El 8 de agosto de 1916, un artilugio se añadía a la larga lista de maravillas surgidas en torno a las cataratas del Niágara, un formidable espectáculo natural que, ya por entonces, se había convertido en uno de los lugares turísticos más visitados de América. Ese día comenzó a cruzar sobre una de las zonas, la conocida como Remolino (Whirlpool) un elegante funicular que unía dos puntos situados en la zona canadiense (aunque durante el medio kilómetro de recorrido cruzaba varias veces la frontera). El nombre que recibió ya delataba su origen: era el Spanish Aerocar, y había surgido de la mente de un extraordinario inventor cántabro, Leonardo Torres Quevedo.
El ingeniero logró su éxito fuera de España, pero todo, desde la concepción al capital, salía del país
Hacía veinte años que Torres Quevedo había registrado sus patentes para un nuevo sistema de teleférico que, en su sencillez, ofrecía a la vez una extrema seguridad, con un sistema de seis cables y un preciso juego de contrapesos en el que, si uno de los cables se seccionaba, los demás podían perfectamente asumir el peso. Un siglo después, su funicular, que sigue en activo con modernizaciones mínimas que no han afectado a lo esencial de su diseño, transporta anualmente 25.000 personas, en grupos de hasta 35, y se ha convertido en una de las atracciones imprescindibles para quien visita la zona.
Producto español, éxito extranjero
No deja de ser definitorio, sin embargo, que Torres Quevedo lograra el éxito fuera de España, en un caso además poco frecuente en el que todo, desde la concepción al capital, y de la construcción al montaje de las piezas, fue español. Otro de sus éxitos económicos fue la venta que hizo a Francia de sus patentes para un nuevo tipo de dirigible semirrígido, los Astra-Torres, que tuvieron un papel destacado en la Primera Guerra Mundial y a punto estuvieron en convertirse en la primera aeronave en cruzar el Océano Atlántico. Sin embargo, los esfuerzos para construir esos mismos aparatos en España, país para el que se había reservado la patente, cayeron en saco roto: nadie quiso invertir en ellos.
Siempre manejó grandes planes para hacer de España un foco de innovación que, de haber triunfado, quizá habría escrito otra historia
Ése fue, en general, el sino que le aguardó a Torres Quevedo en su país. Afortunadamente para él, disponía de una fortuna heredada que le permitió volcarse por completo en sus tareas como inventor, pero más allá del habitual retrato del genio solitario, siempre manejó grandes planes para hacer de España un foco de innovación que, de haber triunfado, quizá habría escrito otra historia. Llegó a fundar, en 1901, el Laboratorio de Mecánica Aplicada, dedicado a fabricar instrumental para todo tipo de investigaciones científicas y que, por ejemplo, abasteció a Ramón y Cajal. Pero le fallaron las dos patas imprescindibles de su proyecto: por un lado, las autoridades políticas, empantanadas en la miopía cortoplacista, y en segundo lugar un tejido empresarial poco amigo de los riesgos y las innovaciones.
A pesar de ello, los palos tocados por este cántabro fueron espectaculares: en 1906 mostró ante el rey Alfonso XIII el Telekino, un aparato patentado tres años antes, y con el que maniobró a distancia un buque en el puerto de Bilbao. Sus planes eran que ese aparato, evolución del mostrado por Nikola Tesla en Nueva York cinco años antes, permitiese guiar a distancia dirigibles e, incluso, torpedos. Tampoco con esto le hicieron caso.
El antecedente de los ordenadores
Lo mismo ocurriría con otros de sus aparatos, que despertaron el asombro de sus contemporáneos: el Ajedrecista (1912), considerado el primer juego computerizado de la historia, en el que la máquina daba siempre jaque al rey movido por un humano contra el rey y la torre movidos por el artilugio; o máquinas de calcular analógicas que supusieron un avance fundamental y que se cuentan entre los antecedentes de los modernos ordenadores. De hecho, Torres Quevedo, que contaba con un gran prestigio internacional y que incluso llegó a rechazar ser nombrado ministro de Fomento, fue además un pionero en la especulación sobre la posibilidad de que los autómatas pudieran terminar asumiendo cualquier tipo de función humana, incluidas las regidas por la inteligencia.
Fue un pionero en la especulación sobre la posibilidad de que los autómatas pudieran terminar asumiendo cualquier tipo de función humana
Cuando falleció con 83 años de edad, en el Madrid en guerra del 18 de diciembre de 1936, había tenido tiempo de ver cómo la tímida esperanza que el comienzo del siglo XX había traído de que la innovación pudiera abrirse camino en España desaparecía junto con un país sumido en un desastre cuyas consecuencias se prolongarían durante décadas. Los tímidos puntos luminosos que habían brillado en las décadas anteriores no habían logrado tejer una red sólida que permitiera que el enorme talento existente en nuestro país prosperara. Cien años después, un bello artilugio que acoge las risas nerviosas de los turistas que fotografían el remolino bajo sus pies en el Niágara, sigue siendo el recuerdo más sólido de quien, como afirma la placa allí existente, fue "un ingenioso ingeniero español. Entre sus creaciones destacan máquinas algebraicas, mandos a distancia, dirigibles y la primera computadora del mundo".