A la salida de una celebración, la reina ofende públicamente a una rival. Todos asisten con estupor al incidente. La víctima reacciona con dolor y rabia. No está precisamente acostumbrada a sentirse humillada. Trata de protegerse, pero a la soberana en ejercicio le trae sin cuidado. No se sabe a ciencia cierta quién es la buena y quién es la mala, pero la ofensa parece en principio poca cosa en comparación con la reacción. El pueblo juzga.
¿Realidad o ficción? ¿Podría verse en el telediario? Si algún mérito tiene Gloriana, la ópera de Benjamin Britten que este jueves se estrenó con una cálida acogida en el Teatro Real, es que muestra con total crudeza las dos caras de una reina: la de monarca, con su solemnidad y poder público, y la de mujer con emociones íntimas y universales. Por ese motivo, Gloriana puede seguir siendo muy escandalosa para los que consideren que ciertos aspectos de la vida de los monarcas deben quedar fuera del debate público. Al mismo tiempo, puede resultar esclarecedora y hasta tranquilizadora para aquellos que, entendiendo la naturaleza de la institución, la aceptan sin complejos.
La que no fue aceptada fue la propia ópera en su estreno, en 1953 en Londres, no sólo por escenas como las que sirven de comienzo a este artículo. Britten ya era un autor consagrado tras Peter Grimes o Billy Budd, obra esta última que pudo verse en el Real el año pasado en una brillante producción firmada por Deborah Warner.
Una ópera para los tiempos de 'The Crown'
Concebida para la celebración de la coronación de la actual reina Isabel II, Gloriana, como se llamó a la reina Isabel I, fue considerada un insulto por cómo el retrato de la monarca, hija de Enrique VIII y Ana Bolena y fundamental en la historia del país. Era un encargo, pero Britten quiso hacer algo más allá de la pompa y la circunstancia. No gustó a las élites que acudieron al estreno, pero la reina Isabel II, que en ese momento tenía 26 años, y Felipe de Edimburgo, habían tenido una audición privada dos semanas antes y, según biógrafos como John Bridcut, a la reina y su marido probablemente no les escandalizó lo más mínimo.
El trabajo de Britten muestra todos los aspectos de una reina responsable, estadista, responsable del orden público, estratega, y de una mujer enamorada, despechada, víctima del machismo o que se siente vieja y traicionada el final de su reinado (murió casi con 70 años) por el conde de Essex, un antiguo amante al que acaba ejecutando por conspirar contra ella.
Imaginarse el estreno de una obra así en la época que narra la serie de televisión The Crown basta para entender por qué fue devuelta a un cajón. Hasta décadas después no se comenzó a reivindicar como una de las grandes obras del compositor británico, aunque a distancia de las más populares.
La producción es del Teatro Real junto a la English National Opera, una autoridad en este tipo de repertorio, y la Ópera de Amberes. La puesta en escena ideada por David McVicar es muy sobria y evita la tentación de trasplantar la trama a una época distinta. Aquí sí tienen sentido los pelucones, los trajes de época y los cortesanos, que por otra parte pegan mucho con el folclore acompañado a menudo de tenebrosos pedales. Todo con tal de desnudar a la reina.
Altanera, preciosa y orgullosa
Hay un antes y un después del intermedio. Isabel I parece en los dos primeros actos una abeja reina (el traje ayuda) en una colmena de arcos dorados que se mueven, aunque también puede ser la estrella que se sitúa en medio de una galaxia, ya que en el escenario pueden verse varias esferas que recuerdan a planetas. En los dos primeros actos se dedica a terciar entre Robert Devereux (Leonardo Capalbo) y Lord Mountjoy (Duncan Rock), a labores de Estado o a actos y fiestas con súbditos que pueden llegar a hacerse largas si no fuera por la visita, a medio camino entre el guiño y la parodia, que Britten hace al folclore y música tradicional de su país.
Pero de comportarse de manera "altanera, preciosa y orgullosa", que diría una canción de moda, en el tercer acto es sorprendida por el conde de Essex en el momento de mayor intensidad de la obra como una señora añosa, atormentada por el final de su vida y la fugacidad de su cuerpo. Es, junto con el trágico epílogo, el momento más logrado por su delicadeza en penumbra, por la violencia del intercambio y por la excelente interpretación actoral de ambos.
En ningún sitio más que en la alcoba se revela la verdad sobre la reina, en camisón y desprovista de cualquier grandeza. Es desprovista de corte, de ritual y a solas con el conde de Essex donde Isabel tiene que demostrar su poder, donde se puede ver su grandeza o su bajeza.
El momento no sólo revela la evolución psicológica y dramática del personaje, su relación con su muerte y con la vida de los demás. Sirve también como una monumental catarsis por el que Isabel I comienza a aceptar su destino, que no es otro que la redención a través de la tragedia, un hilo conductor recurrente en otras obras de Britten. Es ese momento en el que comprende que no se puede permitir que su objeto de deseo acabe por destruirla, aunque destruir a su objeto de deseo la introduzca para siempre en un estado de lúcida melancolía. La producción muestra muy bien los contrastes entre los diferentes momentos de la reinta, con un vestuario e iluminación precisos, pero sobre todo con una excelente actuación de Anna Caterina Antonacci, que encarna a la soberana y que fue aclamada por el público.
"Una soberana subida al escenario"
El epílogo, con el dramatismo de sus partes habladas, pone la guinda a un espectáculo que evoca la soledad de una reina cansada de la responsabilidad. Como se define Isabel I, en palabras de William Plomer (autor del libreto o texto), "una soberana subida al escenario, sola, ante la mirada del mundo, que no debe equivocarse". La metáfora puede entenderse de muchas maneras.
Ivor Bolton dirige a la Orquesta Titular del Teatro Real y en su trabajo se agradecen mucho algunas intenciones y su versatilidad, aunque el resultado es en ocasiones desacompasado para un espectáculo de gran calidad. Destacan Anonacci, Capalbo (Essex), que va de menos a más, y el muy inglés Duncan Rock (Mountjoy).
Gloriana es la tercera ópera de Britten en tres años en el Real tras las aclamadas Muerte en Venecia y Billy Budd y confirma no sólo la calidad de las producciones y la firme apuesta del teatro sino el místico hechizo que logra con el público.
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