Madrid, marzo de 2020. La ciudad se ha transformado en una postal de abandono, como si repentinamente se hubiese recogido ante la sospecha de una inmediata catástrofe natural. Ya no discurre gente por sus calles, todavía más inmensas. Lo bares, los cines, los comercios... todo está cerrado. Domina un silencio pesado en el ambiente, roto tan solo por las sirenas de las ambulancias que corren. Aunque esa calma intranquila se esfuma cada día durante un par de minutos, a las ocho de la tarde, cuando las ventanas se abren y de ellas brota un atronador aplauso. La capital vive en cuarentena. "Estamos en guerra", proclama el presidente.
Madrid, 3 marzo de 1937. Mijaíl Koltsov, corresponsal del periódico soviético Pravda en España, escribe en su diario: "De nuevo reina la tranquilidad en los frentes alrededor de Madrid. Y la ciudad vuelve a vivir su vida ya encarrilada, casi habitual, transparentemente real, sosegadamente intranquila". El fuego de los tanques a orillas del Jarama ha cesado, la capital no caerá esta vez ante el empuje de las tropas sublevadas, que insisten en la lluvia de obuses, en los bombardeos diarios. "Ya nos están dando el té!", exclaman diariamente los madrileños a eso de las cinco de la tarde, cuando los aviones de marca alemana arrojan sus proyectiles. La Guerra Civil camina embalada hacia su primer aniversario.
Los líderes políticos españoles han abordado la emergencia sanitaria actual desatada por la pandemia del coronavirus haciendo gala de un lenguaje belicista. Es una guerra moderna, contra una bacteria, un enemigo físicamente no identificable, que ha provocado el confinamiento total de los ciudadanos en sus casas. Las estampas de las bulliciosas metrópolis ahora desiertas recuerdan a una novelesca distopía, y se han implantado restricciones que ni en la contienda de hace ocho décadas. El que será recordado como el marzo del Covid-19 concluye este martes, ¿pero cómo fue el primer marzo de Madrid durante la Guerra Civil? Lo relatan sus testigos.
El desenlace de la batalla del Jarama supone un espaldarazo para los ánimos de resistencia de Madrid, y zanja el debate sobre una posible rendición en el supuesto de que las fuerzas rebeldes lograsen cortar la comunicación con Valencia, convertida en la capital de la Segunda República. Allí se encuentra el Gobierno de Largo Caballero, que huyó de Madrid en las horas previas a que Franco, en la madrugada del 7 de noviembre de 1936, lanzase su ataque fallido sobre el objetivo más preciado. El mismo camino hacia el levante peninsular lo toman muchos otros madrileños, que huyen de las bombas y la destrucción que sus vecinos no consiguen esquivar.
Madrid, en marzo de 1937, estrena su quinto mes de asedio. Sus calles y edificios —los que permanecen sin rasguños— se deforman por los obuses que lanzan sin descanso las baterías franquistas desde el Cerro de Garabitas, en la Casa de Campo, y los proyectiles que liberan los Junkers alemanes, ya en menor cantidad. La población civil se apelotona en los túneles del metro, donde duerme y se cobija de la metralla. Las frutas y el arroz empiezan a escasear, por lo que hay que recurrir a ingeniosas recetas: tortillas con mondas de naranja, una suerte de filetes de merluza hechos con rodajas de cebollas rebozadas y fritas o chorizo de miga de pan con pimentón. Sus lujosos hoteles, como el Palace, siguen convertidos en hospitales de campaña.
Mientras en las fábricas de los obreros se debate cómo facilitar la comida a los trabajadores, la duración de los turnos diarios o la posibilidad de crear un periódico mural, estalla un nuevo choque, al noreste. Koltsov, el día 7, escribe: "Nueva animación. Los fascistas atacan por el sector de Guadalajara. Pero no solo se trata de este hecho en sí. Aquí se han descubierto tropas italianas". A Herbert Matthews, corresponsal de The New York Times en la zona republicana, le dicen sus editores, creyentes de la no intervención: "No hable usted siempre de italianos. Usted y los periódicos comunistas son los únicos que usan esa historia de propaganda roja".
