Un marinero novato se arrastra ensangrentado, lentamente, a lo largo del escenario del Teatro Real. Acaba de ser azotado. Por que sí. Porque la vida es cruel y, a bordo de un barco de guerra inglés de finales del siglo XVIII, no particularmente justa. "¡Vamos, chico!", le dice un amigo, que sin embargo no le ayuda a desplazarse. "¡Estoy acabado! ¡Estoy acabado!", repite el azotado. "Sí, perdido para siempre en el mar infinito", responde el coro, arropado por una orquesta donde brillan los papeles del saxofón y el clarinete bajo. "¡Tus heridas sanarán, muchacho!", le dice su amigo. "¡Pero mi corazón está roto!", responde el novato, que ha perdido la inocencia.
Si algo es Billy Budd, la ópera de Benjamin Briten cuya nueva producción se estrenó este martes en el Teatro Real con una cálida acogida por parte del público, es un contraste entre la crueldad y la ternura infinitas, entre el amor desinteresado y la maldad natural. Entre el azote y la compasión, en este caso. Entre la hostilidad del mundo exterior y el amor que redime interiormente. Es una búsqueda del sentido de la vida en medio de la hostilidad.
El mérito de cualquier producción de esta ópera reside en reflejarlo de forma audaz, sin simplificar, mostrando cada una de las capas de una obra profundamente psicológica y espiritual. Para lo contrario, una historia de buenos y malos, sin más, no hace falta ni tanta meticulosidad ni tanto presupuesto.
Billy Budd son, a priori, dos palabras que apenas dicen nada. La ópera de Britten, uno de los compositores clave del siglo XX, no se ha representado nunca en Madrid. Independientemente de eso, es una ópera alejada del mainstrem, o gustos de masas. Britten no es un autor que vaya a protagonizar camisetas de un club de fans, por más que se reivindique cada vez con menos complejos. Por eso la producción que este martes, protagonizada por un elenco enteramente masculino, se presentó en el Teatro Real tiene un mérito especial. La directora de escena, Deborah Warner, una de las grandes damas del teatro británico, ha sido capaz de crear junto a Michael Levine una obra que desde la complejidad alcanza emociones de una gran intensidad. De una intensidad casi primaria. ¿A quién no le repatea la injusticia del mundo en el que vivimos? ¿Quién no ha visto errores, por graves que sean, que merecerían ser indultados? ¿A quién no le gustaría ser consciente que la muerte tiene un sentido trascendente?
Toda la obra gira en torno al contraste entre la crueldad y la ternura. En su clímax está la redención a través del sacrificio y el amor. Billy Budd, fibrado adonis, es un marinero bonachón y aparentemente inconsciente que acaba encontrando el sentido a su vida cuando sabe que va a morir. Y, de paso, le da sentido a la vida de su verdugo, que vive entre el tormento y la saudade para el resto de sus días.
La puesta en escena de Warner podría haberse quedado en la exageración del bien o el mal. También podría haber ambientado la trama en algún lugar cargado ideológicamente, haber recurrido a algún tópico o a alguna etiqueta. Pero la responsable de todo lo que no es música ha optado por huir de convencionalismos y situar la acción en un momento histórico indeterminado, sin rasgos icónicos, para sobresaltar las sensaciones y las emociones trascendentes. Es posible que sea menos efectista, pero más efectivo.
Se puede hablar mucho de algunos aspectos morbosos de la ópera, como cuánto tiempo sale sale sin camiseta Jacques Imbrailo, el protagonista (cuyo sexto resultado en Google es una ficha en un blog llamado Barihunk, dedicado a barítonos atractivos). También puede uno fijarse en que no hay mujeres sobre las tablas, pobladas por un centenar de marineros, muchos de ellos viriles y forzudos. En contraste, lo interesante de la ópera es el tratamiento de los afectos, logrados en esta versión con sobria y aséptica intensidad.
Destacan Brindley Sherratt en el papel de Claggart, el malvado maestro de armas, que resulta extremadamente interesante cuando muestra su atracción por Billy Budd y su deseo de mandar sobre la belleza. Su interpretación es certera, muy ajustada al papel, aunque nada ambigua. A Claggart se le nota que es el malo, aunque por momentos derroche humanidad. Es, sin duda, el personaje más inexplorado de la producción y el que más dudas deja.
El coro merece un capítulo aparte. La intensidad de algunos momentos, los más primarios, es sublime y sirve para exhibir el músculo de un trabajo hecho netamente en el Real. Entre tanta fibra destacan la humanidad de Imbrailo (Billy Budd) que en el estreno fue eficaz, pero desigual al final, cuando más debía brillar. Toby Spence (el capitán Vere), se desenvuelve bien, aunque por momentos no logra convertir la corrección en emoción. El trabajo conjunto redime cualquier insuficiencia y el reparto está, en general, más que a la altura de la producción. Su director musical, el entusiasta Ivor Bolton, logra un sonido brillante y expresionista pese a algunos desajustes en la orquesta. El conjunto es, en realidad, apabullante, y confirma a Billy Budd como una de las grandes producciones de la temporada.
Billy Budd se representa en el Teatro Real hasta el 28 de febrero.
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