¿Podría levantarse un país después de haberse autodestruido con saña, después de haber ahogado en su propia bilis la esperanza de un siglo, el XX, que enlazaba un conflicto con otro sin descanso? ¿Podría media España ocupar España entera y que quedara una mínima constancia de ello? ¿Podría esa constancia seguir vigente tantos años después?
Corre el año 1946 y una figura esquelética se desliza por los pasillos del penal de Ocaña en dirección a la salida. Es el punto final a casi diez años de viaje a través de las cárceles españolas. Lleva consigo la libertad condicional con la que le "ha premiado" el gobierno del general Franco. No puede vivir en Madrid, así que sufrirá su particular destierro en el por entonces pueblo de Carabanchel. Desde allí observa la escena dramática española y se encuentra con otro tipo de destierros: Max Aub, Ramón J. Sender, León Felipe, José Bergamín... El teatro al que aspira el joven Antonio ha sido arrancado de la escena del país para ejercerse fuera, al otro lado de la frontera política.
Simbolismo contra la censura
Es en ese momento cuando comprende que habrá de ocultar toda crítica social bajo un simbolismo que pase desapercibido para la censura pero no así para el público. Apenas un año más tarde, su pluma se desliza para escribir el colofón de Historia de una escalera, que en 1949 recibe uno de los premios más prestigiosos del teatro español: el Lope de Vega. Para entonces, la obra ya disfruta de un éxito que el autor no había imaginado durante las largas tardes de reclusión junto al resto de presos. Por su mente se desliza la imagen de su padre fusilado durante la guerra. También el rostro de Miguel Hernández, el mismo que dibujó en la cárcel de Torrijos y que el poeta enviaría a su familia con una certeza premonitoria: "Ya que no puedo ir de carne y hueso, iré de lápiz".
Buero, aquel chaval que sufrió como nadie estos rigores, supo llevar a las tablas ese presente que no cesa y ese futuro que no existe
Posiblemente la década de los cuarenta haya sido la más dura de la historia reciente del país por una razón muy sencilla: al hambre y al dolor de las décadas anteriores habría que sumarles el tiempo detenido, el no-futuro de una generación que ya había visto cómo se esfumaba su pasado por el retrete. Buero, aquel chaval que sufrió como nadie estos rigores, supo llevar a las tablas ese presente que no cesa y ese futuro que no existe. Para colmo, los colocó en el rellano de tu casa, en el pasillo que has de recorrer cada mañana para dirigirte a ninguna parte.
La escalera de ayer
Es inevitable volver a las dos preguntas que encabezan este texto (a la tercera volveremos pronto). La primera de las preguntas tiene difícil contestación. Levantarse, sí. Pero ¿en qué estado? La España moribunda que deambuló por el franquismo y que pareció revitalizarse durante la transición guarda aún hoy algún polvo de aquel lodo, y no parece dispuesta a desperdiciarlo sin las venganzas correspondientes en uno u otro sentido. La segunda: ¿Ha llegado algún testimonio de aquel tiempo represivo en el que nada podía testimoniarse? Como se apuntaba renglones atrás, sólo unos cuantos consiguieron resguardar su crítica bajo el paraguas del arte. Buero Vallejo fue uno de ellos.
Y es que Historia de una escalera es la crónica de una existencia hueca. La obra se va desplegando en un ambiente de escaso recorrido vital, donde los personajes apenas ven desarrollo alguno en sus distintos proyectos. ¿Les suena? Es el reflejo de la España que pasó y no ha sido, como explicaba Machado en esos versos maravillosos dedicados pocos años antes a don Guido. Y es que España “pasa y no es” tan a menudo que una obra como la de Buero Vallejo permanece anclada en el tiempo, esperando atenta para poder dar la cara cuando el país vuelve a descalabrarse.
España “pasa y no es” tan a menudo que una obra como la de Buero Vallejo permanece anclada en el tiempo, esperando atenta para poder dar la cara cuando el país vuelve a descalabrarse
Como dijo Pérez-Reverte en cierta ocasión, todo aquel que ha estudiado historia de España ha de ser pesimista por obligación. Buero no sólo había estudiado la historia de España sino que lo había hecho a través de su confidente más veraz: el arte. Don Antonio había recalado en la escuela de San Fernando, en Madrid, poco antes de estallar la guerra, lo que unido al bagaje cultural paterno y a sus relaciones carcelarias consiguió que el todavía joven alcarreño contara con las armas suficientes como para hacer de su obra un altar al que acudir de manera cíclica, buscando en él la certeza de que este país, por mucho que lo intente, jamás aprenderá de su pasado.
