Los domingos toca baile, en Moulin de la Galette, donde las modistillas disfrutan de su día libre y los pijos salen de caza. Manet pintó la música en las Tullerías, en 1862, y hace un retrato a escala gigante -como si mirásemos a través del microscopio más potente- de las relaciones entre hombres y mujeres. Catorce años después, Renoir lo supera al firmar Bal du Moulin de la Galette, cumbre del impresionismo y de la modernidad, en el que se reivindica como un empedernido hedonista.

Hay besos, abrazos, risas, alegría, colorete, roce, goce y se ha reservado el derecho de admisión a los tristes. Y sobre la zarabanda bailonga, un manto de luz que se revuelve inquieta sobre los rostros de cada uno de ellos; todos protagonistas, nadie superfluo. La masa tiene forma, cara y ojos y qué bien se lo pasa. Una borrachera febril insólita en las noches de fiesta de Toulouse-Lautrec, crápulas, mortecinas y apesadumbradas. Sí, sus personajes también se mueven y disfrutan, viven de la absenta, pero hay algo que hace de ellos elegantes zombies nocturnos. Atractivos seres distantes.

Renoir supera a Manet al firmar Bal du Moulin de la Galette, cumbre del impresionismo y de la modernidad, en el que se reivindica como un empedernido hedonista

Lo de Renoir no es eso. Su hijo decía de la pintura de su padre que no era soez, que su soltura era espontánea y desenfadada, pero nunca “chabacana”, que adoraba el Moulin de la Galette por representar la diversión más “bonachona” de los parisinos. Digamos que la suya era una clase media floreciente y la de Lautrec, una clase media decadente. Baudelaire quiso echarle una mano, para asear la conciencia, enfatizando el lado trascendental de un mundo festivo: “Tiene un fin más elevado que el de un simple paseante, un fin más general, otro que el placer fugitivo de la circunstancia. Busca algo que se nos permitirá llamar la modernidad”. Baudelaire, querido, la modernidad era un buen revolcón de banalidad.

Y Renoir adoró la carnalidad hasta que perdió el sentido (impresionista). Su carrera de 50 años se ha reducido para la posteridad en los primeros 15 años que se entregó a la pintura al aire libre, de colores yuxtapuestos, pincelada suelta y azar. El canon del ojo impresionista chocaba con su empeño de colocar a la figura humana en medio de la naturaleza hasta que, harto, hizo un corte de mangas al grupo e inició un viaje a la deriva.

Dos hombres observan la obra Jeune fille assise (1909), de Auguste Renoir. Efe

En la sede de Barcelona de la Fundación Mapfre, el Museo d´Orsay (y un poco de la Orangerie) ha desembarcado -hasta el 8 de enero- con la crema de la crema del pintor francés, dando por sentado que cualquier otra exposición dedicada al pintor que no disponga de los préstamo de su fondo será inútil y pura melancolía. Pablo Jiménez Burillo, director del área de cultura de la Fundación Mapfre, ha tenido la consideración con Guillermo Solana, director artístico del Museo Thyssen Bornemisza, de dejarle el público madrileño para cuando inaugure el 18 de octubre la suya. Como explica Paul Perrin, conservador de pintura del Museo de d'Orsay, sólo hay una colección con mejores fondos de Renoir en el mundo: la Fundación Barnes, en Filadelfia (EEUU), pero no los presta.

Protagonismo femenino

Han titulado la exposición Renoir entre mujeres. Del ideal moderno al ideal clásico, pero el mayor atractivo es el préstamo (prohibido escribir “impresionante”) excepcional del Bal du Moulin de la Galette, quinta vez que el Estado francés le permite salir de Francia. En el famoso lienzo, efectivamente, hay mujeres. También hombres. El motivo del cuadro es ese, el juego de la seducción, la tensión sexual con banda sonora, los tragos y las risas. No es la primera vez que el icono de una muestra no tiene justificación con el resto de la propuesta narrativa. No es la primera vez que las justificaciones de los comisarios para incorporarlo al relato chirrían: “Las figuras masculinas pierden protagonismo para dar paso a un mundo exclusivamente femenino”.

Hasta 1876, Renoir es, sencillamente, insuperable en la intimidad de la figura, en su cercanía y en la ruptura de las leyes académicas

“El proyecto desvela cómo la representación femenina se desarrolla en forma paralela a la trayectoria artística del pintor y, de este modo, el espectador asume una visión completa de la evolución del ideario femenino”, explican. La delicadeza, sensibilidad y voluptuosidad de los retratos femeninos con los que arranca la visita reconcilian al espectador con el resto de la trayectoria del pintor.

Hasta 1876, Renoir es, sencillamente, insuperable en la intimidad de la figura, en su cercanía y en la ruptura de las leyes académicas. Las dos primeras paradas de la exposición reúne su obra en despegue, la más atractiva, salvaje y radical. La que ni siquiera los impresionistas soportan. Cuatro retratos femeninos congelan aquellos maravillosos años, que nunca volverán: Madame Darras (1868), La lectora (1874), Joven con velo (1875) y la Esposa de Paul Bérard (1879) son suficientes, junto con el baile en la Galette, para dedicarle varias horas a esta exposición, en la que las fantasías del sueño burgués convierte a la mujer en objeto, un jarrón al que admirar para desengañarse de la cruda realidad.

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