"Cuando se corre peligro de muerte se tiene miedo: antes, en el momento o después. También, en el momento crítico de peligro, se sufre el fenómeno que yo llamaré de visibilidad. La percepción de todos los sentidos y de todos los instintos se aguza hasta un límite que permite ver en lo más hondo de la propia vida. Pero cuando el peligro de muerte adquiere caracteres permanentes por un largo período de tiempo y no es personalmente aislado, sino colectivo, o se cae en la bravura insensata o en el embrutecimiento pasivo; o la visibilidad subsiste y se aguza más y más aún, como si fuera a romper las fronteras entre la vida y la muerte".
Así narra Arturo Barea en la Forja de un rebelde la incertidumbre y el temor de todos los habitantes de Madrid en noviembre de 1936, cuando la aviación y la artillería franquista comenzaron a vomitar proyectiles de forma indiscriminada sobre la ciudad. El día clave de la ofensiva fue el 6: las tropas sublevadas tenían cercada la capital —llegando incluso a incrustarse por las calles del barrio de Argüelles— y el Gobierno republicano huía a Valencia. La utópica defensa de Madrid recayó en el general José Miaja, que solo dio una orden a esos obreros que sostenían un fusil por primera vez en sus vidas: antes el cementerio que ceder un metro de frente.
La ciudad resistió, milagrosamente, esa embestida del 6 de noviembre. También el 7, el 8... y así durante casi tres años más —"¡No pasarán!", se leía en los carteles—, hasta que Franco, ya como vencedor de la Guerra Civil, entró acompañado de un desfile militar en la capital el 28 de marzo de 1939. Durante todo ese período, Madrid fue víctima de un urbicidio a consecuencia de los bombardeos masivos, aéreos y artilleros, realizados por la maquinaria de los sublevados; el campo de experimentos de la Legión Cóndor de Hitler y de la Aviazione Legionaria de Mussolini.
Fue el primer bombardeo sistemático sobre una gran población que se ejecutó en la historia. Hasta ahora habían sobrevivido multitud de relatos del horror de las explosiones, fotografías de cientos de edificios en ruinas que ayudaban a visualizar el efecto destructor de los obuses, pero nunca se había llevado a cabo una investigación detallada que se centrarse en documentar la fecha y el lugar de impacto concretos de cada bomba. Y eso es lo que han hecho Luis de Sobrón y Enrique Bordes, profesores en la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de la UPM, con un mapa del Madrid bombardeado entre 1936 y 1939.
"La gente habla de Guernica como el gran bombardeo, pero Picasso se inspiró con crónicas que le llegaban desde Madrid", explica Bordes. Quizás el pintor leyó un reportaje del periodista de trincheras Jesús Izcaray, recopilado en el libro Madrid es Nuestro, sobre la lluvia de proyectiles: "Aquella noche en que ardió Madrid la gente salía de las casas y se plantaba en la calle gritando maldiciones al fascismo. (...) Cuando caen obuses entre las tinieblas iluminadas se comprende bien que Madrid es una ciudad que ha perdido los nervios. O que ha templado sus nervios para todo lo que ocurra, que viene a ser igual".
El reto de los arquitectos era "visualizar la destrucción contra la abstracción del dato", cuantificar un ataque que "acaba desapareciendo de la memoria colectiva". "Cuando acaba la guerra, al franquismo no le interesa reivindicar Madrid como una ciudad resistente a los bombardeos, sino como la capital victoriosa del nuevo régimen, y se empiezan a borrar con mucha intención los desperfectos y el genocidio sobre la población civil. Era una vergüenza a tapar", expone Bordes, y cita un relato de Juan Eduardo Zúñiga titulado Noviembre, la madre, 1936: "Pasarán unos años y olvidaremos todo; se borrarán los embudos de las explosiones, se pavimentarán las calles levantadas, se alzarán casas que fueron destruidas. Cuanto vivimos parecerá un sueño...".
¿Cómo se documentan las bombas?
Ochenta años después de la Guerra Civil parece imposible reconstruir esa ciudad de escombros, colocar con precisión en un mapa los boquetes que abrieron en la tierra los artefactos explosivos. El proyecto de Luis de Sobrón y Enrique Bordes entronca con la misión de conformar un puzzle de piezas infinitas; y para encontrarlas no solo han recurrido a las imágenes de la época de los más de 1.600 edificios dañados, como la Casa de las Flores, en Moncloa, domicilio de Neruda, el edifico de la Telefónica, donde estaba la oficina de censura de Barea, o el Palacio Real, devastado en su fachada oeste; sino también a documentos públicos y militares, prensa histórica y, sobre todo, al Archivo Histórico del Cuerpo de Bomberos de Madrid.
