Probablemente nunca lleguemos a comprender el verdadero alcance de la cosmovisión de Jesulín de Ubrique, resumida en su frase "la vida es como un toro". Salvando las distancias, la obra de Arnold Schönberg 'Moisés y Aarón' es para muchos amantes de la ópera otro gigantesco signo de interrogación.
Aclamada por los estudiosos como una obra clave del siglo XX, produce un efecto polarizante en el patio de butacas. Algunos espectadores se dejan las manos en un aplauso lento a lo que consideran la quintaesencia de la modernidad mística. Tras una hora y tres cuartos, otros huyen del teatro discretamente, a paso rápido y tratando de ocultar una cara compungida que no disimula la incredulidad. En el Teatro Real, donde esta semana se estrenó esta versión del director de escena Romeo Castellucci coproducida con la Ópera de París, no pocos rumiaban la sensación que dejaban las producciones impulsadas por Gerard Mortier, el antiguo y controvertido director artístico del teatro. En la noche de su estreno, la apuesta cosechó aplausos, algunos entusiastas, por lo que la gran apuesta del teatro ha superado ampliamente el aprobado.
Sí. La trama bíblica centrada en Moisés, su hermano Aarón y el pueblo de Israel puede parecer tan lejana como el río Nilo. Pero en ella hay multitud de elementos descodificables. Moisés representa la idea, la conexión con dios. Aarón es el esforzado pero insuficiente intento por expresarla y transmitirla. El pueblo de Israel, sometido por el faraón, liberado por Moisés, desorientado por los dioses, desea creer pero se convierte en molde de las pulsiones más primarias. La obra orbita en torno a la imposibilidad de representar adecuadamente la idea de dios a pesar de que sólo al hacerlo se puede experimentar y compartir. La verdad y la utopía, lo invisible y lo sugerido. Todo ello reflexionado por Schönberg en el inicio de la década de 1930 en la que abrazó de nuevo el judaísmo en los prolegómenos de su trágica persecución a sangre y fuego.
'Moisés y Aarón' no se silba al salir del teatro. Es una muestra de dodecafonismo acuñado por Schönberg, que daba igual importancia a cada una de las doce notas que componen la escala cromática (los sonidos entre el do y el si) y que adentra a la ópera en la música atonal. El contraste con la armonía tonal no es fácil de asumir. Las disonancias desaparecen, los puntos de tensión para los que estamos casi biológicamente preparados no existen. Es la democratización total de las notas, a menudo confundida con caos o frialdad.
De ahí la dificultad de seguir las líneas que Schönberg escribe para Moisés (el bajo-barítono Albert Dohmen) y Aarón (el tenor John Graham-Hall). Pero el reto vocal de esta obra está reservado para el coto, en este caso el titular del Real, que llevaba ensayando la obra prácticamente un año y para el que la partitura reserva momentos de extrema complejidad. El resultado musical, a cargo del director Lothar Koenings, es formidable, tanto por la interpretación de Dohmen, cuyo papel es más canto hablado, como el de Graham-Hall, un Aarón casi lírico. El preciso trabajo del coro es, sin duda, una de las grandes sorpresas de la producción.
El toro, lo de menos
En total, el Real asegura que han participado en la producción unas 400 personas, aunque la estrella mediática haya sido Easy Rider, un toro charolés de 1.500 kilos que apenas sale un cuarto de hora y que se convirtió también hace meses en París en una estrella involuntaria. Al toro lo tratan como a un deidad, explican en el Real, ya que no en vano representa al becerro de oro, el falso ídolo al que se entrega el pueblo de Israel en su huída de Egipto. Según los animalistas, el toro es maltratado por ser utilizado para el arte y por derramar sobre él un inocuo líquido negro. El poco tiempo que sale apenas se desplaza por el escenario, mueve un poco la cola y rumia ajeno a una sofisticación artística y musical de la que tras tantas funciones y ensayos ya debe de ser un experto.
La belleza de la producción
Pero el toro es lo de menos. Lo de más es la producción y en especial su apuesta por la escena. Blanca como la ropa del pueblo de Israel, que tras una tela que ocupa todo el escenario durante el primer acto se convierten en niebla o arena del desierto en el que los introduce Moisés. Negra del color de la sangre con el que Castellucci pinta el agua del Nilo. Color carne del pecado carnal o color charolés de falso ídolo. Castellucci convierte al Real poco menos que en una nave espacial llena de tecnología y envuelve al espectador en un ambiente futurista en el que conviven los símbolos junto a una explosión de imágenes. Todo un paradójico contraste con la ausencia de instrumentos para representar la idea de dios. "Oh Palabra, palabra que me faltas", dice Moisés al final de la representación, un epílogo destinado a compensar que la obra la dejó Scönberg inacabada.
Si no se puede amar lo que no se conoce, la pregunta fundamental a la que tenía que responder la producción es si aporta las herramientas suficientes para que el espectador se acerque a la obra y la disfrute superando las dificultades de la partitura. Ni las alambicadas explicaciones del programa de mano ni la falta de didáctica en buena parte de la escena apuntan en ese sentido, a pesar de imágenes de indudable belleza, por lo que en este Moisés y Aarón lo único que es democrático sin discusión es la importancia de cada nota en la escala dodecafónica de la partitura. La producción reaviva la pregunta, que parecía saciada con otros títulos de la temporada, de si hay que ser un erudito para disfrutar realmente de la ópera. Esa pregunta es tan peligrosa para un teatro público como el becerro de oro para el arraigo del judaísmo.
Noticias relacionadas
- La Sinfónica de Sevilla toca en la calle para frenar su disolución
- La nueva diva de la ópera tiene cuernos y come paja
- 10 consejos para convertirse en una diva de la ópera
- La ópera que Hitler usó para engañar a la Cruz Roja
- El Real ya es una cooperativa
- Pablo Heras-Casado: "La cultura debería ser primordial en el debate de investidura"