A la ofensiva de los Llamas y Flechas Negras se suma un frente frío con lluvia helada. El campo de batalla está impracticable. Las Brigadas Internacionales, apoyadas desde el aire por los Chatos —aviones biplanos— y los tanques T-26 rusos, empujan a los italianos a replegarse. "Tras ocho meses de Guerra Civil, el gobierno al fin tenía una victoria decisiva en las manos", relata Amanda Vaill en Hotel Florida (Turner). "En las calles de Madrid, la gente compraba los periódicos que anunciaban en grandes titulares bajo las banderas rojas: "¡Victoria en Guadalajara!", y luego los lanzaba al aire en señal de júbilo". Los carteles no solo lanzan mensajes propagandísticos:
También funcionan a pleno rendimiento los cines. Al menos una treintena de salas, según la cartelera del diario Ahora, proyectan películas a las que el pueblo acude en mas. Pero puede haber cerca de un centenar. Así sucede durante toda la contienda, tal y como lo describe el periodista Joseph Kessel en las páginas del popular Paris-Soir un año más tarde: "En Madrid las salas de cine, que ofrecían sus entradas a un precio excepcionalmente bajo, obtenían una facturación de aproximadamente un millón de pesetas. Sus carteles y los de las revistas musicales cubrían las fachadas de los edificios, intactos o derruidos, y las colas delante de las puertas de las oscuras salas se renovaban constantemente. Si durante la función entraba un proyectil, se evacuaba a los heridos y a los muertos, se limpiaba el suelo por encima, y a la sesión siguiente los espectadores eran tan numerosos como antes".
Tras la victoria republicana en el frente de Guadalajara, ratificada hacia finales de mes, el tiempo mejora. "Marzo se había convertido en abril", describe Arturo Barea en La forja de un rebelde. "Hacía calor en las calles cuando no soplaba el viento duro de la Sierra. En las tardes las calles se llenaban de paseantes y los cafés rebosaban con gentes que cantaban y reían, mientras a lo lejos las ametralladoras soltaban escupitinajos, como si el frente estuviera lleno de rabia. La amenaza de los bombardeos aéreos parecía no existir". Pese a esta relativa calma, los edificios no se desprenden de los sacos de arena y adoquines que cubren sus puertas y ventanas.
Marzo de 1937 es el mes en el que Ernest Hemingway llega a Madrid. El célebre escritor, que contaba entonces con 38 años, desembarca el día 16 en Valencia, acompañado del documentalista holandés Joris Ivens, que se encontraba en pleno proceso de filmación de uno de sus trabajos más aplaudidos, Tierra de España (1937). En la ciudad sitiada se hospeda en el Florida, donde almacena botellas de whisky, un jamón, hornillos, latas de sardinas y una colección de obuses en los que etiqueta la habitación en la que habían caído. Su habitación es un centro neurálgico, casi como un ministerio.
Unos días más tarde aterrizan otras ilustres corresponsales de guerra: Virgina Cowles, que escribe para la revista Harper's Bazaar, y Martha Gellhorn, enviada por Collier's. Esta última inicia un romance con Hemingway bajo las paredes del Florida y relata la vida de un Madrid que vive sin pánico el acecho de la muerte, poniendo el foco en el rostro humano de la guerra: "Las mujeres, al igual que en todo Madrid, hacen cola en silencio, casi siempre vestidas de negro, sujetando sus bolsas a la espera de comprar comida. Cae un obús al otro lado de la plaza. Vuelven la cabeza para mirar y se arriman un poco más al edificio, pero no abandonan la cola. Llevan tres horas esperando y en casa sus hijos aguardan la comida". La hogaza de pan bien cuesta la vida.
Gellhorn entra a Madrid por la zona de Las Ventas, donde los centinelas la someten a los controles pertinentes, y continúa por unas "calles oscuras y llenas de baches, con edificios destruidos y los escaparates protegidos con cintas de esparadrapo". El día anterior a su llegada, que era Viernes Santo, acontece un hecho insólito, una escena que recuerda a la Tregua de Navidad de la Gran Guerra: había habido tan pocos combates que los soldados republicanos que ocupan las trincheras de la Ciudad Universitaria asoman la cabeza y se ponen a jugar al fútbol en la calle sin recibir ningún disparo. Pero el cese del tiroteo sería un espejismo de puñado de horas.
Así transcurrió en Madrid aquel marzo de 1937, entre obuses, aguanieve, la mayor victoria de la Segunda República, hambre y una vida "sosegadamente intranquila", como decía Koltsov. En los últimos días de otro mes marzo, el de 1939, ya sin sus visitantes ilustres y tras ver cómo se apagaban las vidas de unas 50.000 personas —no existe al respecto un estudio fidedigno y aceptado por el conjunto de la comunidad académica—, Madrid entregaba las armas. La guerra había terminado.