Ahí se conservan, primero por abandono y ahora como un tesoro, los Libros de Intervención de los bomberos —unos 400 integrantes en 1936—, en los que se detalla de forma precisa cada salida de los diferentes parques. En los casi tres años que duró el permanente bombardeo, hay más de un millar de intervenciones recogidas, con su correspondiente fecha, dirección, número de medios humanos empleados y el motivo: si era "bombardeo por aviación", se apuntaba en rojo; el "bombardeo por obús", se recogía en negro.
"Sacaban y rescataban personas a pesar de que no tenían material para hacerlo, estaban abrumados", cuenta Juan Miguel Redondo, oficial del Cuerpo de Bomberos del Ayuntamiento de Madrid, la persona que halló estas libretas. Mediante la documentación recopilada por los equipos de rescate ahora se puede conocer con datos que el momento más feroz de la ofensiva franquista se registró entre el 6 y el 23 de noviembre de 1936, cuando Franco claudicó en sus deseos de conquistar la ciudad de forma rápida. "Había días que estaban todos en la calle, apagando fuegos", añade Redondo, recordando la dificultad de lidiar con las bombas incendiarias. Los bomberos se desplazaban en vehículos Benz descubiertos, y también fueron objetivo de las ametralladoras de los aviones enemigos. Ocho de ellos murieron en operaciones de extinción o rescate.
Y el reencuentro con Barea para atisbar esos estragos: "Los edificios destripados por las bombas exhibían las habitaciones rotas, mojadas por la niebla, sus muebles y sus ropas hinchados, deformes, desfilando los colores en una mezcla sucia, como si la catástrofe hubiera ocurrido hace años y las ruinas hubieran quedado allí abandonadas". La destrucción fue total en algunas zonas, y muchas de las imágenes que se conservan no ha sido posible situarlas en un mapa, lamentan los arquitectos. El esqueleto de Madrid ha mutado en los últimos ochenta años, y por eso, para su plano, han tenido que combinar dos cartas de la ciudad: una actual y otra de 1936. También han sido muy valiosos los expedientes del Comité de Reforma, Reconstrucción y Saneamiento de Madrid, creado en 1937.
La hora del té
Tras esa primera oleada de ataques aéreos a finales de 1936, infructífera en cuanto al movimiento de la línea del frente, la guerra se trasladó a otras zonas de la Península: la batalla del Jarama, la ofensiva del Norte, la batalla de Teruel, la del Ebro... Sin embargo, Franco siguió bombardeando Madrid diariamente; era una rutina, como relata Manuel Chaves Nogales en Los secretos de la defensa de Madrid: "Cuando suenan las sirenas de alarma la gente no se precipita ya para meterse en los refugios. Si alguno corre asustado no falta nunca un ciudadano consciente que se lo reprocha como una debilidad: 'No corras tanto, hombre. Si no pasa nada. Si a lo mejor son aviones nuestros'".
Las baterías rebeldes dejaban caer sus obuses con una cadencia constante sobre el centro de la ciudad, especialmente la Gran Vía, donde estaba el Hotel Florida, el de los corresponsales extranjeros, a eso de las cinco de la tarde. Los madrileños, resignados, exclamaban: "¡Ya nos están dando el té!". También cuenta Chaves Nogales que en el cielo aparecían todos los días tres trimotores grandes, panzudos y pintados de negros, bautizados como Las tres viudas. Uno de ellos, El churrero, atacaba al amanecer; los otros dos, que se iban relevando, eran los protagonistas de todos los chascarrillos alemanes: "Ya se ha marchado Otto; ahora vendrá Fritz". Gracias a Sobrón y Bordes ya se puede recordar físicamente los objetivos de todos estos bombardeos, aunque dejan abierta su investigación a nuevas aportaciones: "Son todos los que están, pero no están todos los que fueron".
Arturo Barea, conocido como La voz incógnita de Madrid por sus emisiones radiofónicas, fue de los que con mayor desasosiego y sufrimiento narró los horrores del incesante ataque aéreo. Pero también dejó constancia de una curiosísima anécdota, un suceso inverosímil, el de un proyectil de 24 centímetros que había atravesado las paredes del edificio en el que se encontraba, desgarrando simplemente unos volúmenes del diccionario Espasa-Calpe, sin reventar. El artefacto portaba en su corazón una nota: "Camaradas: no temáis. Los obuses que yo cargo no explotan. —Un trabajador alemán". Anomalías humanas de una guerra.
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