Los Beatles ganan la última guerra a los Rolling (en el cine)
Los eternos rivales mediáticos estrenan -a la vez- dos documentales: uno cuenta la intrahistoria Beatle; otro, la resistencia Rolling.
15 septiembre, 2016 01:13Noticias relacionadas
Largo y espinoso es el camino de la rivalidad mediática. El mundo moderno se bifurca en polos irreconciliables: ser de Pepsi o de Coca-cola, de tortilla con cebolla o sin cebolla, de Nesquik o de Cola cao, de los Rolling o de los Beatles. Hay una fidelidad de base, un sentimiento de pertenencia, un argumentario pasional en cada lado. En realidad, todos esos amores son filias que no se eligen, sino que crujen desde algún lugar remoto del instinto; y la industria cinematográfica lo sabe y apela a esa fraternidad misteriosa. A contracorriente films estrena el próximo 15 de septiembre The Beatles: eight days a week, que sólo podrá verse en cines desde ese día al 22 del mismo mes. El documental -dirigido por el ganador del Oscar Ron Howard- se centra en la carrera de The Beatles entre 1962 y 1966, y acerca al espectador a los niños rebeldes desde sus primeras actuaciones en The Cavern club hasta su último concierto en Candlestick Park (San Francisco).
Acción, reacción. Havana Moon, la película del concierto de los Rolling Stones en Cuba -dirigida por Paul Dudale- no ha tardado en aparecer para seguir dilatando la brecha: se podrá ver en cines únicamente el 23 de septiembre. Ahí está siempre el pulso estratosférico entre los chicos de Liverpool -"más grandes que Jesucristo", guiñaba John Lennon- y los londinenses, que tampoco escatiman en modestia. "Existen el sol, la luna, las estrellas y los Rolling Stones", redondeaba Keith Richards.
El mundo moderno se bifurca en polos irreconciliables: ser de Pepsi o de Coca-cola, de tortilla con cebolla o sin cebolla, de Nesquik o de Cola cao, de los Rolling o de los Beatles
Y eso que el pique, ahora en pantalla, intenta vender a cada una de las bandas desde un prisma muy diferente, para lo bueno y para lo malo. The Beatles: eight days a week nos presenta a Lennon, McCartney, Starr y Harrison como chavales de barrio, frescos e irreverentes, tocados con la varita divina del talento, del enganche, del descaro mundial. Prolíficos, hermanados, compinches. "Estos jóvenes irán al infierno", decía un fan adulto. "Son guapos, ¡muy guapos!", gritaba una chica, a la cola del concierto, enseñando la campanilla de puro alarido visceral.
El grupo de amigos que tú querías
The Beatles calaban porque transmitían la imagen del ideal del grupo de amigos de la época: se cuidaban entre sí, se chinchaban, se tenían siempre en cuenta, como en un amor democrático. Cantaban Twist and shout y la peña entraba en un estado de catarsis nunca antes visto -ni en su Inglaterra natal, ni al dar el salto a las Américas-: desmayos, sudores, llantos, palpitaciones. Eran como la droga, o como el mono de la droga; como una fórmula sencilla, adictiva y fascinante que funcionaba tan bien que daba miedo. La pregunta más recurrente ante el fenómeno era "¿Cuándo estallará esta burbuja?". Un correo urgente a los que la miraban flotar con recelo: aún no ha explotado.
"Nuestros padres pertenecen a la clase obrera y habían vivido una guerra. Nosotros jugábamos en solares bombardeados". Cambiaron sus chupas de cuero, su corte de pelo a la taza y su aire de rockero trasnochado por trajes a medida -gracias a su mánager Brian Eptstein-. Lennon y McCartney eran los autores de todas las letras. Estaban muy unidos porque ambos habían perdido a sus madres y se habían refugiado en la música. Fueron románticos, revolucionarios, psicodélicos.
Los chicos se hicieron noticia a la altura de Vietnam, del asesinato de Keneddy, de los golpes de Muhammad Ali. Eslabón histórico, punto de cohesión. Corría el año 1964 y su voz fue decisiva en la lucha contra el racismo en EEUU: allí dijeron con la boca bien grande que "la segregación racial nos parece mal, si la hubiera en Inglaterra no tocaríamos más", y hasta se negaron a actuar un 11 de septiembre en América por esta misma razón.
Aperturismo racial
Whoopi Goldberg, Elvis Costello o Signoure Weaver también hablan en el documental -en calidad de artistas en los que ha influido la banda de Liverpool-. La primera señala, con una sonrisa nerviosa y plena, que para ella The Beatles fueron una "revelación", que representaban una "apertura" desconocida hasta entonces y que inculcaron la idea de que la música es de todos y hay que disfrutarla entre todos, independientemente de tu raza o clase social. The Beatles la hacían sentirse libre. Y supo arrastrar esa sensación al resto de su vida.
El documental de The Beatles comercializa con la intrahistoria, con la clase social, con la marginalidad, con el carisma y la vocación, el ascenso y la esperanza. Seduce de puertas para adentro
Esa es la diferencia fundamental entre el planteamiento de los dos documentales: que el de The Beatles comercializa con la intrahistoria, con la clase social, con la marginalidad, con el carisma y la vocación, el ascenso y la esperanza. Seduce de puertas para adentro, se expande sólo de forma natural, sin hacer demostraciones de fuerza. Tanto es así que dibuja su último concierto como fruto del hartazgo, del rechazo al márketing y a la presión de la fama: los niños ya se habían hecho mayores, eran más fuertes y menos permeables a las masas, estaban más seguros de que su amor por la música era el nervio fundamental de su trayectoria. No sabían que daría igual, que la eternidad es para los que no la pretenden.
Ser rolling es resistir
Los Rolling han elegido una estrategia diferente -y más burda- con tal de subirse al carro cinematográfico: de mala manera han reproducido las dos horas de concierto en La Habana y le han incrustado tres declaraciones breves, sin mucho fundamento. Vale que es interesante observar los rostros de la gente, el espíritu de Mick Jagger sobrevolando las 330.000 cabezas, el deshielo en Cuba en forma de bikini con la bandera británica. El vocalista arrasa por sí solo, se enfrenta al público con arrojo torero, habla en extrañísimo y festivo castellano. "Hola Habana, hola mi gente de Cuba". Risas. "Anoche fuimos a la embajada americana, bebimos whisky y comimos fish and ships", bromea. "Pero luego comimos arroz, frijoles y bailamos rumba cubana".
Keith Richards -ese hombre que dispara a su sombrero de ala y que se corta las mangas de las camisas a los 72- tampoco podrá morir nunca. Mira a Ron Wood como si estuviese a punto de besarle. "Para los cubanos románticos, Angie". Todo eso está bien para rato, eso sí: no más. Havana moon mola para ponerla mientras uno bebe vino en casa y charla con los amigos, no para sentarse dos horas -impertérrito- frente a la experiencia única que vivieron otros.
Sin embargo, se trasluce un mensaje diferente al de The Beatles: los Rolling son obstinación, aunque flaquee el entusiasmo individual de cada asistente, que va a su concierto como quien toca por última vez una reliquia. Se sienten orgullosos de que "los Rolling podemos hacer cosas que no pueden ahcer los gobiernos; llegar a la gente de forma no oficial". Pero tal vez la frase que lo resume todo es la que evoca un Keith Richards melancólico, quizá acordándose de sí mismo y de sus compadres: "Me emocionan los edificios viejos de La Habana; hermosos y viejos, pero resistentes".