Benjamín Palencia, el pintor manchego que revolucionó la imagen del campo español
El artista, renovador del paisajismo nacional y fallecido hace 41 años, dejó un testamento de 600 óleos y 10.000 dibujos.
16 enero, 2021 02:12Noticias relacionadas
Antes de la pandemia, en 2018 y 2019, los españoles fuimos a votar muchas veces. En casi todos aquellos periodos electorales, los políticos nacionales se acercaban a las Castillas, de visita. Fotón en tractor en cada una de ellas. A la caza del voto rural con la promesa de luchar contra la despoblación. Propuestas diferentes: implantar más servicios, mejorar las comunicaciones y las conexiones a la red, e incluso deducciones de impuestos… En definitiva, propuestas para revitalizar el paisaje rural.
No eran pioneros en ese 'campo'. Ya lo hizo hace casi un siglo Benjamín Palencia (Barrax, Albacete, 7 de julio de 1894 - Madrid, 16 de enero de 1980), el paisajista español que revolucionó con sus pinceladas la forma de mirar al campo castellano. Que lo volvió más atractivo. El manchego, considerado el pintor del 27 y renovador del paisajismo español, muy cotizado durante el siglo XX, y prolífico, murió con un testamento de 600 óleos y 10.000 dibujos.
Expuso en vida en París y Nueva York y hoy sus cuadros cuelgan de grandes museos contemporáneos: del Reina Sofía en Madrid, al Metropolitan Museum of Art de Nueva York y por supuesto del Museo de Albacete, al que hizo una importantísima donación en vida, más de 100 obras. En 1978 durante la inauguración de esa colección permanente se le concedió la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes.
Con la pandemia, la lucha contra la despoblación ha pasado a un segundo plano en la agenda política nacional y la conmemoración del fallecimiento de Benjamín Palencia, de alguna forma también. Pero Albacete, no se olvida de él. El museo local expone desde diciembre una muestra de su amplia colección de dibujos, haciendo un recorrido de los diferentes géneros artísticos que tocó. Se ha sacado a la luz una obra "que no se ve habitualmente colgada en los muros de la exposición permanente". 28 creaciones en total.
Paisajes, bodegones, escenas costumbristas, como el Esquilador, a tinta sobre papel. Símbolos manchegos como Don Quijote y Sancho Panza. Figuras surrealistas… Y animales, a los que tanto quiso, posiblemente, por sus orígenes rurales. Como un burro de cuerpo entero, homenaje a la obra de Platero y yo de su querido Juan Ramón Jiménez, a quien consideraba "guía" además de "amigo", en palabras del propio Palencia.
El dibujo, él mismo lo explicaba, fue algo que siempre interesó al pintor: "Yo interpreto poéticamente, rayando en el papel mis sueños, mis sensaciones como un niño que no sabe dibujar, pero que sus imágenes rayadas están encargadas de sensibilidad y poesía", explicaría en 1932.
Fallecido el 16 de enero de 1980 —hace ahora 41 años—, Palencia fue uno de los pintores preferidos de la Generación del 27. Participó en el famoso homenaje a Góngora y es el autor del logo de La Barraca de Federico García Lorca, compañía de la que fue director artístico. Heredero de la visión de la tierra que tenía la generación del 98, introdujo el cubismo y el fauvismo en el paisajismo español y fue cofundador de la Escuela de Vallecas, que buscaba precisamente mirar con otros ojos al mundo rural.
En ella, otra gran amiga: Maruja Mallo, del grupo de las Sinsombrero, quien sublimó otro elemento del campo español: la espiga. Palencia hablaba de "la humildad del cereal". Terminó experimentando con materiales como la ceniza de sarmiento y la propia tierra en su búsqueda incesante de lo nuevo. Javier Tusell dijo de él que "toda su vida estuvo poseído por una verdadera furia creativa".
Mente abierta
Y así, en lo suyo, desde el arte, fue el verdadero modernizador del mundo rural. Lo suyo, aseguraba, era la "poética" del paisaje castellano. Pero desde lo nuevo. "No era cosa de repetir lo ya hecho. Había que crear algo nuevo", diría al entrar en la Academia de Bellas Artes de San Fernando en 1974. No solo terminó introduciendo y trabajando con diferentes técnicas y estilos, sino que regresó al arte primitivo: al estudio mismo de la pintura rupestre.
"Lo conocí al final de su vida", cuenta a este periódico Rubí Sanz, conservadora y directora del Museo de Albacete, quien lo fuera también de Museo Arqueológico Nacional. Nos habla de los años 70: "Realizábamos las reproducciones de las pinturas rupestres existentes en muchos de los abrigos de la provincia de Albacete, a él le encantaban, porque seguramente le recordaban sus ejercicios de figuras esquemáticas que desarrolló durante su etapa surrealista, entre 1933 y 1936".
Palencia bebió de los clásicos para abrir luego su propio camino. Para hablar de él como paisajista, Rubí Sanz hace un repaso histórico: "La pintura de paisaje fue un género emergente a partir del siglo XIX. En las villas romanas hubo espléndidas pinturas de paisajes, pero en la Edad Media pasó a un segundo plano…". En España, se consideran como primeros cuadros de paisajes "los dos pintados por Velázquez sobre la villa Médicis".
