Es verdad que vivimos un tiempo en el que al próximo presidente de la mayor potencia mundial le bastan los 140 caracteres de un tuit para informar de sus acciones y pensamientos. Pero, aun así, parece excesivo que el presidente del Gobierno Mariano Rajoy, famoso por sus lapsus, sus extrañas construcciones gramaticales y sus titubeos, haya merecido el premio Emilio Castelar al mejor orador, concedido por la Asociación de Periodistas Parlamentarios. Semejante distinción parece indicar que vivimos malos tiempos para la oratoria. Y si no, compárese con estos cinco ejemplos:
Winston Churchill
En un momento en el que se discuten los Nobel de Literatura a quienes no sean oficialmente literatos, no está de más recordar que el primer ministro británico durante la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill, se llevó el galardón en 1953. Y resulta imposible no asociarlo con sus discursos a la nación, sobre todo durante los terribles bombardeos de Londres durante el Blitz, donde logró unir a la población en un esfuerzo común de resistencia cuando todo parecía a punto de perderse. Mientras que los asesores de hoy instan a los políticos a ocultar las verdades duras, fue capaz de decirle a su castigado pueblo: "no tengo nada que ofrecer sino sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor." Y con eso, logró que los ingleses entendieran que había alguien al frente.
John F. Keneddy
Si Churchill supo adaptarse a las posibilidades de la radio, Kennedy lo hizo a la televisión. Pero eso, lejos de debilitar la construcción de sus discursos, consiguió que su imagen de juventud, seguridad y arrollador atractivo reforzara sus palabras, que se convirtieron en símbolos en un momento en el que el mundo amenazaba con irse por el desagüe nuclear. De su "Ich bin ein Berliner" (yo soy berlinés) en la ciudad desgarrada por el Muro, al reto generacional: "elegimos ir a la Luna en esta década y hacer lo demás, no porque sean metas fáciles, sino porque son difíciles". Y la obra maestra para quien buscaba llamar a su pueblo a la unión: "no te preguntes qué puede hacer tu país por ti, pregúntate qué puedes hacer tú por tu país".
Pericles
Antes de que existiera ningún medio de comunicación capaz de llevar la palabra hasta el último confín, la oratoria se fajaba en la distancia corta, en las plazas y las asambleas. Y pocos para eso como Pericles, quien llegó a dar nombre a un siglo, el V a.C. Convirtió a Atenas en la gran cabeza del mundo griego, fomentó las artes y la literatura y, quizá por eso, hizo de sus discursos la más importante de sus armas. Siempre los escribía y preparaba, algo poco usual en la época, e incluso visitaba el templo antes de pronunciarlos para rezar porque cada palabra respondiese exactamente a lo que quería decir. Su fama perduró, pero lo que sabemos de sus discursos nos llegó posteriormente a través del historiador Tucídides.
Por eso, queda la duda de a quién hay que atribuir exactamente frases como: "cuando los tiranos parecen besar ha llegado el momento de echarse a temblar", o "el que sabe pensar, pero no sabe cómo expresar lo que piensa, está en el mismo nivel del que no sabe pensar". Pero, ¿verdaderamente importa?
Barack Obama
Tras Pearl Harbor, el entonces presidente Franklin D. Roosevelt se dirigió a la nación con el "discurso de la infamia" que estaba a la altura de quien iba a arrastrar a todo un país al mayor conflicto de la historia. Tras el 11-S, los estadounidenses no tuvieron tanta suerte: en la Casa Blanca estaba George W. Bush, con notables dificultades para enhebrar un discurso inteligible. Quizá por eso, la irrupción en el estrado de Barack Obama, con su aroma kennediniano, capaz de combinar el eslogan certero ("Yes, we can!") con una acertada combinación de emoción, épica, razón y humor, deslumbró. Luego, dicen los expertos que ese cuidado estilo terminó volviéndose en su contra porque sus discursos comenzaron a parecer demasiado "intelectuales". De ahí, al tuit trumpiano.
Emilio Castelar
Quien da nombre al premio recibido por Rajoy, Emilio Castelar, fue presidente de la Primera República, aunque su cénit como orador fue durante las Cortes Constituyentes de 1869. Lo curioso es que ya por aquella época se afirmaba que la oratoria era un arte caduco, pero eso no arredró a un político que era capaz de hacer verdaderas interpretaciones en el estrado, trabajando la modulación de la voz y acompañándola de una cuidada gesticulación. Y así, los que le oían no podían por menos de sobrecogerse cuando proclamaba, pidiendo la libertad de cultos: "yo, en nombre de esta religión, yo en nombre del Evangelio, vengo aquí a pediros que escribáis al frente de vuestro código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad para todos los hombres." ¿Quién podría negarse?