"El infierno es muy parecido a Londres: una ciudad populosa y llena de humo". Esas palabras proféticas del poeta romántico inglés P. B. Shelly se convirtieron en realidad un viernes glacial, el 5 de diciembre de 1952. El invierno gélido golpeaba la capital británica con dureza durante aquellos días; y para combatir las temperaturas negativas, en los hogares particulares y en las fábricas se comenzó a quemar carbón de forma indiscriminada. Lo que no sabían los londinenses es que el anhelo por unos grados más se convertiría en una catástrofe natural.
A lo largo de cinco días, el centro de Londres y un radio de 32 kilómetros quedaron cubiertos por una intensa niebla provocada por un frente frío y la ausencia de viento; y la bruma se hizo todavía más densa por el exceso de humo negro procedente de la quema de combustibles fósiles de baja calidad, ricos en azufre y que desprendían partículas de ácido sulfúrico. Se generó un fenómeno denominado como smog, una mezcla de niebla y humo, una boina altamente nociva para la salud.
La ciudad se convirtió en una burbuja de contaminación atmosférica: la visión no alcanzaba mucho más allá de un par de metros, el tráfico terrestre y aéreo se paralizó y la gente deambulaba por las calles ayudándose de mascarillas para respirar. Se registraron escenas dantescas, como conductores manejando sus coches con la cabeza por la ventanilla, quienes se veían resignados a abandonar los vehículos en medio de la carretera ante la nula visibilidad.
Desde el siglo XVII, el carbón era el principal combustible con el que se abastecía Londres. Atrás quedaba el tiempo en el que la leña calentaba los palacios y las moradas particulares, un bien preciado desde que los bosques comenzaron a escasear por culpa de la construcción de barcos o de casas. El problema a mediados del siglo XX eran los problemas económicos que asfixiaban a Gran Bretaña, obligada a exportar su carbón de mejor calidad dejando para consumo propio otro con mayor concentración de azufre.
Carreras y muertos
A medida que avanzaban las jornadas, la niebla, en vez de remitir, ganaba intensidad. Muchos conciertos fueron cancelados porque el humo se coló hasta en los recintos cerrados; incluso una representación de la ópera La traviata en el Sadler’s Wells Theater se canceló porque desde el patio de butacas no se podía ver el escenario. También las autoridades advirtieron a las familias de que no enviasen a sus hijos a la escuela por temor a que se perdieran por el camino.
Lo único que no se suspendió fue la tradicional carrera de campo a través entre los equipos de Oxford y Cambridge en Wimbledon. Eso sí, los fondistas tuvieron que correr pertrechados con unas mascarillas para que los pulmones no se les llenases de los gases tóxicos y guiados por los jueces, quienes les gritaban durante todo el recorrido: "¡Por aquí, por aquí!".
Estos tintes infernales provocaron, lógicamente, un aumento de los actos vandálicos y criminales: los saqueos, los robos y los hurtos de carteras y bolsos aumentaron gracias al cobijo que daba la oscuridad. Pero lo más dramático fue el número de víctimas mortales que se registró tanto en los cinco días durante los cuales se prolongó la Gran Niebla, como así es recordada, y por sus efectos posteriores: se calcula que fallecieron unas 12.000 personas, sobre todo neonatos y ancianos, por infecciones en los pulmones, del tracto respiratorio, hipoxia u obstrucción de las vías respiratorias superiores.
Después de cinco días en medio de un infierno de oscuridad y humo nocivo, la Gran Niebla se disipó el 9 de diciembre, cuando un fuerte viento del oeste barrió la nube tóxica lejos de Londres y hacia el Mar del Norte. El parlamento británico, ante el desastre medioambiental, se vio obligado a tomar serias medidas legales para restringir el uso de combustibles fósiles en la industria y reducir la contaminación atmosférica.