¿Ve usted un pene aquí?: la fotógrafa surrealista Lee Miller contraataca
La exposición 'Lee Miller y el Surrealismo' arranca en The Hepworth Wakefield y se ampliará en octubre en Barcelona: aquí la mujer que dejó de ser modelo y musa para empuñar la cámara. En la guerra y en el arte, que no son tan distintos.
27 agosto, 2018 01:41Lee Miller en el centro de la bañera de la residencia de Hitler, en un paisaje de azulejos: se frota la espalda con la esponja, los ojos perdidos. En el mueble, una Venus diminuta se amasa los cabellos y muestra los pechos. En el suelo, las botas toscas y negras, manchadas de barro, propias de una mujer que viene siempre de la guerra, ya sea la que explota en el mundo o la que libra consigo misma.
Esta fotografía habla mucho más hondamente de Miller que cualquiera de esas tantas otras que ponen en evidencia su arrebatadora belleza, porque la niña que nació en Poughkeepsie (Nueva York) en 1907 se emancipó en cuanto pudo de su propia dulcificación, de su propia armonía. Pasó de ser un objeto deseado -como modelo y musa de artistas- a reivindicarse con un sujeto ferviente que empuñaba la cámara y lo mismo cubría el desembarco de Normandía que la mirada vanguardista y fresca que los hombres no alcanzaban.
Miller se arrojó a los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial -afortunadamente, saliendo ilesa- porque había conocido muy de niña los ataques al cuerpo: fue violada varias veces y su padre, que era fotógrafo aficionado, la había usado como modelo siendo una menor, desnudándola, inmortalizándola y llegando al borde del incesto. Algo más tarde, una foto de Miller que se empleó para publicitar compresas generó tal zafarrancho que puso fin a su exitosa carrera como modelo. O se aprovechaban de su feminidad o la rechazaban, entendió. Se fue a París, y cuando conoció a Man Ray -emocional y profesionalmente-, también él hizo de su estructura ósea un arte propio: desmembró su cara, su cuello, sus pechos, sus nalgas, su espalda, sus piernas, y los presentó por separado para que según la teoría de Duchamp se convirtiesen en elementos encontrados.
Se enamoraron, crecieron en el arte, aprendieron juntos. Se hizo amiga de Picasso, de Eluard, de Cocteau, y tomó muchas de las fotografías que fueron erróneamente atribuidas a Man Ray. Exploró la técnica de la solarización y demostró su ingenio y su humor con sus propuestas surrealistas, a ratos de corte sexual. Aquí el gran ejemplo, Nude Bent Forward, una fotografía semiabstracta que juega con el cuerpo femenino e investiga en las teorías de Freud sobre los trasfondos sexuales de la cotidianidad. ¿Está el sexo en todas partes, late como una corriente subterránea que todo lo impregna?
Deserotizar el cuerpo
El desnudo se presenta como una escultura modernista: sin brazos, sin piernas y con la espalda invertida. Miller reorienta el cuerpo humano y sugiere formas fálicas, como también lo hizo su amante Man Ray en su serie Anatomies. A ella, no obstante le interesa más el concepto genital que el erótico, y es eso lo que diferencia su trabajo del de sus compañeros hombres. Quiere despojar el cuerpo de la connotación sexual, y es claro cuando pide en un hospital un seno cortado tras una masectomía para fotografiarlo acompañado de cubiertos: Miller es oscura, libre, rompedora, sin pamplinas. Su carácter salvaje nunca le permitió ser fiel, ni a sus parejas ni a las ideas que intentaban deslizarle.
También retrató el cadáver de un niño muerto sobre un lecho de flores en Rumania. Y la masacre nazi. Y la liberación de algunos campos de exterminio. El olor, la infección, la podredumbre. O el rostro de la hija del burgomaestre de Leizpig, que se suicidó con su familia entera porque el sistema que les avalaba tocaba a su fin. Pisó los cadáveres de la playa de Omaha, abrazó Berlín en llamas. Todo lo devastaba con sus pantalones bien puestos y con su chupa de cuero, acompañada del reportero David Scherman, de la revista Life, con quien tuvo un affaire. Cuentan que cuando volvió a París, ya liberado, estaba tan cubierta de barro que ni su colega Picasso la reconoció.
Su último amor fue el esteta Roland Penrose, a quien conoció en los años aún dulces, dulces por poco tiempo: se besaron en la Costa Azul y se fueron a vivir juntos en secreto a Inglaterra, hasta que estalló la guerra y ella se fue a hacer de las suyas por el ancho mundo. Pero volvió, con los ojos llenos de muertos, y una de las últimas imágenes que se tienen de Miller es en la cocina, preparando una tarta, con su marido, estampa convencional, pacífica, monógama. En otra aparecen sentados: ella con el delantal.
¿Queda este poso como el descanso de la guerrera o como el fracaso vital para la mujer más intrépida? Quizá no importe, porque su mente imparable siguió fluyendo, incluso en la cárcel doméstica: igual cocinaba un pescado azul homenajeando a Miró -con un retrete en la cabeza- que lavaba las espinacas en la lavadora. Nunca se deja de ser surrealista.
Lee Miller y el Surrealismo puede verse en The Hepworth Wakefield -galería de arte en West Yorkshire, Inglaterra- hasta el 7 de octubre. La versión más ampliada de la exposición, en Barcelona del 31 de octubre al 20 de enero de 2019.