En 1826, Hegel vaticinó la inminente "literalidad e inmediatez de los objetos" en las artes. Una especie de "prosa del mundo" que ocho años después de su muerte traería el nacimiento de la fotografía, el medio que lo cambió todo. Entre esa "literalidad" de las imágenes, las artes se dieron en retirada, dispersándose y dando lugar a reinterpretaciones de la realidad que habrían de alumbrar las contradicciones que el nuevo siglo traería en forma de Guerras Mundiales y demás catástrofes.
El surrealismo se convirtió en un lenguaje dotado de la carga de ironía suficiente como para poder hacer la 'contra' a la prosa realista que crecía en cada esquina. De sus representantes más formales en materia pictórica destacaron Max Ernst o Dalí, en un intento por aunar la minuciosidad de Ingres con el magnetismo de André Breton. Pero de entre todos ellos quien fue más denostado —y recordado a un tiempo— fue el belga René Magritte, precursor de lo que el siglo XX bautizaría como 'arte pop' y el XXI como 'meme'.
El Museo Thyssen inaugura ahora su nueva temporada con una exposición dedicada al artista bajo el título La máquina de Magritte. Una retrospectiva que recorre la producción del artista a través de siete secciones: Los poderes del mago, Imagen y palabra, Figura y fondo, Cuadro y ventana, Rostro y máscara, Mimetismo y Megalomanía.
Desde el ilusionismo y los juegos de trampantojos, hasta la mezcla de escritura y recursos pictóricos. Esta muestra ofrece un panóptico con el que acercarnos más a un artista archiconocido y denostado al mismo tiempo. Entre las obras que visitantes podrán disfrutar se encuentran Perspectiva: El balcón de Manet (1949), La traición de las imágenes. Esto sigue sin ser una pipa (1952) o La llave de los campos (1936).
La repetición de objetos cotidianos, alienados de sus usos, así como su interés por la ironía, completan esta muestra con una colección de películas caseras donadas por Ludion Publishers. Una pasión a la que dedicó buena parte de su tiempo libre y que no fue descubierta hasta 1970, dando buena muestra del misterio que todavía envuelve al pintor.
La última vez que el público madrileño pudo disfrutar de la pintura de Magritte fue en el año 1989, auspiciado por la Fundación Juan March. Una exposición que trajo más de sesenta obras de un pintor que resultó atípico incluso dentro del surrealismo. Mientras el de Figueres se paseaba por París con un oso hormiguero, amasando aquel epíteto de avidez por el dinero y gustos burgueses, Magritte pensaba en aquel movimiento de corte incierto como "el enemigo irreductible de todos los valores ideológicos burgueses que mantienen al mundo en sus espantosas condiciones actuales".
La historia quiso que coincidiesen en Cadaqués en 1929, un verano que les sirvió para intercambiar impresiones y pareceres en cuanto al arte. Diametralmente opuestos, a Dalí el tiempo le colmaría de la estabilidad económica de la que el belga nunca disfrutó. Uno restregando miel para atraer las moscas hasta las volutas de su bigote, el otro vestido como un banquero y pintando en el comedor de su casa.
El interés de Magritte se centró siempre en la posición de los conceptos dentro de su obra, jugando con los contrarios para hacer surgir significados nuevos. El poder de las imágenes en las obras del belga juega constantemente en un marco de referencias que nos hace sospechar sobre la intención aparente de sus obras y la que acaba emergiendo en última instancia.
Así en 1958 pintó un paraguas coronado por un vaso de agua, un juego de contrarios, enemigos naturales el medio líquido y su accesorio antitético que bautizó como Las vacaciones de Hegel, apuntando: "Creo que a Hegel le hubiera gustado por rechazar y contener el agua".