Y así, llegamos a Turner y los impresionistas, "que resituaron la pintura de paisaje otorgándole un protagonismo entonces rechazado". En Francia se pone de moda pintar al aire libre. Se incide en la luz y el color varía según su intensidad. ¿Y aquí? "Aquí se recupera el paisaje con estupendos pintores como Darío de Regoyos y Joaquín Sorolla". Y el siguiente paso lo marca el albaceteño, influido por los impresionistas: "Con Palencia el paisaje adquirió otra dimensión, más vitalista, fresca y espontánea, a lo que contribuyó el uso de colores en general más claros que sus predecesores".
Viajó mucho: París, Roma, Nueva York. Estuvo en contacto con todas las vanguardias. Se empapó de ellas. Fue Palencia un pintor de mente abierta. Buscador de vivencias y conocimientos. Y trasladó estas experiencias vanguardistas al campo del paisaje tanto rural como urbano. El urbano le permitió acercarse a los postulados del cubismo, pues encuentra en ellos la geometría y descomposición de las formas en planos. Como en La estación del Norte (1919) y en sus cuadros de Altea. En el paisaje rural, los busca natural, no contaminado por la intervención del hombre. Pero lo transforma su mano de pintor: le interesan las formas desnudas y sin accesorios. Las piedras, la tierra, la madera…
En su etapa surrealista, experimentará con técnicas hoy habituales pero entonces totalmente rompedoras. En sus collage pega hojas, plumas, juega con tierras, usa el humo para buscar determinados efectos plásticos... "Todo ello supuso una muy importante renovación en el campo de las artes, que ya no solo se limita al pincel o lápiz, y al lienzo y el papel", explica Rubí Sanz. Ha abierto la puerta a posibilidades infinitas. A inventar. "El pintor que no invente, no llegará a maestro", decía él mismo.
La Guerra Civil
El pintor manchego cambiaría su visión del paisaje a lo largo de su vida. Del influjo impresionista, a las formas cúbicas y las geometrías. Y su continua búsqueda de lo nuevo lo llevó, junto al escultor toledano Alberto Sánchez, a crear la que se conocería como Escuela de Vallecas. "Nos proponíamos extirpar los colores artificiales, agrios, de los pintores de los carteles. Queríamos llegar a la sobriedad y a la sencillez que nos transmitían las tierras de Castilla", explicaba el escultor.
"Metíamos la cabeza entre las piernas y veíamos cómo se transformaba toda la visión del paisaje, descubríamos por este procedimiento la rutina de los ojos, porque la postura nos cambiaba toda la visión". Y así, aseguraba Sánchez, "nos parecía que lo que contemplábamos desde lo alto del cerro no había sido todavía realizado por ningún pintor: El Greco, Velázquez, Zurbarán o Picasso".
Pero la Guerra Civil lo cambió todo. "Palencia —que se quedó en España— sufrió la pérdida de amigos, de la fecunda actividad en la que había participado, y se recluyó en su casa de la calle Zurbano de Madrid". Un confinamiento con el que "abandonó cualquier teoría innovadora sobre el paisaje". Pasó entonces a observar "sin preguntas, reflejando en los lienzos aquello que veía". En los años 40, sus paisajes, tanto rurales como urbanos son minuciosos.
En 1951, ganó el primer premio de la Bienal Iberoamericana de Arte. Con un paisaje castellano, de Ávila, donde había pasado un tiempo. "Fue su consolidación como paisajista, como representante del paisajista español de la posguerra junto con algunos pocos pintores, entre ellos, Ortega Muñoz y Zabaleta", explica Sanz.
Y tras el premio, su paisaje volvió a cambiar. "Una nueva mirada, un observar la amplitud de horizontes, de cielos, de las formas rotundas de montañas y valles", describe Rubí Sanz. "Paulatinamente sus paisajes fueron apartándose de la representación mimética", y su paleta vuelve a ser "colorista y vibrante". Solo que ahora sus colores ya no son pastel, suaves y delicados, sino "fuertes y puros, con los que define y conforma los distintos elementos que componen el paisaje". Su pincelada es suelta y precisa. "Sus paisajes ya forman parte indisoluble de su personalidad", concluye Sanz.
Pero, ¿cómo era su personalidad? Compleja, se dice. Él se definía como solitario. "Un pintor de soledades infinitas". Desde ahí, escuchaba al campo: "Me gusta estar solo ante la naturaleza y ahí dialogo con los árboles, las montañas, los cerros y los vegetales humildes", dijo en una entrevista. Es la descripción del paisaje manchego. Del que salió de niño. Hijo de un alpargatero, noveno de 11 hermanos, su pueblo natal, Barrax, como tantos de la Mancha, era un núcleo pequeño. Cerca de Albacete, pero no muy bien comunicado.
Tampoco Albacete era una gran ciudad. Empezaba a crearse un ambiente cultural con arquitectos, algunos pintores y una burguesía emprendedora que renovaba los aires "de viejo poblacho manchego", explica Sanz. Los artistas de su época viajaban a Madrid y Valencia. Si volvían, "se quedaban en desconocidos pintores de provincia, aunque fueran buenos". Con 15 años, Palencia salió para Madrid. Ya no volvería. Al menos no hasta después de ser un pintor consagrado.
"Lo descubrió Rafael López Egóñez —un ingeniero de caminos— cuando estaba haciendo carreteras por la zona y alguien debió de enseñarle sus dibujos, seguramente con orgullo, mire usted, señor ingeniero lo que hace el hijo del zapatero". Culto y rico, aquel ingeniero "que venía de Madrid y sabía dibujar carreteras" se lo llevó a Madrid. López Egóñez se convertiría en su protector. Y con ello, una inversión en carreteras de la Castilla rural y una mirada a sus habitantes permitió descubrir a uno de los grandes genios de la pintura paisajística española.