“La frivolidad puede ser un escudo protector para el alma”, dijo José Celestino Casal Álvarez (Tudela-Veguín, Asturias, 1950 – Madrid, 1991), que pasó página en el país del olvido a base de exceso, barroquismo y extravagancia. Una muestra de ello se presenta en el Museo del Traje, donde se exponen por primera vez cerca de 50 diseños hechos por el cantante y artista. El recorrido que propone la muestra Tino Casal. El arte por exceso confirma que la frivolidad era el mejor disfraz para escapar de la España del garrote y que Tino Casal confeccionó el más sofisticado de todos los que decoraron La Movida.
A pesar de que los modelos se presentan arropados por sus creaciones musicales (y plásticas) el comisario Juan Gutiérrez ha decidido anular el contexto político. “Tino Casal era apolítico”, asegura a este periódico. Precisamente por ello, el brillo y las lentejuelas de la Transición provocaron una marejada de bienestar y democracia, que limpió el país de problemas y política. La cohesión acabó con los malos rollos y los viejos fantasmas murieron asfixiados por la nueva cultura.
Parece un cuento de hadas y no le faltan defensores. La decoración de la fantasía corrió a cargo de la música y las artes plásticas, de las chorreras, los flecos y las hombreras de las noches de La Movida. En la construcción social de la realidad española de los años ochenta, Tino Casal -al que llamaron la última folklórica- fue un agente doble de la normalización del país: por un lado, su presencia extravagante y libre fue el perfecto mecanismo de distracción; por otro, su presencia extravagante y libre fue la normalidad ideal que necesitaba transmitir España más allá de sus fronteras.
Primero, pillar y luego beber
Promoción en el exterior y cohesión en el interior: Tino Casal, como otros, neutralizó el pasado con sus formas, su fama, su firma. La Marca España cultural fue la mejor tirita para curar las heridas de la Historia, que había dejado un país hecho añicos. Había que protegerse de todo eso, a base de frivolidad. Los artistas como Casal trataron de disociar su obra y su persona del contexto, vestirse con las galas de la despolitización.
El puntazo no era el arte político. Como explica Guillem Martínez -en CT o la Cultura de la Transición (Random House Mondadori, 2012)-, la cultura deja de ser el territorio donde analizar lo problemático para tener como principal función impedir o difuminar lo problemático. Es el final del conflicto, el inicio de la fiesta. Nunca antes la desafección política había sido tan creativa: un maravilloso retrato de Tino Casal, pintado con colores fluorescentes para la luz negra de las discotecas, por las Costus recibe al visitante de la muestra.
Desde los setenta hasta la publicación de su quinto disco, Histeria (1990), el recorrido desmenuza la evolución de sus diseños de su propio vestuario, en una deriva espectacular hacia el barroquismo más industrial. Las telas se mezclaban con plásticos, collares, pedrería, todo cabía en el disfraz de quien termina por convertirse en un dandy histérico contra la masa. Fue su reivindicación individualista lo que le alejó -y protegió- del alma de su comunidad.
“En el escenario o en la calle, en su casa o de viaje, por la noche más que nunca (cuando había que lucir el modelón), Casal vivía conforme a sus normas de estilo. Fue un dandy posmoderno, cruce de Bowie y Sandokán, capaz de hacer de una manta zamorana un accesorio con puntazo o de vestir guantes de encaje con sombrero vaquero. Y el dandy se mueve a contracorriente en una sociedad en la que el culto a la productividad impone sus hábitos pragmáticos”, escribe el comisario de esta exposición brillante.
La muestra contiene cerca de 500 piezas en total -desde discos a fotografías de familia, zapatos, sombreros, gafas, camisas, vídeos musicales-, gracias a la contribución de la familia y aledaños (como Paco Clavel o Julián Ruiz). No falta la chupa roja que vistió Imanol Arias en Laberinto de pasiones. La de su última actuación en televisión también: rosa, con tachuelas y estrellas. Y la gabardina verde de lentejuelas que entretenía a todos aquellos espectadores de gris y pana. Llegó a diseñarle una chaqueta a Fortu, de Obús. Aprovecha de aquí y de allá, lo punk y el rock, la baratija y lo gótico, hasta cuajar una mayonesa kitsch como nunca se vio en este país.
En el centro de la pista
“Cada día me aburro de mi imagen, pero no puedo cambiarla al ritmo que quisiera, porque el mercado español no lo asimilaría”, es otra de las citas destacadas en las paredes de la exposición. Casal vivía para el sistema, lo nutría con sus apariciones, priorizaba las actuaciones en televisión a los conciertos. Y cuando le daban paso, la caspa se relamía.
Otra de las chaquetas incluidas en la muestra la llevaba aquel día que apareció con la bomba Eloise, en horario infantil: “En tiempo de relax empolva su nariz, Eloise, dolor en tus caricias y cuentos chinos”. Él en su trono -también en el Museo del Traje-, con aspecto de Buffalo Bill, un grupo de violines, guitarras distorsionadas, Fabio McNamara y una retahíla de actores de circo con sus peripecias. La culminación kitsch en Prime Time.
“No quiero pecar de presumido, pero en ocasiones creo que he ido demasiado deprisa y ni la industria ni el público me han entendido”, resumía su trayectoria de manera errónea. Fue él quien no quiso comprender que la industria y el público le había conferido un lugar en el mundo del espectáculo. Los focos de la pista del circo le señalaban como el perfecto producto pacificador de la desafección política. En ese sentido, añade Juan Gutiérrez: “Fue un audaz esclavo de la imagen, se alimentó del estupor de los que se encontraban con él, un personaje de escándalo que bien podía haberse escapado de una película o un cómic”.