Adrienne Krausz y su familia llegaron Auschwitz, al infierno, en junio de 1944. Nada más bajar del vagón de ganado que les condujo hasta el campo de exterminio desde Rumanía, su madre observó con detenimiento al oficial encargado del proceso de selección, de decidir quién seguía con vida y quién sería gaseado. Era el farmacéutico Victor Capesius, le conocía de su época de vendedor de medicamentos de la empresa Bayer en Klausenburg. El hombre también levantó la mano, identificándola, al mismo tiempo que le señaló una dirección: era una sentencia de muerte.
"Mi madre y mi hermana fueron enviadas a la izquierda por él, a la cámara de gas, pero yo fui a la derecha y sobreviví", relataría Adrienne. Luego, un conocido le contó que su padre también había saludado a Capesius, a quien le preguntó por el paradero de su mujer y su otra hija, de once años. El encargado del dispensario del campo le respondió: "Lo estoy enviando al mismo lugar donde se encuentran su esposa y su hija, es un buen lugar".
La escena, terrorífica, como todas las que se registraron en la rampa de acceso a Auschwitz, donde desembarcaron millones de judíos deportados de Europa Central, refleja la crueldad de un hombre enrolado de rebote en la maquinaria de exterminio nazi pero que participó en los crímenes sin poner el más mínimo reparo, insensible, inhumano. "Soy Capesius de Transilvania, conmigo van a conocer al demonio", le gritaba a los prisioneros.
La historia de Victor Ernst Capesius, nacido en 1907 en una ciudad cercana al lugar de origen de Vlad Draculea y condenado en los juicios de Auschwitz por su papel en el Holocausto, se cuenta ahora en un libro de la investigadora y periodista británica Patricia Posner, El farmacéutico de Auschwitz (Crítica); uno de esos personajes sobre los que le hubiera gustado escribir a Arturo Pérez-Reverte, según reveló hace unos meses en un episodio que resultó en un encontronazo con el Memorial del campo de exterminio.
La figura de Capesius no es ni mucho menos tan conocida como la de otros grandes genocidas nazis, véase Josef Mengele o Adolf Eichmann, pero este ensayo vierte luz sobre un personaje oscuro, responsable del asesinato de decenas de miles de judíos que nunca quiso reconocer a pesar de los testimonios que le señalaban. Tras trabajar en la industria farmacéutica para IG Farben y Bayer, dos empresas con enormes responsabilidades en el desarrollo de la "solución final", se enroló en las SS en 1943, siendo destinado al mayor campo de exterminio nazi en diciembre de ese mismo año.
En menos de dos meses fue nombrado farmacéutico en jefe, el encargado del dispensario. "Mi labor como farmacéutico era ordenar los suministros médicos que se requerían para el personal de las SS y los prisioneros y pedirlos a la estación central en Berlín", recordaría Capesius, que tenía a una docena de prisioneros a sus órdenes, años más tarde. Sus cometidos, sin embargo, iban mucho más allá, como almacenar el Zyklon B, el gas utilizado para exterminar a los judíos de forma masiva, o participar en los procesos de selección, donde se incautaba de utensilios y medicinas que escaseaban, como el polvo sulfamídico para las heridas o el yodo.
Oro de los dientes
Pero esos no fueron los comportamientos más espeluznantes desplegados por Capesius: el farmacéutico fue el responsable de la distribución de drogas y medicamentos —entre los que se incluían los gases nerviosos Sarin y Tubus, productos punteros de Farben y Bayern— para los experimentos médicos de Mengele, el ángel de la muerte, terribles y espantosos, que utilizaban a mujeres embarazadas y niños, que morían víctimas de los más inimaginables efectos secundarios.
Además, Capesius se dedicó a robar el oro dental de los gaseados, arrancado por los dentistas y doctores del campo Willi Frank y Willi Scahtz, almacenándolo en maletas que escondían en la buhardilla del dispensario. El farmacéutico envió docenas de pequeños paquetes llenos del oro saqueado a su hermana, que residía en Viena. De algunas de las piezas aún pendían trozos de encía que provocaban un hedor repugnante. "Las instrucciones eran claras: esconderlo en un lugar seguro, puesto que el oro podía ser la única moneda aceptable en el caos del final de la guerra", escribe Posner, en su obra, una investigación minuciosa, que describe todo el horror provocado por los nazis.
Y así fue: Capesius reunió los suficientes empastes como para poder comprar una carnicería en Göppingen, Stuttgart, en 1950 por 150.000 marcos y convertirla en una farmacia de última generación —tras la liberación de Auschwitz, había sido detenido por las tropas británicas y luego por las estadounidenses pero fue liberado al no reunir suficientes pruebas—. Regodeándose en su nueva vida, sintiéndose aliviado por haber sorteado los juicios a los altos ejecutivos de IG Farben, el farmacéutico recibió un golpe inesperado el 4 de diciembre de 1959.
Gracias a la perseverancia de dos hombres —el fiscal Fritz Bauer y Hermann Langbein, que estuvo en calidad de preso en el consultorio del farmacéutico en jefe de Auschwitz— en la lucha por localizar a los nazis que habían desempeñado un importante papel en el Holocausto, Capesius fue arrestado y llevado a juicio en 1963, que contó con la declaración de 359 testigos.
Uno de los testimonios más estremecedores fue el del médico rumano Mauritius Bernes, deportado con su familia a Auschwitz en 1944. Allí, en la estación del campo, identificó a Capesius y le suplicó que protegiese a su familia. "No llore. Su esposa e hijas solo tomarán un baño. Las volverá a ver en una hora", le dijo el farmacéutico, que durante el juicio se dedicó a burlarse de los relatos que le incriminaban, negando toda responsabilidad. Apenas una hora después, las cuatro fueron gaseadas.
En 1965, Capesius fue declarado culpable de un cargo menor de "complicidad en asesinato" y condenado a nueve años de prisión. Sin embargo, dos años y medio más tarde, fue excarcelado por decisión del máximo tribunal alemán. Su primera aparición en público fue en un concierto de música clásica en su pequeña ciudad alemana Göppingen, con un resultado escalofriante. Al entrar a la sala, el público estalló en un entusiasta aplauso. El criminal había mutado en una suerte de héroe, como tantos otros.