La escalera de hoy
Como ya ha indicado este texto repetidas veces, la tragedia mundana de Buero Vallejo es eterna porque eterna es la tragedia mundana española. Sirva esta reflexión para contestar a la tercera pregunta que abrió el artículo: la escalera de vecinos abocada al tedio sigue habitada hoy, encontrando tantos paralelismos como se quiera entre aquellas familias que sobrevivían a los tristes años cuarenta y éstas que malviven al otro lado de la crisis mundial más cruenta en decenios.
La escalera de vecinos abocada al tedio sigue habitada hoy: aquellas familias que sobrevivían a los tristes años cuarenta son éstas que malviven al otro lado de la crisis mundial más cruenta en decenios
La obra comienza con una visita del cobrador de la luz. Así, en crudo. Una deuda, un compromiso al que no se puede hacer frente. Como empiezan los meses de tantos españoles hoy. La aparición de una obligación desata las pasiones más oscuras de cada personaje. Desde el pago del recibo que por amor hacia Fernando efectúa Elvira hasta el recelo del padre de ella, que no ve con buenos ojos el coqueteo. Estas pasiones reprimidas se enquistan como todo aquello que pide ser expulsado sin éxito.
Pero sin duda la parte más interesante de la obra es aquella que enfrenta al idealismo de Fernando con el realismo de Urbano. Uno sueña con escapar del contexto, otro con adecuarse a él. Estas dos tendencias conviven hoy como convivieron entonces, y sólo el tiempo le quita la razón a una o a otra.
FERNANDO.- (Más calmado y levemente despreciativo.) ¿Sabes lo que te digo? Que el tiempo lo dirá todo. Y que te emplazo. (URBANO le mira.) Sí, te emplazo para dentro de… diez años, por ejemplo. Veremos, para entonces, quién ha llegado más lejos; si tú con tu sindicato o yo con mis proyectos.
URBANO.- Ya sé que yo no llegaré muy lejos; y tampoco tú llegarás. Si yo llego, llegaremos todos. Pero lo más fácil es que dentro de diez años sigamos subiendo esta escalera y fumando en este "casinillo".
Pero el tiempo pasa, como pasó en los cuarenta y como pasará hoy. Los sucesivos actos de la obra van encadenando décadas, y la necesidad económica que encarnó el cobrador de la luz ha hecho estragos. Los matrimonios se adecúan a esa necesidad económica y no al amor. Aparece la muerte, que es el único personaje capaz de sorprender a los habitantes del edificio. Es el destino de la España de entonces y quizás de la que hoy sufrimos: idealizar hasta morir. De aquella confrontación entre Urbano y Fernando sale claramente vencedor el primero. Uno supo que no sería feliz, el otro se dio cuenta tarde.
Aparece la muerte, que es el único personaje capaz de sorprender a los habitantes del edificio. Es el destino de la España de entonces y quizás de la que hoy sufrimos: idealizar hasta morir
Se cumple un siglo del nacimiento de Buero Vallejo, aquella figura escuálida que un día salió del penal de Ocaña para dirigirse a ninguna parte. Dejó escrito en el papel y representado en las tablas la crónica de ese camino. El mismo camino que tantos españoles recorren hoy, Fernandos que se ahogaron por una crisis brutal y Urbanos que no pudieron hacer frente al recibo de la luz. La palabra "hoy" aparece tantas veces en este texto porque Buero Vallejo dejó una obra eternamente anclada a la realidad de España.
URBANO.- Sí. ¿Dónde han ido a parar tus proyectos de trabajo? No has sabido hacer más que mirar por encima del hombro a los demás. ¡Pero no te has emancipado, no te has libertado! (Pegando en el pasamanos.) ¡Vives amarrado a esta escalera, como yo, como todos!
FERNANDO.- Sí; como tú. También tú ibas a llegar muy lejos con el sindicato y la solidaridad. (Irónico.) Ibais a arreglar las cosas para todos... Hasta para mí.
URBANO.- ¡Sí! ¡Hasta para los zánganos y cobardes como tú!