Los aliados tenían claro que debían matar a Hitler. Asesinar al Führer era la forma más rápida de acabar con el nazismo y la amenaza que suponía para el mundo. Los historiadores siempre hablan de seis intentos de asesinato. El primero, en 1923, cuando casi muere disparado por la policía alemana cuando intentó dar su golpe de estado.
El resto llegaron ya cuando llegó al poder y comenzó su genocidio. El 8 de noviembre de 1939 el relojero Georg Elser puso una bomba en una de las columnas de la cervecería Bürgerbräukeller para asesinarle mientras daba un discurso. Hitler acabó su exposición antes de tiempo y el dispositivo se detonó trece minutos después de que abandonara el lugar.
En 1943 se intentó mediante unas bombas barométricas que no explotaron, y varios militares intentaron matarle suicidándose a su lado. No tuvieron éxito. Los británicos lo intentaron en 1944 y plantearon varias medidas, como el uso de francotiradores, o envenenar una de sus bebidas favoritas, el té verde.
El más famoso, y el que estuvo más cerca de tener éxito, fue el bautizado como Operación Valquiria. El Coronel Claus Von Stauffenberg detonó una bomba de gran calibre a un par de metros de Hitler, pero una patada inoportuna alejó el maletín que lo portaba haciendo que explotara varios metros más lejos de lo pensado y provocándole heridas leves.
Aunque estos sean los más conocidos, un libro de Brian J. Ford, descubrió otro intento de atentado contra el líder del nazismo. Aunque en esta ocasión el objetivo no era matarlo, pero si acabar con sus planes. Lo contó en II Guerra Mundial, armas secretas, y sorprendió a todo el mundo, aunque él lo documentó presentando varios informes desclasificados. Se trataba de la idea más loca posible: convertirle en mujer. Un plan machirulo, que creía que acabarían con su dictadura si lo feminizaban a base de hormonas para “amanerar su comportamiento” y así parecerse “mucho más a su hermana Paula, que trabaja de secretaria”.
Los aliados pensaron que el estrógeno suavizaría su carácter, y lo más importante, harían que se avergonzara y perdería el liderazgo ante su país. Por aquellos entonces pensaban que el uso de hormonas no sólo le afectaría al físico, sino también a su personalidad. Según explica Ford en el libro, consideraron que la realización del plan era más que posible, ya que en aquella época la presencia de espías en Alemania era ya habitual, e incluso se menciona otra opción, sobornar al jardinero de Hitler para que inyectase los estrógenos en la comida.
Esta opción se prefirió al envenenamiento, ya que Hitler hacía probar toda su comida y bebida a sus criados para que, si había sido adulterada, fueran ellos los que sufrieran las consecuencias, por lo que las hormonas y su efecto prolongado en el tiempo estuvo entre las posibilidades que se barajaron, aunque nunca se efectuara el delirante plan.