Henry Ford no sólo transformó la industria automovilística mundial, sino que también implantó el capitalismo basado en un consumo desaforado que, por primera vez, llegó a todas las capas de la población. Unos cambios que tuvieron mucho que ver con su condición de visionario: como un Steve Jobs de principios del siglo XX, podía conseguir que la realidad se adaptara a sus deseos. Pero en otras ocasiones, su megalomanía le perdió. Y nunca como en Fordlandia.
En la década de 1920, Ford, que se había convertido en uno de los mayores productores de coches de todo el mundo con su Ford T (la mitad de los automóviles que se vendían en Estados Unidos salían de sus factorías), se enfrentaba a una pesadilla recurrente: había conseguido que sus empresas, radicadas en su mayoría en torno a Detroit, fabricaran absolutamente todas las piezas de sus coches, salvo una: los neumáticos. Y eso era porque un grupo de aventureros habían robado semillas del árbol Hevea brasiliensis, que hasta entonces crecía exclusivamente en Brasil, y las habían plantado con enorme éxito en los territorios asiáticos de Gran Bretaña y Holanda. Un éxito tan grande que prácticamente les llevó a copar todo el mercado mundial, eclipsando al gigante sudamericano.
Ford no podía soportar la idea de que si aquellos europeos se ponían de acuerdo, pudieran asfixiar su imperio. Financió a Edison para que le desarrollara caucho artificial, sin éxito. Fue entonces cuando tomó una decisión radical: él mismo se encargaría de devolver la supremacía de la producción del caucho a Brasil, pero controlándola personalmente.
Con ese fin, llegó a un acuerdo muy ventajoso con el Gobierno brasileño y adquirió una gigantesca parcela del tamaño de Connecticut, en plena selva amazónica, por sólo 125.000 dólares, más una exención de cincuenta años del pago de impuestos. La bautizó con el poco humilde nombre de Fordlandia. Sobre ella lanzó todo el poder de su industria: reclutó a tres mil trabajadores que talaron y nivelaron el terreno, y procedieron a crear las bases de lo que, desde el principio, fue mucho más que una simple operación económica para convertirse en una auténtica misión civilizatoria que permitiría a Ford mostrar al mundo la superioridad de su visión.
Como en un sueño, en medio de aquel lugar salvaje, se construyeron barrios residenciales, campos de golf, teatros y cines, y se organizó la vida privada de los trabajadores según lo que era habitual en las fábricas fordianas, en las que un departamento especial guiaba a los operarios sobre cómo debían comportarse en su tiempo libre. Una flota de modelos Ford T circulaban por carreteras perfectamente pavimentadas que no llevaban a ningún sitio, y la sincronía con Estados Unidos llegó hasta el punto de que se instauró la hora de Michigan y se implantó la Ley Seca, entonces vigente en Norteamérica.
Pero aquella visión, trazada en un despacho de Detroit y sin ningún contacto con la realidad, pronto demostró ser una pesadilla: Ford había considerado que bastaba con ingenieros para desarrollar el proyecto, y ningún botánico fue enviado a Fordlandia. Como consecuencia, se plantó un número excesivo de árboles que, además, no prendieron porque al remover el terreno se habían llevado la capa fértil. Como consecuencia, prácticamente no se produjo caucho, y además aparecieron enfermedades hasta entonces inexistentes en la zona, como la esquistosomiasis, que se convirtió en endémica. Por si esto fuera poco, la selva luchaba constantemente por recuperar lo que era suyo, y el cuerpo de algún ingeniero desaparecido fue encontrado en el interior de una pitón que dormía su digestión, o era una secretaria la que perdía un brazo en las fauces de un caimán mientras se daba un baño en el aparentemente domesticado río.
No menos desastroso fue el resultado social: las casas diseñadas y enviadas prefabricadas desde Estados Unidos tenían tejado de chapa y ventanas de vidrio que encerraban el calor, una locura en aquella selva tropical. La prohibición del alcohol y la prostitución llevó a que proliferaran los burdeles y los tugurios en la frontera de Fordlandia, donde los conflictos eran constantes. La implantación del horario de oficina, de 9 a 17 horas, que obligaba a los empleados a trabajar en las horas de más calor, y la existencia de una única dieta diseñada por Ford que descansaba en las hamburguesas y la soja, llevó a que finalmente estallara una insurrección en 1930 que, a partir del comedor, hizo que las turbas arrasaran el enclave y persiguieran a los aterrados ingenieros con machetes.
Finalmente, y tras otro nuevo intento, la compañía Ford terminó abandonando el sueño de Fordlandia en 1945, tras acumular el equivalente a doscientos millones de dólares de nuestros días en pérdidas. Hoy, los restos de aquella locura siguen en pie en medio de la selva, y son destino predilecto de los amantes del turismo bizarro.