Comía con las auditorías, se alimentaba de las fotografías. De nueve a cinco, de lunes a viernes, ganaba su jornal. El resto era para él, para sus fotos y sus paseos por la ciudad. A Frank Oscar Larson, hijo de migrantes suecos, con residencia en Nueva York desde 1890, le gustaba tocar el piano y trabajar la madera. El padre de Frank, John Larson, fue capataz de Hecla Iron Works en Williamsburg, uno de los principales fabricantes de puertas e instalaciones decorativas de hierro forjado. A los seis años de arribar en su nuevo destino nació Frank, que después de sobrevivir a la Primera Guerra Mundial, y de arrastrar una lesión respiratoria provocada por un ataque de gas mostaza, se colocó en un banco.
La historia de Frank es la de tantos. En España, Joan Colom, Rafael Sanz Lobato o Ramón Masats, entre otros fotógrafos. Todos ellos retrataron su pequeño mundo en los años cincuenta, para formar el mapa político de la diversidad. Tan distintos, tan cercanos. Frank no huía de la ciudad: Nueva York ha quedado congelada en sus rondas con Rolleiflex. Partía desde su casa, en Flushing, con dirección a Chinatown, Hell's Kitchen, Times Square o Coney Island. No era un renovador que experimentaba con el encuentro, como Walker Evans, simplemente un aficionado con un ojo sofisticado, incapaz de romper un encuadre tradicional. Limpio, pulcro, clásico.
Frank es el pintor costumbrista que se cruza con un partido de béisbol de mujeres, con un hombre que posa para él en un banco de Columbus Park mientras toma el sol, un vendedor ambulante en Chinatown que empuja su carrito humeante, otro apura en la calle el penúltimo trago, unos leen el periódico en una escalinata, reflejos del Empire en un charco de la calle abarrotada de coches, las taquillas de Grand Central Terminal, un niño dormido sobre el hombro de su padre durante el trayecto del metro, trabajadores atareados en la vía y rodeados por los coches y el humo, un cocinero prepara la comanda al otro lado de la ventana, un vendedor de joyas en la misma acera, una demostración de caligrafía japonesa, un pintor de carteles y un autorretrato sobre un escaparate de una tienda de embarcaciones, en City Island.
En abril de 1958 salió a buscar las calles de otra ciudad, Nueva York nocturna. Y encontró un escenario abandonado, una ciudad decrépita. Frank ha salido a pasear por el silencio y la soledad de la ciudad a la que el blanco y negro arrebata la humanidad. Del paseo de madrugada por Manhattan han quedado algunas de las escenas más inquietantes de la historia de la fotografía. Rompió con la ciudad souvenir y creó la anti postal.
Frank murió a los 68 años, en 1964, pero pasaron 45 años hasta que todos aquellos fragmentos de la realidad salieron de la caja de cartón en la que habían permanecido dormidos. Sus negativos fueron descubiertos por la viuda de su hijo, en 2009. Dos años después, una parte de su obra fue mostrada en el Museo de Queens y en la Perfect Exposure Gallery, en Los Ángeles, con el título Reflejos de Nueva York. La historia de este fotógrafo de calle recuerda a la de Vivian Maier (1926-2009).
Vivió con Eleanora, con quien tuvo a Franklin y David, en Queens. Cuando se retiró en 1960, el matrimonio se mudó a Lakeville, Connecticut. Revelaba y positivaba en un cuarto oscuro que había montado en su sótano y participó en algunas competiciones de fotografía amateur. Ganó algunos premios.
Si todo ser humano mantiene un monólogo consigo, como una marea que siempre vuelve, Frank no dejó de hablar con él mismo y con su ciudad, a través de su cámara. Las respuestas son estas fotografías -que todavía no se han visto en España- aparecidas de la nada, nacidas en lo más profundo de su curiosidad. Desde la más indestructible de las lealtades (a la fotografía y a Nueva York). Frank no mira con ironía, pero encuentra las paradojas del centro del mundo. Si fotografiar es un acto, fotografiar bien, una acción.