A finales de la década de 1840, una noticia increíble cruzó el Atlántico a velocidad de vértigo: en Estados Unidos se habían realizado operaciones sin dolor, algo totalmente inimaginable en un momento en el que cualquier mínima intervención suponía unos sufrimientos horrorosos en el paciente. El causante de este prodigio no era otro que el éter, conocido también como "gas de la risa", que hasta entonces apenas había tenido otra aplicación que su uso en las barracas de feria.
Sin embargo, en Europa hubo quien tuvo dudas de si efectivamente el éter era lo más seguro. Uno de ellos fue el médico de Edimburgo James Young Simpson, quien se encontraba especialmente obsesionado por aliviar el tremendo dolor que acompañaba a las mujeres al dar a luz, y que hacía de muchos partos espectáculos terribles. Simpson no acababa de estar convencido con el éter, y probó en él y en su familia distintas sustancias hasta que llegó a la conclusión de que el cloroformo, en dosis adecuadas, era lo mejor.
El estamento médico se revolvió contra Simpson, y todas las instituciones oficiales declararon que aquella idea era una aberración, y que el dolor era algo innato en el parto que no debía ser eliminado
Pero el estamento médico se revolvió contra Simpson, y todas las instituciones oficiales declararon que aquella idea era una aberración, y que el dolor era algo innato en el parto que no debía ser eliminado, porque tal cosa sería antinatural. Un rechazo al que se sumaron las autoridades religiosas, que no dejaban de citar el Génesis y el castigo divino hacia la mujer de "parirás a tus hijos con dolor". Al parecer, Simpson replicaba a ello, con poco éxito, que también según el Génesis Dios habría dormido a Adán antes de extraerle una costilla.
La oposición sin fundamento al cloroformo llevó a que durante años las mujeres continuaran dando a luz entre gritos. Eso no impidió que algunos médicos, incluido el respetado John Snow, que había logrado atajar el cólera en Londres, supieran de los descubrimientos de Simpson y se alinearan con él. Hasta que llegó la reina y todo cambió.
La anestesia de la reina
Victoria se enfrentaba a su octavo embarazo, y todo hacía presagiar que el parto sería tan difícil como los anteriores: la reina sufría enormemente al dar a luz, y el hecho de que tuviera ya 33 años, una edad avanzada por entonces para volver a ser madre, no ayudaba a mejorar los augurios.
Tanto ella como su marido, el príncipe Alberto, tuvieron noticias de los prodigios que se comentaban por lo bajo del cloroformo, y Alberto llamó a Snow para hacerle un exhaustivo examen sobre todos los detalles de la nueva técnica. El hecho provocó la inmediata reacción en contra de todo el cuerpo médico de palacio, pero la decisión del matrimonio real fue inmutable y, cuando llegó el momento, Snow fue llamado a anestesiar a la reina el 7 de abril de 1853.
Según los testimonios de la época, Snow sufrió un profundo shock cuando vio a su soberana en "un estado idéntico al de la más sencilla de las mujeres". El parto fue asistido por tres médicos, todos hombres, entre ellos el galeno de cámara, James Clark, que contemplaba aquello como si fuera un ritual demoníaco.
La técnica de Snow consistía en aplicar con un pañuelo un número limitado de gotas a la parturienta cada vez que se produjeran las contracciones, lo justo para evitar la narcotización total. Snow, famoso por su misantropía y su carácter huraño, parecía especialmente lívido y tenso pero, después de 53 agónicos minutos, la reina dio a luz sin complicaciones a su octavo hijo, el príncipe Leopoldo.
Una maldición divina menos
La noticia corrió como la pólvora. Repentinamente, desaparecieron los prejuicios contra el cloroformo, y la anestesia en los partos se puso de moda. El propio Snow fue ennoblecido con el título de "sir" (lo que no había logrado el que hubiese salvado a miles de vidas al controlar el recurrente cólera londinense), y ya a ninguna autoridad religiosa se le ocurrió volver a esgrimir el Génesis, ni a ningún médico hablar de que parir con dolor fuese lo natural.
La reina Victoria aún daría a luz en 1857 a su novena y última hija, la princesa Beatriz, también con la asistencia como anestesista de Snow, quien fallecería un año después. La casualidad hizo que justo estos dos hijos, cuyo alumbramiento había sido asistido por la anestesia, nacieran hemofílicos, una dolencia que se transmite de forma genética y en la que no tiene nada que ver el cloroformo.
El total secretismo que en aquel momento acompañaba cualquier detalle íntimo sobre la familia real salvó a la naciente anestesia en el parto de lo que hubiera supuesto que erróneamente se hubieran vinculado ambos hechos. Gracias al ejemplo de la reina Victoria, a partir de ese momento el mundo contó con una maldición divina menos.