Antes de que se inventara la imprenta, mucho mucho antes de que existiera Internet, de poder resolver la más nimia duda con una simple búsqueda desde el smartphone, la información y el conocimiento eran extremadamente frágiles: un fuego, una inundación o incluso un cambio político podían significar la destrucción de una biblioteca y la desaparición de todas las ideas reflejadas sobre sus desgastados pergaminos. Durante siglos, esa labor de guardián del saber le correspondió al Imperio romano, pero tras la caída de Roma, su territorio quedó bajo el dominio de reinos bárbaros, que precisamente no parecían estar muy interesados en la ciencia.
Hasta el Renacimiento, hasta la aparición de figuras como Galileo, Miguel Ángel o Leonardo da Vinci, se registró un periodo de oscuridad, en el cual las ideas del mundo clásico quedaron ocultas en unos escasos rincones del mundo. Por suerte, durante toda la Edad Media hubo una serie de ciudades que se encargaron de preservar los manuscritos de la Antigüedad. Para Violet Moller, historiadora y escritora británica, fueron siete las urbes responsables de que no se perdiese este conocimiento: Alejandría, Bagdad, Córdoba, Toledo, Salerno, Palermo y Venecia.
En su libro La ruta del conocimiento (Taurus), Moller hace un recorrido por la historia de estas urbes y explica cómo los estudios de matemáticas, astronomía y anatomía sobrevivieron durante estos 1.000 años. Al tratarse de un campo tan vasto, decidió concentrarse en el periplo de los textos de tres genios, de los tres científicos más relevantes de cada materia: Euclides (Elementos), Ptolomeo (Almagesto) y Galeno (su corpus).
El viaje arranca en la Alejandría post Alejandro Magno, capital del mundo intelectual y centro del saber más importante de la Antigüedad y culmina con la entrada de estas ideas en los territorios cristianos latinos. Resulta curioso que un emplazamiento de semejante envergadura histórica como Constantinopla, la ciudad del Cuerno de Oro, no goce de un capítulo específico en en esta ruta. "Sale muchas veces en el libro, pero no era un lugar donde la ciencia se estudiara con rigor", explica Moller a este periódico. "No era un lugar de descubrimiento científico, sino que los libros científicos se almacenaban y copiaban, no se traducían, por lo que no cumplía mis criterios".
Aunque la historiografía europea ha calificado este período que trascurre desde la caída del Imperio romano hasta el Renacimiento como los "Años oscuros", fuera del Viejo Continente, en el mundo árabe, se registró una explosión de conocimiento en todos los campos de la ciencia, así como en la literatura, la filosofía o el derecho. Bagdad gozó de una edad de oro gracias la aparición de la tinta, el auge de la caligrafía o el impulso de los libros, elementos que facilitaron la transcripción de los textos antiguos y su desembarco en la siguiente parada de la ruta: la Córdoba de los omeyas.
"En Al-Ándalus había muchas ciudades con grandes bibliotecas donde se estudiaban las ciencias, pero Córdoba era el epicentro, la más importante. La tradición de astronomía, matemáticas y medicina fue muy potente allí", explica la doctor en Historia Intelectual en la Universidad de Edimburgo. Fue aquí donde germinó la concepción de que el conocimiento había que buscarlo con viajes e intercambios entre diferentes culturas.
Contra Cisneros
En este capítulo también se aborda brevemente la Reconquista y la cristianización de la Península Ibérica que, según escribe Moller, iniciaron el "proceso de destrucción de setecientos años de civilización musulmana". La autora es especialmente crítica con el cardenal Jiménez de Cisneros, inquisidor general pero reivindicado en nuestro país como un importante promotor cultural, y la quema de los manuscritos granadinos de 1499. Según el notario del clérigo, Juan de Vallejo, casi 5.000 libros fueron arrojados a la hoguera; la historiadora británica, por el contrario, habla de que "se quemaron casi dos millones de volúmenes", calificándolo de "holocausto cultural".
¿Cómo se explican estas diferencias tan abismales en los datos? Responde Moller: "Cuando hablan de números en los textos medievales, siempre es un poco complicado. También depende de si estás contando libros o rollos de pergamino. Igual no quemó tanto, pero desde luego sí que creo que contribuyó a que no sobreviviesen manuscritos árabes en España. Tuvo que haber millones y luego no quedó casi ninguno. ¿Dónde están? Después de eso acabó siendo ilegal escribir en árabe. Verificaré el dato, pero estaba tratando de imponer el cristianismo, ese era su trabajo. Fue un clérigo fanático".
—¿Qué deuda tiene la civilización occidental con los musulmanes?
—Una enorme, y no la reconocemos ni hablamos de ello. Algo que me sorprendió mucho al hacer esta investigación es darse cuenta de cuánta historia y pasado común tenemos en el terreno de la ideas.
La otra ciudad española protagonista de La ruta del conocimiento es la Toledo de la Escuela de Traductores, la ciudad de las tres culturas. "Fue la urbe más importante en cuanto a la transferencia de ese conocimiento que ya tenían los árabes al cristianismo", relata Moller. Y su importancia se narra a través de una figura tan valiosa como olvidada: la del italiano Gerardo de Cremona, encargado de traducir más de setenta obras del árabe al latín, que a la postre acabarían saltando a su país de origen hasta gozar de su anterior esplendor con el despegue del Renacimiento.