En el año 40 a.C., Marco Antonio se casó con Octavia, hermana de Octaviano, futuro Augusto y primer emperador de Roma, y tuvo dos hijos gemelos con Cleopatra. En el 36 a.C., emprendió una campaña militar con el objetivo de invadir Partia con resultados desastrosos: los rumores sobre la explicación del desastre aseguraban que el ataque había comenzado con retraso porque Antonio había esperado demasiado a despedirse de su amor, la reina egipcia. Y más aún: en el 34 a.C., después de capturar al rey de Armenia, el general celebró su victoria en Alejandría y regaló trozos del territorio conquistado a su familia.
Todas estas historias, sumadas al maltrato que Marco Antonio dispensaba a Octavia —en el año 35 a.C., por ejemplo, la mujer se desplazó desde Roma hasta Oriente con tropas y suministros militares y este le dijo que regresase por donde había venido—, permitieron que Augusto construyera el relato de que su hasta entonces aliado —ambos habían vengado el asesinato de Julio César— estaba perdido y había traicionado a Roma por culpa de los encantos de Cleopatra y los lujos de su capital.
El prestigio de Marco Antonio comenzó a disminuir de forma precipitada, y en el epicentro de la República se le empezó a dibujar como un esclavo enamorado de una reina extranjera. En ese contexto, empujado por un relato que combinaba parte de propaganda con hechos consumados, Antonio se rebeló contra su examigo con una carta aguda, en la que se burlaba de la hipocresía de quien también tenía fama de mujeriego.
"¿Qué te pasa? ¿Protestas porque me esté follando a Cleopatra?", le escribe Antonio a Augusto, y continúa: "Pero estamos casados, y ni siquiera es algo nuevo, nuestra relación empezó hace nueve años. Y tú, ¿qué? ¿Eres fiel a Livia Drusila? Te felicito si, cuando esta carta te llegue, no te has acostado con Tertulia o Terentila o Rufila o Salvia Titisenia, o todas ellas. ¿De veras importa tanto quién te la ponga dura?".
Esta misiva se incluye en un divertidísimo libro recién publicado, Escrito en la historia. Cartas que cambiaron el mundo (Crítica), del premiado autor e historiador británico Simon Sebag Montefiore; un compendio de correspondecia —la mayoría secreta— entre grandes figuras del pasado sobre temas tan variopintos como el amor, la locura, el poder, la sangre o la política. Y es que como decía Goethe, las cartas son el recuerdo más relevante que una persona puede legar.
De Lenin a Enrique VIII
Lo cierto es que el dardo que Marco Antonio le envió a Augusto no contribuyó a la mejora de la situación. La guerra estalló entre ambos resolviéndose en septiembre del 31 a.C. con la victoria del primer princeps romano en la batalla naval de Actium. Un año más tarde, antes que ser capturados y ser expuestos como un trofeo en Roma, Antonio y Cleopatra se suicidaron.
Antes de la llegada del teléfono y las nuevas tecnologías, las cartas eran el medio de comunicación entre los gobernantes, entre dos puntos opuestos del mundo. Las usaron los tiranos, las emperatrices, los poetas o los artistas. En su libro, Sebag Montefiore reúne misivas estériles y otras con las que se dirigió un imperio, como las redactadas por Catalina la Grande; de corte público y privado, las más interesantes sin duda, las que ofrecen la verdadera cara de una persona, como la forma que tenía Stalin de dirigirse a sus secuaces.
Estas cartas celebran el amor y el sexo, como la que le remite Enrique VIII a Ana Bolena en mayo de 1528 —"yo y mi corazón nos ponemos en vuestras manos"—, que supone el reniego de su matrimonio con Catalina de Aragón; o la que la emperatriz Alejandra sella a su confidente Rasputín, el campesino siberiano: "Mi alma se tranquiliza y puedo descansar solo cuando tú, mi maestro, estás sentado a mi lado y beso tus manos y apoyo la cabeza en tus benditos hombros". Caso aparte son las misivas de Mozart dirigidas a su prima Marianne, donde el genio musical desata toda su exhuberancia escatológica.
Pero fundamentalmente son cartas que marcaron la historia, como las compartidas por los Reyes Católicos y Cristóbal Colón o la que firma Nikita Jrushchov con destinatario John F. Kennedy en plena crisis de los misiles: "Declaremos que nuestros barcos con rumbo a Cuba no transportarán ninguna clase de armamentos. Ustedes declararán que Estados Unidos no invadirá Cuba con sus propias fuerzas ni dará a poyo a ninguna clase de fuerzas que puedan pretender invadir Cuba".
Y luego están otras escalofriantes, como la que Lenin remitió a los bolcheviques de Penza el 11 de agosto de 1918: "Ahorcad (asegurándoos de que los ahorcamientos se desarrollan a la vista del pueblo) a no menos de un centenar de kulaks, ricos, chupasangres conocidos". "Este es el verdadero Lenin, distinto del que el pueblo soviético vio", escribe Sebag Montefiore sobre una carta que se mantuvo en absoluto secreto hasta 1991, hasta el hundimiento de la Unión Soviética.
Precisamente, el contexto que envolvió a la URSS ofrece alguno de los testimonio más llamativos. Ahí se halla "la carta que aterró al líder más terrorífico de los tiempos modernos", dice el historiador británico sobre la amenaza (defensiva) que dirigió el mariscal de Yugoslavia, Tito, a Stalin, quien pretendía asesinarle al no hincar la rodilla ante él: "¡Deja de enviar gente a matarme! Ya hemos capturado a cinco: uno con una bomba, otro con un fusil... Si no paras de enviarme asesinos, yo enviaré a Moscú a uno muy rápido y desde luego que no hará falta que envíe a otro".