Dice el artista estadounidense Tom Sachs que en este instante -no sólo aquí, en la Cantina de Matadero de Madrid, en una tarde pegajosa de mayo; sino ahora, en nuestra Tierra moderna- andamos todos convencidos de que es más barato reemplazar algo que repararlo. Es un síntoma de la enfermedad de las grandes ciudades: desechar las cosas con un ansia rayana en el vicio.
También una tarita del hombre contemporáneo: acudir a los centros comerciales como respuesta a cualquier fallo, como si fuésemos allí a limpiarnos las almas, a empezar constantemente de cero con productos nuevos. Sachs cree que “el cerebro está en las manos”. “Muchos hombres con grandes riquezas, que se mueven en el mundo de la empresa, las tecnologías y las finanzas, trabajan muy duro para retirarse, y en su jubilación regresan a la artesanía. Eso es lo que les da satisfacción. Es curioso, ¿no?”, sonríe.
Muchos hombres con grandes riquezas, que se mueven en el mundo de la empresa, las tecnologías y las finanzas, trabajan muy duro para retirarse, y en su jubilación regresan a la artesanía
Al artista le caen unos mechones rizados sobre el flequillo, lleva gafitas livianas y corbata desahogada. Se explica con la pasión de un inventor moderno o un genio loco, pero no es ninguna de las dos cosas, aunque haya revolucionado el espectro artístico estadounidense: su afán es construir desde lo que ya existe, recordarnos lo que podemos hacer con lo que ya tenemos y, cuando tiene un rato, soltarle un bofetón sin mano a ese consumismo que aplaca nuestra espiritualidad -ya raquítica- y a las marcas de moda que trascienden a la ropa y ahora ya diseñan nuestro cuerpo y nuestro amor propio.
La envidia de la NASA
Ha venido a Madrid a presentar su película A space program en el Festival Rizoma, que coquetea con el arte y el espacio. En el filme reconstruye un programa espacial -”es real, ¿eh?”, aclara todo el rato, entre risas- con materiales reciclados de naves espaciales de la NASA, y, siempre, ajustándose a las medidas originales. Digamos que su proyecto es posible científicamente. Que, de ponerse, hasta podría volar y llegar al planeta rojo. “Lo fundamental de descubrir otros mundos no es buscar lugares nuevos, sino entender nuestros propios recursos en la Tierra”, cuenta.
Explica que en el siglo XVI, los españoles “inventaron una técnica para transportar pescado salado a través de grandes distancias, y ésa fue la fórmula para empezar una exploración global que se ha convertido en el germen de la exploración interplanetaria”. Por eso le emociona especialmente presentar su proyecto en Madrid. “Mi fascinación por el espacio está al servicio de mi trabajo como escultor. Todo lo que aparece en la película son esculturas: la roca espacial, la torre de control, el traje… están hechos con materiales comunes, no exóticos, y eso logra una mayor comunicación con el espectador”.
En el filme, él organiza el cotarro desde el centro de operaciones y son dos mujeres las astronautas. Siendo Sachs un apasionado del Programa Apolo, ¿tiene esto alguna simbología en cuanto a que, en 2017, ninguna mujer haya viajado a la Luna aún, aunque sí a otras misiones del espacio? “Las dos astronautas que salen en la película son carpinteras de mi equipo, no son actrices profesionales. Yo quería que fuesen ellas las que estuviesen en contacto con materiales que conocen, para dar verosimilitud. Son las más guapas de mi equipo y por eso las elegí para ser astronautas”, cuenta.
“Sí es cierto que hay mucho patriarcado en los programas espaciales y hay que erradicarlo. Lo que hay que conseguir es que haga esos viajes la mejor persona posible, no importa que sea hombre o mujer”. En la película, la dos chicas se enamoran, y hasta llegan a darse un breve beso. “Esto es porque la ciencia, en realidad, es aburrida. Necesitamos caras, necesitamos alguien que nos cuente una historia para acercarnos a ellas”.
Él exagera en su trabajo algunos detalles deliciosos del programa real: como el vodka o las bibliotecas en las naves espaciales. Para el placer. “No hay que olvidar nunca que detrás de cada astronauta glamouroso hay al menos 35 científicos trabajando para que lo sea”, apostilla.
Navidad con Hello Kitty y Los Simpsons
Uno de los trabajos más polémicos de su trayectoria es Hello Kitty Nativity, un belén compuesto por tres reyes magos que son tres Bart Simpsons y un José, una María y un Jesucristo que son figuras de Hello Kitty, todos ellos abanderados por un gran logo de McDonald’s en la cima del pesebre. “Intentaba recrear la navidad con personajes de nuestro tiempo. Ahora serían los de Padre de Familia”, ríe. “Elegí Hello Kitty porque es el puro vacío, no es nada, es puro merchandising. Hablo sobre la comercialización de las navidades, sobre cómo ha eclipsado la espiritualidad y la historia original de Cristo. El mito de su nacimiento es hermoso, pero es una pena lo que se ha hecho con él”, reflexiona. “El consumismo ha reemplazado el ritual de la religión. En lugar de a la Iglesia, la gente va a los grandes almacenes”.
Quizá el detalle más controvertido de Hello Kitty Nativity es que la Virgen María Kitty lleva puesto un traje sexy de cuero negro. “Está inspirado en Madonna”, relata. “Ella llevaba una ropa parecida. Y como las gatas tienen seis pechitos, lo monté así”, bromea. ¿Cómo sentó esta iniciativa a su público cristiano? ¿Entendieron que era crítica al consumismo y no a sus creencias? “Los extremistas católicos de Nueva York se enfadaron mucho y no me comprendieron. Yo no estaba juzgando sus valores”, aclara.
Contra McDonalds y la obsesión por las marcas
Con McDonald’s sí es más frontal: “Me gusta tanto su organización como la del Tercer Reich. Ha matado a bastante gente y ha alimentado a muchísima más, tiene eso de horrible pero de sabroso, tiene esa ambivalencia entre lo más atractivo y lo más repugnante de América”, opina. “Es industrial, eficiente y organizado, pero no hay nada de humanidad ahí”. La cosa no queda aquí. En su proyecto Prótesis culturales juega con la mezcla de la moda y la violencia creando una granada embalada de la marca Hermés y una pistola de Tiffanys.
También elaboró una guillotina de Channel. “Con su trabajo nos quieren hacer ver que la muerte es sexy. Me gustan las marcas porque nos hacen sentirnos guapos y atractivos, pero no hay que olvidar que contribuyen a la dismorfia de nuestro cuerpo”, reflexiona. “Es decir, nuestro cuerpo está controlado por esas marcas, nuestra imagen. Nos dicen cómo tenemos que ser para gustarle a los demás. Luego aparecen casos terribles de anorexia”, lanza, ajustándose las gafitas. No se puede ser más contracultural. Aquí un artista moderno que defeca, desde la inteligencia y la ironía, en la civilización contemporánea. Remueve las manos. Son su mayor tesoro.